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VADENUEVO DE COLECCIÓN: DEL NÚM. 31 (ABRIL DE 2011). POLÉMICA SOBRE EDUCACIÓN

 Publicado: 01/06/2022

Intercambio entre Marisa Battegazzore y Marcelo Fernández Pavlovich


Por Marcelo Fernández Pavlovich y Marisa Battegazzore


Sobre la educación, educadores y educandos

“...son más fecundos, intelectual y moralmente, conceptos o paradigmas erróneos, pero claros y distintos, que las nebulosas y confusas indecisiones del relativismo actual, que ha descartado el concepto de verdad, para adoptar el de "verdades", con adjetivo posesivo inevitable”. Esto lo escribí hace unos años, y me vino a la memoria al leer el desencantado artículo de Marcelo Fernández. Como soy poco maternal con mis hijos intelectuales, recordaba la cita como ajena. Sigue pareciéndome pertinente, aunque con menor autoridad.

Transmitir conceptos y valores claros y distintos exige, en primer lugar, tenerlos. Pero, ¿quién admite la certidumbre cuando, desde la cátedra, el discurso político, y hasta desde hermosas canciones, se declara axiomáticamente a “las certezas” -así, en general- culpables de todos los males del mundo? No hablamos de la tozuda infalibilidad inamovible, sino de la convicción, la firmeza y la fidelidad a principios y al compromiso con una causa que se entienda válida y valiosa.

En segundo lugar, implica aceptar la crítica y hasta la rebelión de los sujetos que se pretende educar y estar preparados para rebatirlos, polemizar, oponernos. Para eso hay que ejercitar argumentos y razones, no la mera autoridad, y asumirse como generación adulta ante los más jóvenes. Y ¿quién acepta ser visto como “el viejo” en el reino de la perenne adolescencia? Sin embargo, el joven que se sitúa en contradicción se verá llevado a llenar de contenido su actitud, a buscar sus propias razones y fundamentos, a elaborar sus personales principios y compromisos. Es la diferencia entre la rebeldía banal y efímera, insustancial, que se produce de todos modos, y la actitud -y la aptitud- crítica, que todos los planes y programas declaman como objetivo. Desarrollar esa aptitud también requiere tiempo, trabajo y oportunidad. Algo difícil en una sociedad que elude con temor las contradicciones y la polémica, calificadas como “crispaciones”, bajo el manto de una ecléctica y supuesta “tolerancia”.

El “orden de la verdad y el conocimiento” que Fernández radica en la enseñanza y no en la educación, es justamente lo que está hoy devaluado, como él mismo señala.

Este artículo puede ser expresivo del extendido despiste que aqueja a docentes, alumnos y autoridades en torno a la educación -y la desorientación no puede ser sino escéptica, en el fondo conformista, por resignada-. Tiene, empero, varias virtudes: la sinceridad, la carga emotiva -algo reconfortante, entre tanta frialdad burocrática y estadística-, y el talante provocador, que incita a reflexionar y a responder. En fin, a dialogar. Porque, como al colega, nos duele la educación.

Pregunto y me pregunto: ¿puede haber educación fuera del orden de la verdad y el conocimiento? Llevando la cuestión al extremo: ¿podemos educar en base a la mentira y la ignorancia? Aun dentro del concepto sorprendentemente reduccionista y conservador de Fernández: “La educación, en cambio, refiere más bien a la función de hacer de alguien un ser medianamente completo, un ciudadano que pueda cumplir funcionamientos en la sociedad (para lo cual se requiere algún tipo de conocimiento, adaptabilidad, utilidad o beneficio inclusive)”. (Énfasis míos)

Una definición que condice, aproximadamente, con la más casuística del Art. 3º de la Ley General de Educación N.° 18.437. Al margen, acotemos que se ha hecho abundante examen jurídico de esa norma y muy poco análisis filosófico de sus postulados.

