Manuela Mutti
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LENGUA, POÉTICA Y POLÍTICA
La forma y el estilo no se encuentran. Apuntes seminales sobre una política de la lengua
Por Santiago Cardozo
1.
¿Qué entiendo por “política de la lengua”, si acaso esta expresión tiene algún sentido que vale la pena comentar? ¿Cómo se define una política de la lengua o de las palabras? Si la lengua es un sistema de signos cuyo valor está determinado por la posición que cada signo ocupa en el sistema con relación a los otros signos (A no es A en sí misma, sino en función de la relación diferencial y opositiva que mantiene con B y C…, de suerte que no hay nada en A que dé cuenta de su identidad como signo, pero ese “algo” tampoco está en B o en C, sino en la relación misma, un locus siempre móvil, en perpetuo desplazamiento, que opera de la misma manera sobre B y C), presupone, como sistema de signos, un exterior que no está hecho de signos, a saber: la realidad, con la cual los signos se vinculan, pues el imaginario comunicativo funciona según este vínculo, definido como un envío de las palabras a las cosas. Así, una política de la lengua implica pensar la relación lengua/realidad, signos/referentes, asumiendo una heterogeneidad constitutiva entre los dos órdenes relacionados, pero, a la vez, la necesidad de la relación. Cada vez que usamos, por ejemplo, un sustantivo, de referencia concreta (“esta mesa de madera”) o abstracta (“no creo en la felicidad”), hemos asumido, sin posibilidad alguna de objeción, la división lengua/realidad, división de la cual viven la propia lengua como lengua y la propia realidad como realidad. Esta división, que Giorgio Agamben llama “estructura presupositiva” del lenguaje, supone pensar en la relación palabras/cosas como un nudo no desanudable, forma específica de la oposición hegeliana entre la inmediatez y la mediación, esto es, entre la experiencia sensible directa del mundo que contiene, siempre ya, la mediatez de los sentidos (de la percepción, de la afectación, de la dirección y de los significados) y el lenguaje que nos permite entender esta experiencia como directa, como si estuviera desprovista, en suma, de mediación. Entre la sustancia y el espíritu, entre el hueso y el sujeto, el nudo palabras/cosas edifica la estructura racional de lo que hemos convenido en llamar realidad, por fuera de la cual nos topamos con lo real lacaniano, un real irrepresentable, es decir, imposible de nombrar, pero que produce toda clase de efectos en la malla simbólica de las relaciones entre las palabras y entre estas y los objetos referidos.
2.
Si el mito originario que funda la lengua y el mundo es el de la separación y la relación necesarias entre aquellos, la política, en el sentido de Jacques Rancière, actúa sobre o se localiza en la barra que define la separación y la relación en cuestión, advirtiendo, ante todo, su carácter necesariamente imposible y, luego, el modo de ser equívoco de las palabras, lo que desarregla la pretendida transparencia referencial que, según demandamos, constituye la anatomía misma de la fantasía comunicativa, que no puede digerir adecuadamente el malentendido que sostiene la relación lengua/mundo, por lo cual tiene una fantasía comunicativa que procura estar a resguardo de los desperfectos que irrumpen por doquier en la puesta en funcionamiento de la lengua y en su propia configuración estructural.
3.
Esta es, para mí, siguiendo los pasos de Rancière, la política de la lengua: el desarreglo, el desacuerdo o el litigio generalizados que, como interdictos crónicos, ponen en jaque la más apacible denotación de las palabras, escenificando el drama de la imposibilidad de dar en el blanco, del decir siempre torcido, oblicuo, que dice de más o de menos o de más y de menos, esto es, que dice siempre otra cosa, cuya escucha no coincide con el lugar de su enunciación (la estratificación de la escucha nunca se superpone con la estratificación producida por la enunciación de un enunciado, puesto que en ambos actúan el deseo y el inconsciente de los sujetos hablantes). La política de la lengua está definida, entonces, por dos escuchas: una que podríamos llamar, a falta de mejor palabra, superficial, y otra que, sin ninguna originalidad, denomino subyacente, afectada irremediablemente, decía, por el deseo y el inconsciente. Así pues, la política de la lengua es también una política del deseo y del inconsciente en el modo en que la lengua se vuelve discurso por intermedio de la enunciación, jamás reductible a las diversas formas y contenidos del enunciado, que se nos aparece como el “producto” estabilizado (en una gramática, una semántica y una pragmática) del juego siempre abierto de los sentidos. Toda enunciación, finalmente, es una negación -en otro nivel- del enunciado.
