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VADENUEVO DE COLECCIÓN: DEL NÚM. 27 (DICIEMBRE DE 2010). SOBRE LA EDUCACIÓN, EDUCADORES Y EDUCANDOS

 Publicado: 01/06/2022

Por más que retoquen a la vedette…


Por Marcelo Fernández Pavlovich


Al parecer, la educación se ha transformado en una especie de vedette, de la que todo el mundo habla, a la que todos miran y en la que muchos depositan deseos. Este posicionamiento, que para algunos podría ser positivo en función de la importancia que la educación estaría adquiriendo, provoca, entre otras cosas, que todos analicen su celulitis, su piel gastada y su torpe forma de caminar (aunque en muchos casos, sin saber de celulitis, ni de piel, ni de cómo caminar).

A fuerza de ser sinceros, yo tampoco sé mucho de estas cosas, pero en cierto sentido estoy enquistado dentro de esta vedette y eso me hace hablar desde otro lugar.

Quiero aclarar que este artículo será en buena medida retórico, ya que lo que manejaré son uno o dos argumentos, a los cuales intentaré darles fuerza y claridad mediante ciertas ejemplificaciones desde la empirie. Antes de eso, veo necesaria una precisión terminológica. Por lo general, en el uso coloquial -y no tanto- suelen confundirse los términos “enseñanza” y “educación”, como si fueran la misma cosa. Pero no lo son. Sin entrar en mucho detalle, podemos decir que la primera es del orden de la verdad y del conocimiento, y en ese sentido tal vez lo que más se aproxime a ello, en términos ideales, sean las instituciones universitarias, ya no como productoras de profesionales, sino como conservadoras y productoras de conocimiento. La educación, en cambio, refiere más bien a la función de hacer de alguien un ser medianamente completo, un ciudadano que pueda cumplir funcionamientos en la sociedad (para lo cual se requiere algún tipo de conocimiento, adaptabilidad, utilidad o beneficio, inclusive). Otro de los detalles a mencionar es que las expectativas mencionadas están depositadas en la educación formal, como si fuese un fenómeno que solamente se desarrolla en las instituciones dedicadas a ello con exclusividad.

Mi tesis, que proviene de lo racional pero también de lo sentimental (tiene que ver con mi percepción, casi mi sensación térmica del asunto), es la de declararme escéptico respecto a la educación, por lo menos en el corto y mediano plazo.

Primer argumento. Hay una cultura instalada que desprecia el conocimiento, ha dejado de ser un valor en sí mismo y solo concita interés cuando va de la mano de la utilidad inmediata, de un beneficio tangible y seguro. Esto se relaciona con la inmediatez: los niños nacen y crecen en su primera infancia rodeados permanentemente de estímulos audiovisuales que multiplican sus ansiedades del ahora y del ya. Pero el conocimiento -incluido el conocimiento del respeto por el otro- es algo lento y arduo de adquirir. Se necesita paciencia, esfuerzo e incluso frustración para lograr hacerse de parte de él.

En este sentido, los modelos de éxito que la sociedad ofrece se ubican en las orillas de enfrente: lenguaje restringido, ausencia de la intimidad, la toma del otro como medio y no como un fin en sí mismo… Buena parte de nuestra población áulica (supongo que en otros sectores también, pero allí es donde lo noto directamente, sin discriminación etaria) ya no lee. Tal vez pasen la vista por encima de una mayor cantidad de palabras que antes, gracias a los mails, chats, redes sociales y demás, donde por lo general prima la exhibición del monólogo y la total ausencia de un diálogo real. Pero, amén de ello, muchas de estas personas ni siquiera leen titulares de diarios o la revista Condorito. De hecho, en muchos casos rechazan la posibilidad de ver películas subtituladas para no tener que leer.

¿Pero qué tiene que ver esto con la educación? Ciertamente, el argumento posee algunos supuestos, como el que sostiene que para lograr cierta sensibilidad que me permita reconocer a los otros como dignatarios del respeto se necesita expandir los horizontes de los límites del ombligo. Y la mejor receta para esa expansión, por más que se me tache de simplista, se basa en lograr cierto nivel de abstracción, a lo cual se llega mediante una buena carga de lectura y/o también con práctica de las matemáticas. Y, de paso, ese ensanche de horizontes servirá también para muchas otras cosas.