Hemos retornado a Hobbes. La educación debe formar ciudadanos bien adaptados al statu quo, funcionales al Estado -ese “dios mortal”-, y útiles a sí mismos en los marcos de la sociedad realmente existente. A menudo se olvida que fue justamente el racionalista Hobbes el primero de los filósofos modernos en destacar esa función política de la educación que, lógicamente, proponía extender a todos.

En la actualidad (no en Hobbes), es una noción profundamente conservadora, como corresponde a un tiempo en que el presente se ha hecho absoluto. No solo está ausente el pasado; el futuro apenas se concibe como una prolongación del presente. La educación ha sido expropiada de su función transformadora, tan fuerte en toda nuestra tradición pedagógica, abarcando a Latinoamérica.

También adolece del mecanicismo del universo intelectual del siglo XVII, que abandonamos en la Física, pero al parecer no en las Ciencias Sociales. El “ciudadano” a formar “debe cumplir funcionamientos”. El ser humano vivo, el ser social activo, desaparece: por un lado queda un autómata; por otro, una entelequia jurídica, un espectro desencarnado: el ciudadano. Evidentemente, el desdén por los “grandes relatos” y la ideología no se extiende a los “grandes relatos” e ideología burgueses en estado puro.

El educando no es considerado como sujeto, sino como objeto. La educación debiera “hacer de él” un “ser medianamente completo”. Insólita modestia en las aspiraciones. ¿No se lo puede “hacer” completo por falta de tiempo, de ganas, o porque resulta ser un barro duro de modelar? ¿O porque se carece de un paradigma de ser integralmente humano?

Hay que agradecer a Fernández que nos ahorre el acostumbrado discurso sobre la educación activa, la participación y otras bellezas, que ya no tienen mucho contacto con la realidad. Sin embargo, eso que hoy forma parte de un protocolo vacío, orientó la teoría y la praxis, concretas y reales, de los educadores de este país por décadas. Bastaría revisar un poco los materiales de la Asamblea de Profesores (Art. 40), la frustrada reforma de Secundaria de 1963, emanada de esa “corporación”, como es de estilo decir ahora; las experiencias pedagógicas de Jesualdo, Julio Castro, Miguel Soler y tantos otros. Más atrás todavía, recuperemos los conceptos que preconizara Figari, especialmente en Educación integral (1919), releamos (o leamos) Ariel (1900). Sería bueno para practicar lo que Rodó llama “optimismo paradójico”. También para restaurar, en educación, los conceptos de interés y vocación; el elemento afectivo y la capacidad de comunicación, que hacen a la calidad de la relación pedagógica, aunque no sean mensurables por indicadores de gestión.

El olvido o la memoria fragmentada inhiben la elaboración teórica, la capacidad generalizadora, así como la perspectiva de futuro. Como bien dice Mariátegui, “La capacidad de comprender el pasado es solidaria de la capacidad de sentir el presente y de inquietarse por el porvenir”. [Pasadismo y futurismo (1924)]. Asimismo, es la renuncia a construir una identidad propia como sociedad y como individuos. Por lo tanto, nos condena a correr tras la imitación indiscriminada de modelos ajenos, a someternos a proyectos y a criterios de evaluación externos, a creer en soluciones milagrosas a partir de lo que Figari llamó “la ilusoria suficiencia de la técnica”, el hábito de “adorar el recurso en sí”. La referencia obvia son las XO, pero no solamente ellas.

Pregunto y me pregunto: ¿por qué restringir el orden de la verdad y el conocimiento a los estudios universitarios? Todo educando, desde el niño de 3 años que ingresa al preescolar y aún antes, tiene derecho a la verdad y al conocimiento. Y está en condiciones de recibirlos y deslumbrarse con ellos. Recuerdo a mi hijo de 4 años, fascinado con la serie Cosmos, explicando a una aterrorizada vecina cómo, en millones de años, el sol se iba a transformar en una gigante roja, etcétera, o preguntando qué era el deuterio.

Si no proporcionamos “enseñanza” desde la escuela y el liceo, ¿qué universitarios nos esperan? Hace bien Fernández en plantearse si queremos una Universidad pragmática, una fábrica de técnicos para el mercado. Posiblemente solo tengamos, además, técnicos muy mediocres; difícilmente, científicos.

