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DE COLOMBIA, PAÍS DE ESCRITORES, NOS VIENE UNA NOVELA INSPIRADA EN SU HISTORIA RECIENTE
Las huellas del camino andado
Por Luis C. Turiansky
Al andar se hace el camino,
y, al volver la vista atrás,
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante no hay camino,
sino estelas en la mar.
Antonio Machado – “XXIX” – Proverbios y Cantares
Al terminar la lectura de la novela citada,[1] he decidido compartir mis impresiones con los lectores de Vadenuevo. Debo aclarar de entrada que la crítica literaria no es mi campo. Simplemente trataré de comentar los aspectos político-ideológicos de la trama, y no con el fin de recomendar o rechazar por tal motivo la obra en cuestión. Ya a mi edad, no me altero si un autor trasmite ideas que yo no comparto.
Hoy, de la literatura y sus creadores espero simplemente honestidad y sinceridad, nada más.[2] Si coincidimos en una visión del mundo semejante, tanto mejor. Pero esto no es condición indispensable para que escritor y lector se entiendan. No obstante, lamentablemente, tampoco lo de honestidad y sinceridad se cumple muy seguido que digamos, bajo las leyes implacables del mercado que todo lo dominan.
El tema elegido por Vásquez es sin duda polémico: la lucha guerrillera y la respuesta del ejército oficial junto con las fuerzas paramilitares del latifundio, un fenómeno trágico que durante medio siglo regó de sangre a Colombia y marcó la vida de los colombianos en general.
Por eso el libro de Vásquez me atrajo y quise leerlo. Dudé un momento, cuando me enteré que había sido galardonado a principios de este año con el Premio Bienal de Novela instituido en Perú por Mario Vargas Llosa, un propietario intelectual del que admiro su obra literaria, pero rechazo su discurso político y tengo claro que él no recomendaría un libro de orientación diferente a la suya. Me dije, no obstante, como suelo hacer últimamente con bastante asiduidad, mientras caen los modelos mundiales, que no debería dejarme dominar por prejuicios sectarios, ya que el tema, con todas sus implicaciones políticas, afecta por igual a todos los colombianos de buena voluntad, como sin duda Juan Gabriel Vásquez lo es. Ya las primeras páginas me confirmaron que hice bien: la novela está muy bien escrita y jamás cae en los esquemas simplistas del cine de acción al estilo de Hollywood.
Por otro lado, los datos biográficos del autor parecen excluir toda actividad política alineada con los grupos guerrilleros o con la izquierda en general. Por un lado, esto le permite mantener cierta distancia con los hechos descritos y ser objetivo y neutral en sus juicios. Por otro lado, sin embargo, inevitablemente han de escapársele errores de ambientación o de trasfondo político, por ejemplo al tratar el tema de China, cuya realidad es bastante más compleja.
China aparece porque, en efecto, el autor elige como portador de su relato a un movimiento particular inspirado en el pensamiento de Mao Tse Tung, el Ejército Popular de Liberación (EPL). El porqué de esta elección no está claro. Tal vez porque representa el grupo más radical de la experiencia revolucionaria de lucha armada. O porque el autor está relacionado con una familia que milita en sus filas, o simplemente porque era el ambiente más atractivo para este tipo de novela. Sin haber visitado nunca China, su contexto ocupa gran parte de la descripción, tanto en extensión como en profundidad de miras. Es en China donde se ha establecido la familia de un combatiente de la República Española y hombre de teatro, Fausto Cabrera, radicado en Colombia. Un hijo suyo, Sergio, será un día un conocido cineasta. Da la casualidad que los jóvenes Cabrera trabarán amistad, gracias a la homonimia del apellido, con los del poeta uruguayo Sarandy Cabrera, también instalados en China Popular.
De modo que un primer elemento a considerar, es que la novela trabaja con personajes reales, lo que siempre representa un riesgo. Quizás para no tener que repetir a cada rato la misma cantilena tras la pregunta infalible de los periodistas, Vásquez añade, al final de la obra, una nota explicativa acerca de los límites del relato de hechos reales y la libertad creativa. Asegura que, sin haber participado directamente en los sucesos relatados, se basó en los diarios íntimos de algunos de ellos y en notas personales y entrevistas directas con miembros de la familia Cabrera, así como con numerosos testigos presenciales, a través de “larguísimas horas de grabación” que guarda celosamente en su casa, como prueba de que se trata de hechos verídicos.