A modo de ilustración de los modelos que nos ofrece la sociedad, un solo ejemplo que proviene de la importancia que el Estado le da a ciertas cosas: el otro día me enteré por el Secretario General de la Intendencia de Montevideo que un basurero (disculpen, me niego a aceptar que “recolector de basura” sea mejor que “basurero”; lo mismo me sucede con la relación entre “trabajadora sexual” y “prostituta”) entra al Palacio Municipal ganando algo más de 19 mil pesos en la mano. Como profesor, con una carga horaria de 15 horas semanales en liceo nocturno, no llego a ganar 7 mil pesos líquidos (esto sin préstamos ni ningún descuento raro) y se supone que gano un poco más por pertenecer al segundo grado del escalafón.[1]

Segundo argumento. Cuatro u ocho horas no pueden más que todo el resto. Como mencionaba anteriormente, la educación no solo se da por los canales formales. Educa la familia, el grupo de pares y los medios de comunicación, entre otros. Es más, me animaría a decir que, hoy por hoy, los medios masivos de comunicación son los que tienen más penetración educativa en los educandos. Si usted en cuatro horas o un poco más (lo de las ocho horas es en casos excepcionales exclusivamente) logra tener cierto éxito, puede que en las otras -más de diez, por regla general- se le boicotee de forma importante lo realizado. Si a la familia no le importa o no tiene tiempo de que le importe, si la televisión promueve culos y reggaetón, si los referentes del grupo de pares solo quieren vino y cumbia (el ejemplo dista de ser extremo), difícil que algún profesor pueda lograr mucho más que un encantamiento pasajero. La expresión “algún profesor” no es gratuita. Los profesores no han nacido en zapallos ni se han criado en el País de las Maravillas. Viven en medio de esa misma cultura a la que nos referimos en el primer argumento, y están atravesados por las mismas miserias que el resto de los habitantes de este país. Algunos, cual sacerdocio social y cultural, siguen levantando determinadas banderas de la Ilustración[2] y todavía conservan algunos fines varelianos y castrenses (de Julio Castro, no de Fidel y mucho menos de las fuerzas armadas). Claro, por lo general, cargan con estar fuera de época, intentando que sus alumnos lean cosas que no les interesan (porque, además, estos profesores cumplen con los programas, tal vez a lo sumo con alguna chicana que les permita acercarse un poco a los deseos del alumnado y a los propios) y realizan el llenado de cada rincón de la libreta, aunque bien sabe que a nadie le importa eso y que nadie va a registrar tal trabajo como un mérito.

Esto no es una defensa “chacrista” del profesorado que, como mencioné, adolece de dificultades similares al resto de la población. Este es un planteo que intenta mostrar una visión que puede ser tildada de pesimista, pero que no ve una salida real, al menos como están planteadas las cosas. Un cambio cultural profundo necesitaría señales profundas, al menos de aquellos que están en el poder (y no me refiero solamente al gobierno, también a quienes detentan el poder económico y demás[3]). Señales profundas que deben estar presentes en todos los agentes educativos, por supuesto que en el ala formal, pero también en todo lo que tenga que ver con gestión cultural y, más que nada y cada vez más, en los medios masivos de comunicación.[4]

Para cerrar, me gustaría tomar un ejemplo que hoy por hoy está en los diarios: la conflictividad sindical.[5] No analizaré causas ni me pondré a defender o atacar a los sindicatos que están llevando adelante sus paros y sus huelgas. Simplemente, mencionaré cuáles son los conflictos que han puesto en vilo al gobierno: la salud (¡oh!, semidioses olímpicos que deben intentar la cura de los ciudadanos), la basura (nos molesta ver el Centro u otros barrios mugrientos; hay otra basura que, como no la vemos, no molesta tanto), el comercio exterior (no podemos bajar el porcentaje de exportaciones) y los bancos (creo que ni da para hacer comentario alguno). Sin embargo, si no fuera porque los judiciales ocuparon la Suprema Corte de Justicia, difícilmente les habrían prestado atención y los que lo hicieron fueron solamente los parlamentarios. Los profesores de Montevideo pararon este año como hacía doce años no lo hacían; ¿a alguien le importó?[6]

Sería interesante pensar cuál es la sociedad en la que queremos vivir. ¿Es la que promueve la propaganda del “último joven sin celular” de Ancel? ¿Queremos una Universidad pragmática, que se dedique solamente a producir los profesionales que el mercado necesita (parece que ahora necesitamos anestesistas, porque como son pocos nos salen muy caros)? ¿Queremos ser homo sapiens u homo consumator? En una de esas, queremos tener gente que pueda trabajar ocho horas sin molestar mucho, que no se transformen en una amenaza para nuestra propiedad, y que puedan luego irse a la cama a mirar culos y reggaetón (si es que no lo pueden vivir directamente).

Al fin y al cabo, si vamos a mirar tanto la celulitis y el caminar de la vedette, deberíamos también tener claro cómo queremos que camine y qué figura debería tener. Y en caso de saberlo ya, comunicarlo a todos los que les corresponda, o sea todos… Pero además, deberíamos saber que con todos los retoques que le hagamos a la vedette, no alcanza, ni alcanzará, para cambiar un problema social de fondo y que no solo involucra a nuestra sociedad, sino que va bastante más allá de fronteras y charcos de agua.

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