Por cierto que los profesores y maestros “viven en medio de esa misma cultura”. Pero eso no es nuevo: ¿acaso en algún tiempo vivieron en redomas de cristal? Y tampoco sería recomendable que estuvieran de espaldas a la realidad. Siempre ha habido alguna “cultura instalada”. El problema es cómo se sitúa cada uno, como individuo o como colectivo, frente a la ideología dominante, para lo cual, primero hay que reconocerla, y no precisamente para usarla como coartada. El diagnóstico -que Fernández hace con pasión- debe estimular  la búsqueda del tratamiento. Solamente con diagnóstico se muere el paciente. Pero el remedio no puede ser más de lo mismo que lo enfermó, como la reciente panacea de las Metas 2021.

Claro está que no educa y enseña exclusivamente el sistema formal. Hay que encarar el problema de los medios de comunicación, generar ámbitos de extensión y creación culturales, pensar criterios de selección de sus ofertas, que no siempre son los mejores. “Selección” tampoco es una palabrita que tenga buena prensa. En materia cultural, parece ser que todo tiene igual valor.

Me gusta que Fernández rescate el término “enseñar” que, con “aprender”, está casi proscrito del discurso pedagógico. De hecho, Marx limitaba el contenido de la educación formal al conocimiento riguroso y se oponía a introducir en la escuela asignaturas que “admitan una interpretación de partido o de clase”, asimilando, irónicamente, la economía política a la religión. La educación en el sentido formativo y axiológico, no correspondería a la institución escolar, sino al contacto con los adultos, a la experiencia social de la vida diaria. (Intervención en la AIT, 1869).

Por otro lado, no subestimemos la capacidad y los intereses de los niños y adolescentes. Ahora, y no hace décadas, he visto a algunas quinceañeras, alumnas de un liceo periférico, de lo que se ha dado en llamar “contexto crítico”, leyendo con devoción a Idea Vilariño. Por eso, quiero concluir con la frase memorable de un liceal de 14 años, que descubrió “Moritat” por Louis Armstrong, para llegar hasta la Ópera de dos centavos: “¡Cuánto se pierden los ignorantes!”.

Marisa Bategazzore

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Estimada Marisa:

He leído sus palabras con agradecimiento, por haber prestado usted atención a las mías. Sin ningún ánimo de confrontación, sino de intercambio, es que me permito enviarle estas otras, que solamente pretenden aclarar algunas expresiones mías que usted tan amablemente comenta.

Cuando me refiero a la diferencia entre educación y enseñanza, hago alusión a una diferencia que viene desde los griegos, en algo que reivindica -y con lo que acuerdo- el profesor Behares (grado 5 de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación). Lo pongo en ese plano, porque justamente estoy azorado respecto a que nuestras autoridades -y la población en general- desprecian la enseñanza (el orden de la verdad) y, por lo general, reflexionan sin mucho tino en cuanto a cómo tiene que darse la educación. Mi pobre definición de esta proviene de las intenciones de Rousseau en Emile, claro que simplificada, dado que no era el área de las definiciones en las que quería entrar.

Pasando a otro párrafo, es más que obvio que tampoco antes los docentes estaban fuera de la cultura. El énfasis que yo hago tiene que ver con que los docentes no son (no somos) ni paladines de la justicia que podrán batallar denodadamente buscando esos “resultados” de los que habla el gobierno, ni enteramente responsables de ese “producto” que emerge de las instituciones escolares, porque adolecemos la misma cultura que los demás y no somos los únicos que educamos, aunque tal vez seamos los únicos que lo hagamos formalmente, pero con un éxito sensiblemente reducido. Obviamente que uno puede pararse de distintas formas ante la cultura en la que estamos insertos, ¿pero cree usted que todos los docentes se paran ante ella de la misma manera, que alguna vez lo hicieron o que podrán hacerlo?

