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VADENUEVO DE COLECCIÓN: DEL NÚM. 48 (SETIEMBRE DE 2012). UNIVERSALIDAD EN EL ACCESO A LOS BIENES CULTURALES

 Publicado: 06/07/2022

De la descentralización cultural a la ciudadanía cultural


Por Luis Pereira


En 1966, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. Es el momento de la entrada en escena de los llamados derechos de segunda generación y, entre ellos, el de los ciudadanos y ciudadanas a “participar de la vida cultural”.[1]

Se podría decir que la expresión derechos culturales, o el afirmar la pertinencia de políticas culturales en clave de derechos, inicia su recorrido en 1966. Transcurridos 46 años de aquel año, que además fue el del Mundial de Wembley, ¿qué pasa con los derechos culturales? ¿Pensamos desde ahí las políticas culturales del siglo XXI o seguimos adheridos a una visión anterior, más afecta a pensar la cultura como el adorno, la fiesta, el aderezo, lo prestigioso, u otras variables similares?

Frecuentemente asistimos a balances o diagnósticos de gestión que no pasan de ser un catálogo de servicios existentes, o un recuento de eventos y públicos asistentes o, en el mejor de los casos, de nuevos equipamientos culturales inaugurados.

La pertinencia de las políticas culturales, el lugar de las políticas culturales, resulta un asunto de cierta opacidad a la hora de formular antecedentes, justificaciones, objetivos, para cualquiera de nosotros enfrentados a la tarea de planificar presupuestos para la cultura. Siguiendo a Eduard Miralles: “el concepto de derecho cultural es todavía precario”.

Aquí, forzosamente, corresponde traer a colación la reflexión que en el marco del primer encuentro de teatros públicos, en 2008, efectuara Gonzalo Carámbula:[2] después de veinte años de trabajo, los y las activistas a favor del medio ambiente o por equidad de género -por ejemplo- han logrado que sus demandas integren la plataforma de todos los partidos políticos, y sean parte del compromiso de campaña de cualquier candidato. La cultura, sin embargo, sigue siendo la gran ausente, salvo para adornar fiestas o conmemoraciones.

Es evidente que hay una responsabilidad que nos corresponde a actores culturales, gestores, artistas, docentes, investigadores de las artes, las tradiciones, el patrimonio o el pensamiento.

La mencionada opacidad en cuanto a definir el lugar de las políticas culturales genera una permanente oscilación, en la que somos llevados a ser funcionales, a justificar nuestra existencia pegándonos, hoy a la necesidad de mayor inclusión social, mañana a la calidad de la convivencia democrática, pasado a la identidad nacional o a la soberanía cultural, el día siguiente a la generación de empleo, el otro, a la ampliación de la oferta turística o de las opciones para el esparcimiento.

Efectivamente, una política cultural en clave de construcción de derechos culturales no es contradictoria con que se contribuya a la vez a una mayor equidad social, mejor ciudadanía, más identidad local, más empleo sustentable o más diversa oferta turística. Pensar las políticas culturales desde una perspectiva de derechos resulta lo más pertinente y expresa, a la vez, de manera acertada, la complejidad de eso que denominamos “políticas culturales”. Entre otras cosas porque reúne sus diferentes dimensiones, pero asegura que unas no primen sobre las demás.

Dicho de otro modo: pensar la cultura solo en clave de construcción de equidad social conllevaría el riesgo de renunciar a construir calidad, circuitos de exhibición, de atractivo, potencialidades para el empleo o la economía de la cultura. Lo que implica renunciar a construir fortalezas propias: alguien se encargará de construirlas por nosotros. Y a la inversa, colocar nuestra mirada exclusivamente en la cultura al servicio del empleo o el esparcimiento o el turismo excluiría del disfrute y la expresión cultural a nuestros conciudadanos de los barrios periféricos.

En palabras de Eduard Miralles: “toda política sectorial con voluntad universal se establece a partir de una determinada concepción de ‘normalidad’ que contribuye a institucionalizarla. Tomando como ejemplo los sectores básicos de las políticas de bienestar, existen políticas educativas y políticas sanitarias en la medida en que las nociones de educación y de salud se convierten en universales, objetivas y parametrizables, hasta el punto que se establece un consenso internacional (…) respecto a los niveles mínimos deseables para el máximo de la población. Así pues, los derechos de las personas se transforman en deberes de las instituciones y, por consiguiente, una política plantea estrategias y formula servicios para la consecución de esta cuota mínima para un máximo de ciudadanos”.[3]

Tres aseveraciones

Primera afirmación: pensar políticas culturales en clave de derechos, obliga a pensar en términos de universalidad. Esto es pensar el acceso a los bienes y servicios culturales para todos y todas los ciudadanos y ciudadanas de manera independiente con respecto a sus lugares de residencia o niveles de ingresos.