Es ahí donde empiezan los problemas, naturalmente. Los nombres utilizados existen, pero, incluso si hubieran sido alterados, cualquier periodista avezado sería capaz de penetrar en la historia de las personas representadas atando los cabos abandonados a lo largo del relato. Y el hecho de que la existencia real de los personajes haya sido confesada abiertamente por el autor, fragiliza su destino, ya que puede tener consecuencias desagradables para las personas involucradas. Se trata, en efecto, aun en el marco de la amnistía prevista en los Acuerdos de Paz, de actividades delictivas o, por lo menos, moral o políticamente controvertibles.
En segundo lugar, si el escritor no quiere convertir la obra en un árido informe de sucesos al estilo de las Naciones Unidas, inevitablemente tendrá que condimentar (eventualmente contaminar) todo aquello con su propia opinión. Solo así se explica, por ejemplo, que nos encontremos con la personalidad sumamente negativa de Fernando, el jefe al mando del destacamento guerrillero donde se desarrolla la acción una vez en Colombia, personaje tiránico, inculto, misógino y corrupto, todo esto agravado por haber querido matar a una compañera, un cuadro que difícilmente haya surgido de los testimonios personales obtenidos durante la labor investigativa. Semejante malvado es demasiado perfecto para ser real y más bien sirve de prototipo del futuro dirigente despiadado que surgiría, de triunfar la revolución en curso.
No digo que algo así no sea posible, los ejemplos sobran, pero ya la voluntad de equilibrio y objetividad comienza a trastabillar. El escritor se da cuenta y hace surgir, como por encanto, a otros personajes más positivos, los buenos, los idealistas, los que hacen la revolución porque quieren cambiar el país y terminar con la miseria y la explotación, pero he aquí que, por desgracia, no son ellos los que mandan.
Extendido a escala de China, el país más populoso de la Tierra, el método de buscar y utilizar personajes clave pasa a ser un recurso más bien artificioso. En ese país inmenso, en el que hoy vemos cómo el absolutismo ilustrado originario se transformó en sistema de gestión del capitalismo con gusto a comunismo, es poco creíble que, en medio de la locura de la “revolución cultural” y la rabia de los jóvenes que descargan su frustración sobre la intelectualidad, pudieran verse también, aquí y allá, a los ancianos sabios, como un profesor de física convencido de que hay que modernizar la enseñanza, o un viejo armador en una fábrica de relojes. En fin, los representantes de la moral china tradicional, que se sostendría eternamente contra todos los vendavales de la historia.
La idea de culpa termina dominando la concepción del libro, lo que explica el apego de Vargas Llosa por la obra. Se hace más palpable a medida que la juventud pierde sus esperanzas en la revolución. Pero, claro está, toda culpa, una vez confesada, reclama la correspondiente penitencia y la que tenemos ante sí es, sobre todo, una culpa ajena.
En realidad, si se trata de buscar culpables (¿de qué?, ¿del fracaso de la revolución socialista mundial, acaso?) todos lo somos colectivamente, los que cedimos por cobardía o callamos por creer que nuestro modelo iba a mejorar, o porque lo desconocido siempre causa pavor y solo admite una representación religiosa. O, en fin, porque nos dijeron que había que acosar al imperialismo con muchos Vietnam, o muchas Cuba.
El escritor Vásquez tampoco asume su parte de culpa, si la tiene. Pero no es un defecto grave, ya que, en realidad, salvo excepciones, es precisamente la falta de autocrítica constructiva lo que domina en el mundo tras la demolición del Muro de Berlín.
En Uruguay, bajo condiciones muy diferentes, también conocimos el fenómeno de la guerrilla. Uno de sus actores principales fue José Mujica, el ex guerrillero que llegó a ser presidente de la República. Sería interesante saber si ha leído la novela que hoy nos ocupa y qué le pareció. Lo que sabemos es que, puesto que estamos en vísperas de las elecciones presidenciales en Colombia, ha considerado útil enviar sus mejores augurios al pueblo colombiano, para que, finalmente, pueda “luchar por un poco de paz, de esperanza y de salida”, ya que, dijo, “son demasiados los costos que ha cobrado la historia de Colombia por un proceso ininterrumpido de guerra que arrancó con la muerte de Gaitán y que le ha significado un sacrificio social inmensurable”. [3]
Tal vez no sea el Pepe Mujica el personaje que más admira el autor de “Volver la vista atrás”. Pero en 2011 publicó otra novela, “El ruido de las cosas al caer”. La metáfora del título se refiere, en este caso, a la destructiva crisis de la sociedad, carcomida por el narcotráfico y la violencia. Debería saber, por lo tanto, que también la ruptura del pasado, aunque sea el de otros, hace ruido y este no siempre es grato al oído.
Como sea, fue un placer leerte, Juan Gabriel.