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MIEDO, ASCO, ODIO

 Publicado: 02/09/2020

La habitación aporofóbica de la ciudad


Por Néstor Casanova


Miedo

Vivimos en una sociedad y en una ciudad segmentadas por agudas desigualdades sociales, económicas y culturales. Mientras que constitucionalmente todos somos presuntamente iguales ante la ley, en el día a día nos asumimos profundamente desiguales ante nuestras respectivas conciencias sociales. Hay componentes diversos y concurrentes en tales asunciones, pero se sintetizan en una oposición, necesariamente binaria, entre nosotros, los Unos, en contradicción con los Otros.

En la frontera que separa a los Unos de los Otros, tiene su lugar el miedo. El recelo recíproco es lo que une y separa a la vez los territorios respectivos. El miedo tanto desiguala como se convierte en expresión palpitante de la desigualdad. Por ello, a la especificación declarativa del Contrato Social vigente le acompaña una sombra ominosa y contradictoria. Es que, ¡vamos!, somos todos iguales, pero no.

El miedo que articula a los Unos con los Otros no es más que el resultado de una construcción social. Aprendemos a tener miedo. Nos enseñan a tener miedo. No nos dejan de recordar, en todo momento y circunstancia, que es de prudentes tener miedo. ¿Miedo a qué? Miedo a lo Otro. Y lo Otro tiene muchos apelativos circunstanciales: la “raza”, la etnia, la condición de extranjero. Pero es necesario reparar que no nos enseñan a temer a todos los sujetos extraños, sino, específicamente, a los de otra “raza”, etnia o nacionalidad, siempre que estos sean pobres. Incluso el miedo se derrama también hacia los propios connacionales, siempre que ellos estén empobrecidos. No hay peor cuña que la del propio palo.

El problema no es entonces de raza, de etnia ni tampoco de extranjería, el problema es de pobreza. Y lo más sensible en este caso es que hay muchos racistas y xenófobos, pero aporófobos[1], casi todos. (…) Es la fobia hacia el pobre la que lleva a rechazar a las personas, a las razas y a aquellas etnias que habitualmente no tienen recursos y, por lo tanto, no pueden ofrecer nada, o parece que no pueden hacerlo”.[2]

El miedo a los pobres se manifiesta, fantasmagóricamente, en expresiones tales como el miedo a los “amigos de lo ajeno”. Porque el tópico se aplica a los que poco o nada tienen propio, y a los que algo de lo nuestro codician de un modo peligroso, amenazante y culpable. En la ciudad de los incesantes e inclementes intercambios materiales y simbólicos ¿qué tienen que ofrecer estos desposeídos a cambio? Nada bueno que intercambiar. Entonces cultivemos el miedo, la unidad monetaria de los intercambios inoportunos.

Y en contextos de crisis como el actual esto se refleja de forma más cruda: hay más frustración y más aparato mediático dirigiendo la bronca. ¿Por qué en los peores momentos los medios hablan de la inseguridad estigmatizando al pobre como delincuente y no nos hablan de la inseguridad que es no tener para comer?[3]

Acaso pudiera pensarse que los desposeídos resultan víctimas de un hurto previo. Pero apenas lo hacemos, la voz del sentido común nos susurra que se trata de culpables de su condición. Acaso pudiera pensarse que las personas carecen de muchas cosas, menos de su irrenunciable condición humana. Pero la voz del sentido común nos indica que, si carecen de medios materiales y simbólicos, ¿es que se puede hablar aún de personas? Acaso pudiera pensarse que la situación de un desposeído es una tacha propia de la sociedad que la hace posible. Pero la voz del sentido común nos reprende: hay quienes fracasan en la empresa esforzada de la vida y estos son los que no se esfuerzan lo suficiente.

El miedo al Otro, como pobre que es, constituye la prosecución de su desposeimiento absoluto. El miedo al pobre es la marca infligida a la res destinada al sacrificio, en el altar supremo de la desigualdad.

Asco

Si el miedo constituye una emergencia de un precaverse, de un cuidar el bolsillo, de una astucia de la sinrazón, el asco a la pobreza corresponde a una vertiente estética del rechazo. La publicidad mediática y hegemónica nos enseña en todo momento y sin desmayo las virtudes supremas de la belleza, del cuidado, del aseo y de la compostura de personas, cosas y lugares. En las casas de las personas que viven “como se debe”, todo reluce, brilla, refulge. En todo hogar “bien constituido”, sólo es seguro habitar si allí reina el bienestar, la amplitud, el orden y el decoro. La “gente digna” vive dignamente, mientras que es indigno el habitar de los Otros, los casi innombrables.

Es que los Otros no son ya personas, o gente. Son pichis. No merecen la dignidad de motejarlos de tal manera que se nos equiparen, porque son desiguales, son Otros. El asco es el juicio sentimental, sintético, que se pronuncia sobre la distinción, siempre relativa, de los actores sociales. Porque nuestra sociedad ya no reconoce, en sus sujetos, la dignidad intrínseca de constituir condición humana. Los sujetos de carne y hueso, clasificados con plena distinción por su capacidad consumidora, material y simbólica, no perciben otra cosa que diferencias, matices o estigmas en la apariencia del Otro. Y el Otro es su apariencia.