Siendo la salud y la educación derechos básicos, a nadie se le ocurre a esta altura trazar una política de salud sin pensar en los recursos necesarios para ello: médicos, enfermeras, técnicos, distribuidos en el territorio, y los equipamientos, hospitales, centros de atención primaria y especializados, necesarios para ello.

De idéntica manera, pensamos la educación como un derecho de los ciudadanos, y ello implica el acceso y la proximidad a la escuela pública, al liceo público, a la universidad pública, y naturalmente los recursos técnicos: docentes de física, literatura o matemáticas al alcance de los sujetos de derecho.

Esa clase de reflexión es la que nos continúa faltando a la hora de pensar políticas culturales. Pensar en términos de servicios culturales básicos universales, para decirlo con palabras de Eduard Miralles. Subsiste entre nosotros una suerte de reflejo condicionado que nos lleva a pensar en clave de elites, para los ya alfabetizados, para los ya consumidores de cierta cultura que identificamos como la cultura, y suponemos que con construir un teatro o un museo o una biblioteca en el centro, mantenerla equipada y abierta, conservar alguna clase de acervo, realizar conferencias con cierta asiduidad, con eso basta para tener una política cultural. Y claro, si esa es toda nuestra argumentación, es claro que seremos carne de recorte en la primera oportunidad en que sea necesario echar mano al recorte presupuestal.

Segunda afirmación: la dificultad, la opacidad a la hora de definir el lugar de las políticas culturales en la agenda pública, junto a la inestabilidad de las mismas, obliga a pensar en estrategias que resuelvan tanto una como la otra cuestión.

¿Y que entendemos por inestabilidad? “Lo primero que se recorta es la cultura” es una frase por todos conocida, demasiado presente en nuestras conversaciones. La frase, la afirmación, señala una realidad: en tiempos de ajustes, de recortes presupuestales, suele ser la cultura el sitio preferido para disminuir gastos.

Las políticas culturales necesitan estabilidad, entre otras cosas para no continuar siendo el objeto preferido de todo recorte presupuestal. Todos conocemos acá la expresión “ABC”, que refiere a las responsabilidades básicas de los gobiernos locales: alumbrado, barrido, calles. Nadie discute, por más crisis que haya, que en esa expresión se resumen los cometidos básicos de un gobierno local. Pues bien, si estamos hablando de cultura como parte de los derechos ciudadanos, de la obligatoriedad de pensar las políticas culturales en clave de servicio universal, es obligatorio que pensemos cuáles son los ABC de la cultura. Pongamos por caso, en un escenario de crisis, ¿cuáles son los servicios básicos que en el terreno de la cultura los gobiernos locales debemos garantizar? ¿Por qué esos y no otros? ¿Qué papel juegan en definitiva en la construcción del tejido social que los hace irrenunciables?

Necesitamos corregir la “falta de consenso sobre la cuota mínima de servicios para el máximo de ciudadanos”.[4] Si la cultura es un derecho que garantizamos creando condiciones para el acceso universal y sus bienes y servicios, debemos definir una canasta básica cultural. Y una canasta en doble dirección: desde el ciudadano, que se pregunte qué clase de prácticas culturales son las que podemos entender como mínimas para garantizar el ejercicio de los derechos culturales, y desde los territorios, que se pregunte qué clase de equipamientos tienen que estar cerca de los ciudadanos y cuánto de cerca en sus barrios y comarcas.

¿Alcanza, en una ciudad como Maldonado, de 80.000 habitantes, con tener una biblioteca instalada en el centro de la ciudad? ¿Alcanza con un teatro de 150 butacas? Si en realidad vivo en una conurbación conformada por tres ciudades: Maldonado, Punta del Este y San Carlos, con 45 minutos de ómnibus entre los puntos más distantes, ¿debo construir un auditorio por barrio o alcanza con tener un teatro con 550 butacas en Punta del Este? Tengo siete bibliotecas, una en cada municipio del departamento y ningún bibliotecólogo en el momento: ¿alcanza con que contrate uno y le encargue la tarea de supervisar a los siete, o es menester que incorpore uno a cada biblioteca?

Tercera afirmación: Evaluar la efectividad de mis políticas culturales en clave de construcción de derechos culturales supone la existencia de indicadores precisos que vinculen población, territorio, equipamientos y servicios existentes. Se trata, sin ir más lejos, de hacer en la cultura lo que es habitual en políticas de salud o de educación.