4.
El signo lingüístico, según Saussure, se define por la asociación psíquica entre un significado y un significante. En este punto, el lingüista ginebrino es meridianamente claro respecto del hecho de que el significado no puede confundirse con la cosa del mundo, que es de un orden y un carácter enteramente distintos: así, si decimos “árbol”, la “cara” que le corresponde al significado del signo en cuestión no es la cosa ‘árbol’, ese “objeto” que podemos tocar y cortar, al que podemos treparnos o contra el que podemos chocar. El significado es, en este contexto, tan psíquico, diría Saussure, como el significante. Sin embargo, es preciso señalar que la cosa del mundo funciona, en la definición del signo, como un elemento que lo constituye a título de exclusión, rechazo, denegación. Esto es, la cosa del mundo (llamémosla, no por comodidad, referente) es necesaria para que haya signo, en la medida en que este vive de la relación imposible, pero necesaria, con aquella. Incluso más, es la lengua misma la que precisa del referente como “representante” de la realidad para aparecer como lengua, es decir, necesitamos que exista la separación-relación entre la lengua y la realidad para que podamos pensar tanto la una como la otra como pensamiento, finalmente, de su mutua y problemática, equívoca relación. He aquí, pues, el estatuto de imposible-necesario del referente, como lo señala Sandino Núñez.
5.
Llegados a este punto, es preciso señalar que el afuera del sistema lingüístico también es un “zona de silencio” que, en rigor, forma parte del interior del sistema, en la medida en que lo constituye desde adentro (podríamos pensar en la palabra “extimidad”, el neologismo lacaniano que nos permitiría dar cuenta de la intrincada relación entre el adentro y el afuera de las cosas, hecho que muestra, finalmente, que no hay ni adentro ni afuera sino como formas ilusorias de una organización imaginaria de la realidad o, en todo caso, como formas que se engendran mutuamente antes de la separación espacial que consagra la división entre el interior y el exterior, para este caso, de la lengua y de la realidad).
¿Qué es, pues, el silencio? ¿Cómo actúan sobre o constituyen el sentido de lo que decimos el deseo y el inconsciente? ¿En qué medida el silencio es fundante de la política?
La comunicación es una fantasía o una ilusión imaginarias que construyen la realidad, a fin de cubrir/conjurar eso imposible de decir contra lo que nos topamos todo el tiempo, con lo que nos vemos obligados a negociar. Imposible de decir con palabras, lo real no cesa de interferir en el funcionamiento del lenguaje y, a la vez, lo hace posible, lo estructura internamente como su condición de posibilidad y como efecto “residual” en términos de un déficit/superávit del decir. Agujeros, vacíos, fallas y faltas por todas partes: así está edificado el lenguaje, así es su arquitectura; con eso debe tratar el sujeto que habla (en todos los sentidos del tratamiento: como se trata una pared sin revoque, una obra artística en restauración, un tobillo esguinsado, una dolencia cervical o un sufrimiento espiritual; como se trata con alguien en el vínculo cotidiano; como se hace un trato de cualquier especie con el otro), porque sabemos, como lo entendían los griegos, que el lenguaje es logos pharmakón: medicina y veneno al mismo tiempo, o como lo entendía Lacan: un colimador que no funciona.
El funcionamiento por defecto del lenguaje implica la creencia en que las palabras nos envían a los objetos del mundo, cuya existencia se da por descontada. De este modo, la fantasía imaginaria presupone una distinción irreductible, a saber: por un lado, el lenguaje y, por otro, la realidad. ¿Pero cómo se relacionan? ¿Cuáles son y cómo se dan los diversos cortocircuitos inherentes a su articulación? ¿Podemos pensar las cosas destituyendo esta distinción, borrando, por el efecto de la causa que sea, la barra que los antagoniza? Una respuesta provisoria la ofrece Borges en “Funes el memorioso”: lo que este cuento nos propone pensar es el límite mismo de nuestro pensamiento.