Sí renegaré de que se me tilde de conformista, pues si así fuera no hubiese redactado ese artículo, ni estaría intentando hacer una tesis de maestría que me quema las pestañas. Escéptico sí, aunque sea una postura que no guste. Pero no escéptico por descreer de la verdad o las verdades (sea cual sea el plano en el cual usted lo quiera poner), sino por los tiempos que me (o nos) ha tocado vivir, ya que mi escepticismo no es una postura en cuanto a teoría del conocimiento sino al rumbo de la enseñanza y de la educación. Tal vez sea porque nací o crecí en dictadura, ¡vaya uno a saber!, pero es desde el escepticismo que lucho porque las cosas, en mis ámbitos de trabajo (uno de ellos Secundaria) se hagan de la mejor manera posible.

Agradezco también que mis palabras hayan desatado sus reflexiones y le mando un cálido saludo.

Marcelo

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Estimado Marcelo:

Sinceramente, agradezco su comunicación y me complace el intercambio, que me aclara algunos puntos. Como no nos conocemos, aclaro que difícilmente mi estilo pueda ser calificado como “amable”; así que el adjetivo corre por cuenta de su gentileza.

Si mandé las opiniones suscitadas por su artículo en cierta forma fue porque lo tomé en cuenta, me interesó y porque sentí el fondo de preocupación real que había en él: es decir, que no eran reflexiones formales ni trilladas.

No me molesta la polémica, por el contrario. Creo que debe ser revalorizada en este mundo donde todo debate está restringido y la manifestación de la discrepancia, condenada. Al fin y al cabo muchos grandes desarrollos teóricos surgieron de la polémica (nada delicada, por lo demás). También he discutido la noción implantada de “tolerancia” (en lo que me encontré coincidiendo con Horkheimer, para mi alivio).

El pobre Figari, luego de publicar Arte, estética, ideal, se quejaba de que nadie lo comentara, y pedía que lo criticaran, lo negaran, pero que ¡dijeran algo! El ninguneo, dice Chomsky, es la sanción al que se sitúa fuera de los presupuestos instalados por el sistema. Así es de rigor decir que la educación es mala, culpar a los docentes, atacar la autonomía, etcétera. Dentro de esas premisas se puede decir lo que sea; si se pretende plantear otras, se lo deja afuera del ruedo. No se le ocurra a uno criticar a Primaria (todos los tiros van contra Secundaria, cuando la capacidad de leer, escribir, comprender lo que se lee, etcétera, debería ser responsabilidad de la escuela); tampoco es de recibo analizar el proceso histórico que condujo al proclamado desastre actual; tampoco se pueden discutir las escuelas de tiempo completo, ni las XO, la descentralización, analizar el concepto de “calidad”, discutir la evaluación externa, etcétera.

Asimismo están impuestas las palabras “correctas”, por ende los conceptos con que nos manejamos para interpretar la realidad: corporación, cultura (en un sentido antropológico y más: cultura de gobierno, por ejemplo, algo que me mata), gente, insumo, ciudadanía, y sucesivamente.

Decía mi amigo Hobbes que el conocimiento dependía del método y de nombrar las cosas con las palabras adecuadas, ya que, según él, pensamos con palabras. No es igual, en español, decir “pueblo” que “gente”. Entiendo la diferenciación educación-enseñanza; solo que no creo que pueda existir una sin la otra. Lo que pretendía rebatir era la idea de que la “enseñanza” se radicara en el nivel educativo superior. Y plantear las implicancias filosóficas de la definición de educación adoptada. En este aspecto, algo me aclara su respuesta.

Por supuesto que se menosprecia la “enseñanza” como se menosprecia la cultura (en sentido estricto). Todo tiene igual valor, no hay criterios de selección. Discriminar solo se entiende en su sentido negativo: está prohibido por ley (de educación). Claro que, si no discrimino, consumo cualquier cosa. Junto con todo eso, hay un menosprecio de la capacidad de los jóvenes para adquirir conocimientos, para interesarse. Obviamente, no les interesa el plato que se les sirve: no ven qué relación puede tener con sus vidas, ni con la realidad (de la que perciben una ínfima parte). Muchas veces tampoco yo la veo: la enseñanza es totalmente libresca (o computadoresca), formalista, fragmentada, incompleta.