En políticas culturales, como en cualquier otra política, tendremos las respuestas correctas si formulamos las preguntas adecuadas. No se trata solo de saber cuántos asistentes tengo en mis eventos o salas, o cuántas actividades realizamos, sino de desagregar la información de nuestros públicos por lugar de residencia, niveles de ingreso, educativos, etcétera. No basta con saber cuántas actividades o proyectos ejecutamos, sino dónde, para quiénes y con quiénes los hicimos efectivos: con qué presupuestos, con qué programas, en qué territorios y para qué personas, o más simplemente, cuánto, dónde y para quiénes.

Nuevas centralidades

En palabras de Oscar de los Santos:[5]las centralidades hasta ahora existentes no resuelven el acceso democrático de la ciudadanía a los bienes y servicios culturales”.[6] La afirmación es contundente, compartible, y pone en tela de juicio -entre otras cosas-, la frecuente contradicción entre las acciones orientadas a la construcción de centralidades, de marca ciudad en los centros, y la política de descentralización.

Trato de explicarme: estos dos extremos, que deberían ser componentes de una misma política, muchas veces se perciben como contrarios por los actores culturales o por los responsables de la política cultural. En aras de priorizar la llegada de las políticas culturales a los barrios, podemos llegar a pensar que hay que vaciar los centros culturales de referencia de la ciudad; o bien, justificándolo por la urgencia, podemos exonerar la programación destinada a los barrios de la exigencia de calidad en sus contenidos, que, por el contrario, debería ser una marca en el orillo de toda nuestra programación, más allá de dónde se exhiba, se muestre o se distribuya.

A la vez corresponde alejar las políticas hacia el territorio de una suerte de igualación democratista: en el arte y en la cultura existen las trayectorias, lo canónico, las referencias y maestrías. Más allá de la diversidad cultural que debemos cuidar y desarrollar, no tener en cuenta esos factores puede conducir a un arte para elites en el centro y otro para pobres en los barrios, una manera de prolongar la guetización de la cultura montando una programación de pobres para pobres y alentando por esa vía nuevas formas de exclusión social.

Una política cultural para la construcción de la diversidad democrática debe desterrar la idea de que la cultura es algo que se derrama del centro a la periferia, y las periferias no pueden ser meras visitantes del acontecimiento cultural. Es preciso avanzar más en este terreno, incorporando el derecho de las comunidades barriales y periféricas a participar en el diseño de sus propios productos culturales.

Por otro lado: hasta aquí hemos llegado ejecutando planes de circulación, en base a las infraestructuras previamente existentes. Elencos teatrales o cuerpos de baile en gimnasios, parroquias o plazas públicas. Grupos de títeres en espectáculos al aire libre, bandas actuando en la costanera o en el parque. Nada de eso ha estado mal. Pero debemos dar un salto en calidad, sin renunciar al espacio público o al escenario no convencional, en consonancia, además, con los reclamos e iniciativas que vienen desde otras esferas del debate público.[7] La construcción de equipamientos culturales en los barrios de nuestras ciudades es una solución necesaria y, en paralelo, el plan de gestión para cada uno de ellos: centros culturales de proximidad que dialoguen con el vecindario, que incorporen a las comisiones barriales de vecinos, asociaciones vecinales, en la toma de decisiones en cuanto a la programación de esos centros.

Cada etapa de la política, cada desafío, requiere también, como podría decir Idea Vilariño (pienso en aquel poema que reza “Inútil decir más. / Nombrar alcanza.”), nuevas formas de denominar las cosas. Hasta ahora hemos echado mano al concepto de descentralización para hablar de iniciativas de este carácter. Pero descentralizar también supone reconocer la existencia de un centro, y alude de alguna manera a la operación de derrame, del centro a la periferia, en la que cada una de esas partes del territorio mantiene su carácter de tal. El propio concepto de descentralización cultural resulta hoy inarmónico e impreciso respecto a nuestras objetivos.

Más que de descentralización cultural entendemos necesario hablar de ciudadanía cultural, poniendo el acento en el ciudadano y ciudadana, en el acceso universal a la cultura, en el derecho a participar en ella incluyendo, claro está, el derecho a expresarse culturalmente y a participar en el diseño de las políticas culturales. En términos adoptados al respecto por el Ministerio de Educación y Cultura de Uruguay, entendida “la ciudadanía cultural como la plena participación de individuos y comunidades en la creación, disfrute y distribución de los bienes y servicios culturales”.[8]

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