Decir es, entonces, entrar/caer en la imposibilidad de decir, procurar aprehender con palabras los objetos que componen nuestra realidad, objetos en perpetuo desplazamiento (he aquí, contenida, la “fórmula” del deseo), a partir de una interminable tensión entre un decir deficitario y un decir excesivo, o entre un decir que gustaría del “al pan, pan, y al vino, vino” y un decir siempre torcido, que dice de más, de menos, y por medio del cual el hablante pide siempre ser entendido más allá de lo que dice. En este contexto, sabemos o creemos saber lo que decimos, pero nunca podemos saber qué ni cómo escucha el otro, como tampoco podemos saber, en rigor, qué estamos diciendo.
De forma concomitante, entre la palabra proferida y la realidad a capturar se levanta el muro de lo real, cuyas consecuencias producen todo tipo de equívocos, entre ellos, la ambigüedad, la polisemia, los lapsus, fenómenos que estropean la comunicación o que, si se quiere, la hacen posible, abriéndola o desplegándola en múltiples direcciones, haciendo posible, en definitiva, la interpretación, la crítica.
6.
Rubén Darío escribió un inolvidable verso dramático: “Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo”. En este verso, la gramática, podemos arriesgarnos, estalla en mil pedazos y, sin embargo, persiste como gramática, como nivel irreductible del decir. La pregunta que debemos hacernos al respecto es ¿qué significa, para nosotros, que la gramática estalle en mil pedazos y, sin embargo, persista como gramática, como ese nivel al que todos estamos sujetados, sin que este “sujetamiento” implique quedar subsumidos en las formas más intolerables de la dependencia, de la subordinación, de la ausencia de libertad?
Veamos el verso dariano: el “yo” anda buscando una forma, que se especifica o restringe con la oración subordinada adjetiva “que no encuentra mi estilo”. Y aquí aparece el problema: ¿cómo leer las funciones sintácticas dentro de la subordinada?, ¿cómo interpretar las relaciones entre los constituyentes sintácticos? En otras palabras, ¿cuál es el sujeto y cuál es el objeto directo del verbo “encontrar”? Según explica habitualmente la gramática, cuando tenemos dos sintagmas nominales como candidatos a interpretarse como sujeto, uno antes y otro después del verbo, el que recibe la lectura de sujeto, por defecto, suele ser el primero. Así, en “que no encuentra mi estilo”, el sujeto oracional sería el pronombre relativo “que” y, por lo tanto, el objeto directo sería “mi estilo”. Pero, de inmediato, advertimos que algo no anda bien en la explicación que ofrece la gramática; que dicha explicación no parece captar lo que está sucediendo en el verso y, a la vez, solo podemos darnos cuenta de lo que está, profundamente, en juego por la imposibilidad de la explicación gramatical satisfactoria.
En efecto, no podemos decidirnos por si el sujeto es el “que” o es “mi estilo”, puesto que cualquiera de los dos sintagmas podría oficiar como sujeto y, por ende, podría ser el elemento que no encuentra al otro, es decir, el que efectúa la búsqueda infructuosa. Sin embargo, debemos llevar las cosas más lejos y sostener que esta imposibilidad de decidirnos por una u otra interpretación abre la lectura no solo a la reversibilidad de la sintaxis (opción A: el sujeto es el “que”; opción B: el sujeto es “mi estilo”), sino también a una reversibilidad de otro orden, en la que ambos constituyentes son, a la vez, sujeto y objeto directo, contraviniendo las explicaciones más lineales de la gramática como aparato conceptual que toma como objeto las estructuras fonológicas, morfológicas y sintácticas de una lengua.
Este es, pues, el punto central de la cuestión, de la política de la lengua: la ambigüedad de la interpretación que impide que nos resolvamos en una u otra dirección, precisamente porque lo que está afectado es la direccionalidad misma de la interpretación que, por defecto, parece asignarnos la gramática como hablantes naturales de una lengua. Aquí, esta direccionalidad es doble y, en su ocurrencia doble, contradictoria, y se puede concebir como política de la lengua justamente por y en esta contradicción irresoluble que nos impide estabilizar el sentido del verso. En definitiva, la contradicción puesta de manifiesto funciona como una crítica a la sedimentación consensual de los significados del mundo, haciendo que los sintagmas “que” y “mi estilo” se dañen mutuamente como elementos de la gramática de la subordinada, lo que abre indefinidamente la interpretación a espacios de “indecidibilidad” radical.