Así las cosas, a la compartimentación del miedo la complementa la aversión, con el distanciamiento afectivo concurrente. Con los pobres es preciso guardar prudente y decorosa distancia. Que la miseria no nos toque. Que no podamos olerla. Que no nos ofenda su fealdad. Simplemente, no podemos soportar su vecindad ominosa con la suciedad, con la basura urbana, con la miseria de la intemperie social. Por ello es mejor irnos a vivir a un barrio privado… de pobres. Y si no podemos permitírnoslo, entonces pongamos rejas para que no se guarezcan bajo nuestras entradas. En todo caso, abandonemos raudos los vecindarios por los que deambulan.

Hay en la distinción estética de los urbanitas[4] y en su cultivo del sentido del gusto un contundente gesto sentimental y afectivo que sella de improntas de indignidad humana a las estropeadas apariencias del pobre. Se empobrece así al sujeto carente con la mácula distintiva de la falta de decoro. Solo así se distinguen, en definitiva, las “gentes de bien”. Por oposición estética.

Odio

Mientras que el miedo y el asco parecen peldaños sucesivos de una fatídica escalera, en el remate superior encontramos el rellano del odio. Y con el odio, lo que está en disputa es, nada menos, el principio de la libertad. Porque el odio es el sentimiento capaz de confinar por completo la situación del Otro. Encerrados para siempre en su otredad, nada es posible negociar con unos sujetos a los que solo es posible sujetar del modo más firme y contundente. Con el odio se podrá, por fin, enclaustrar a estas inquietantes criaturas de dudosa catadura y peligrosidad manifiesta.

Es que, vuelve a sugerirnos el sentido común, ahora plenamente exaltado en su corriente sensatez, los pobres son, según reza el tópico, unos buenos para nada. No es que sean víctimas de un orden social injusto y excluyente, ¡no señor! Es que se trata de victimarios que aguardan, indolentes, la pena que les cabe por sus delitos de su condición y aspecto. Porque arruinan el paisaje, porque inquietan nuestros ánimos, porque no tienen nada que ofrecer.

La primera operación del odio es discreta, es una avanzadilla sobre el territorio hostil. Es buena idea arrojar alguna dádiva, lo suficientemente escasa para que resulte humillante agacharse a recibirla. Y después pontificar sobre su empleo, porque en esta ciudad de mercaderes nada es gratis: ¡quisiera ver en qué te la gastas, miserable! Porque así me arrogo, en reciprocidad, con la atribución suprema de quejarme a viva voz, entre los míos, sobre el uso suntuario que dan a mis erogaciones filantrópicas. Mediante estas, el pobre se me subordina. Come de mi mano y no se atreve a morderla.

Una segunda operación es más aleve y aspira al pleno sojuzgamiento del Otro. Se trata ahora de arrojar una culpa, esto es, ofrecerla como limosna ya no material, sino ideal. Arrojar sobre el afectado de frío el manto del fracaso, el capote de la derrota. La culpa de tu condición es toda tuya y es absoluta, terminal, definitiva. La disfuncionalidad es tuya, así como tuyo es el merecimiento. A las personas de bien, nos resultas ajeno, extraño y otro. A la ciudad y a su sociedad, tú le sobras y ya se sabe qué debe hacer la ciudad y su sociedad con sus sobras.

La coronación de la producción social del odio al pobre solo se consuma con la funcional estigmatización de su carácter de enemigo. En efecto, a la compartimentación del miedo y al distanciamiento del asco le complementa y perfecciona el odio que opone, ahora de modo radical, a los Unos frente a los Otros. Así, la ciudad cede toda ilusión de concierto comunitario en favor de un escenario de confrontación aporofóbica.

“(…) muchos individuos de los sectores más pudientes han trabajado poco o nada en su vida, amparados en el bienestar familiar, también dentro de esos sectores están quienes han vivido del Estado y lo han estafado, y también en esos sectores tenemos serias conductas delictivas, como el lavado de activos, el fraude o el tráfico de drogas. Sin embargo, el grupo social a cuestionar son los pobres, y en estas creencias distorsionadas radica el envenenamiento de la democracia; son el inicio del odio, la discriminación y la violencia que comprometen la convivencia, la identificación colectiva y la estabilidad social. Y esto es así porque estas actitudes no solamente son identificables en quienes discriminan, sino que surten efecto en aquellos a quienes está destinada, y cuando ello sucede se da el envenenamiento de la sociedad mediante la estigmatización social”.[5]

Llegados a este punto solo cabe preguntarnos si no estamos en presencia de una suerte de guerra civil de baja intensidad, en la que en cada ciudad se libran sórdidos ajustes de cuentas sociales entre los urbanitas. ¿Llegaremos entonces a plantearnos si todavía habitamos una ciudad o más bien otro tipo de entidad social y territorial, en donde el conflicto entre integrados y pobres tiene su más ominoso desarrollo?

La habitación aporofóbica de la ciudad

Que la gente mire hacia otro lado también es aporofobia, una mezcla de miedo, desprecio y odio[6]

Según parece, a nuestras ciudades se las puede observar como si de un teatro de operaciones se tratase. Territorios en disputa, posiciones confrontadas, situaciones en oposición mutua, tal los signos de la ciudad por la que deambulamos mirando hacia otro lado, de momento. Según lo muestran ciertos preocupantes sentimientos, algo está por desmadrarse, quizá de modo irreversible. Puede que ya esta ciudad y la sociedad que la puebla no garanticen, de modo pacífico, el pleno y universal ejercicio de los principios de libertad, igualdad y fraternidad que un día ilustraron eso que solíamos tener como convivencia democrática.

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