Cuando digo que me sitúo en el punto de vista del alumno no es metáfora: trabajo en una ONG dando apoyo pedagógico a liceales de un barrio periférico, y a veces me da pena lo que tengo que ayudarles a aprender (o prender con alfileres).

Lo que dice de haberse formado bajo la dictadura es bien cierto. Cuando volví al país en el 85 y me reintegraron a Secundaria quedé atónita. Todo diálogo había desaparecido de las clases; a los alumnos les “dictaban” apuntes. También en la universidad. En ambos lados me pasó que algunos alumnos vinieran a pedirme que hablara más despacio (que “dictara”) y que impidiera las intervenciones de sus compañeros, para no interrumpir sus empeñosas anotaciones de cada palabra ex cátedra. Tuve la suerte de no haberme adaptado al régimen.

Lamentablemente, no hubo una revisión real ni una recuperación de nuestra propia tradición pedagógica, o sea, de elementos para construir con identidad propia.

Con el gobierno del Frente Amplio veo con asombro reafirmarse el verticalismo autoritario en este terreno, como admite eufemísticamente Erhlich, en los bordes de las autonomías. El menosprecio se extiende a todos nosotros, “la gente”, a la que hay que decirle qué hacer y cómo pensar. Hace unos años escribí algo sobre (contra) las “clases magistrales” de historia reciente por TV.

No lo tildé de conformista en lo personal, porque el tono del artículo no lo es en absoluto: solo dije que determinadas posturas y conceptos llevan al conformismo y la resignación. La Thatcher pasó de moda, pero heredamos el TINA.

Creo que reaccioné al escepticismo que denotaba todo el artículo y que se confiesa en esta respuesta. Por eso aludí al “optimismo paradójico” de Rodó, en palabras bastante menos pulidas que las suyas: esto es una porquería, pero se puede cambiar mediante el esfuerzo. Y por eso reafirmo la función transformadora de la educación-enseñanza y no la meramente reproductora.

Pienso que en educación, en el plano general, orgánico, habría que barajar y dar de nuevo; pero para eso se requeriría otro proyecto social y político, aunque fuera como aspiración. Entre tanto, como decía Jesualdo, hay que encontrar los intersticios por donde ir cambiando cosas. Aunque sea limitada y modestamente, para nuestros alumnos, en nuestro lugar de trabajo, mover la discusión con los colegas, aprovechar los espacios existentes, como las ATD, y quizás crear otros. Tampoco creo que sea sencillo.

Comparto que actualmente los docentes se encuentran (más) acríticamente inmersos en la in-cultura de masas: se rasgan las vestiduras pero saben todo lo que sucede en Gran Hermano, Tinelli, y los programas de chismes faranduleros; el otro día, una estudiante del IPA me preguntó, como la cosa más natural, qué era la capilla Sixtina. Procede del plan Rama y las famosas áreas, así que nunca tuvo ocasión de estudiar el Renacimiento.

El problema viene de lejos; es lógico que se extienda de generación en generación. No quiero decir que “antes” no hubiera docentes con las mismas características o peores; ni que ahora todos sean así. Podría poner ejemplos completamente distintos. Quizás sean tendencias predominantes; quizás una percepción de las cosas. Una diferencia que anoto es que “antes” uno estudiaba profesorado o magisterio con el objetivo de trabajar enseñando; hoy (como en todas las profesiones), el título de grado es apenas un primer escalón en la interminable escolarización permanente. De modo que, en los hechos, desvalorizamos el ejercicio de la docencia directa; el trabajo concreto con alumnos concretos. Quizás también tenga algo que ver.

De nuevo, gracias por la respuesta. Fue interesante. Perdón por la largura.

Cordialmente,

Marisa

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