Florencia Peluso

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HAY UN BOSQUE DONDE SANAR

 Publicado: 07/09/2022

“Nunca volverá a nevar”: algunas cosas son irreversibles


Por Andrés Vartabedian


Tan misteriosamente como llegó, se irá. Es Zhenia, y en sus manos posee el arte del masaje y la sanación. Parece haber nacido en Chernóbil siete años antes del desastre. Puede ser radioactivo, ¡¿o no?! Quién lo sabe. Tal vez de ello devengan sus “poderes curativos”.

El hombre anda solo, con una cama plegable, portátil, al hombro. Llegó desde Ucrania, y no está claro cómo obtuvo su estadía y permiso de trabajo en Polonia (país no muy afecto a los extranjeros, parece decir el filme). De acuerdo a la cámara, quizá haya surgido desde las profundidades del bosque; tal vez alguno limítrofe, tal vez no. En términos oníricos, resulta irrelevante. Recorre un barrio privado brindando sus servicios, ¿día tras día? Al menos, así parece. La frecuencia de los masajes en cada caso no queda muy clara. Pueden ser diarios, o quizá semanales. La confianza con sus clientes y las “bromas” que le propina el portero “vigía” del barrio no condecirían con otra frecuencia.

De todos modos, Zhenia (Alec Utgoff: lírico, plantado, convincente) logra conservar ciertas distancias, o quizá juega con ellas. Se trata de un seductor: sus gestos, sus manos, su mirada, sus pausas, su capacidad de escucha, sus dotes artísticas… Su juventud -no fácil de determinar en términos de edad-, su físico apolíneo -sutilmente manejado-, colaboran con dicha capacidad. Su mayor acercamiento se da cuando sus clientes, ¿sus pacientes?, “duermen”, producto de la hipnosis que les practica (siempre en forma acordada, claro está). Zhenia no solo les relaja el cuerpo; en ocasiones, también su mente, o su espíritu. Siempre lo logra. Ellos, agradecidos. Sus vidas de burgueses bien acomodados no son lo que las apariencias pretenden decir. Lo blanco de las paredes exteriores de sus casas, ¿hogares?, no reflejan lo oscuro de algunos interiores; lo limpio y seguro de sus calles, no habla de ciertas suciedades e inseguridades puertas adentro. Enviar a sus hijos a la escuela francesa no es suficiente para hablar francés, tampoco para asir sus hábitos culturales. Todo se asemeja a un gran fachada. Una fachada y nada más que una fachada… para cuya conservación se trabaja cotidianamente, por supuesto.

Es en esos momentos de sueño relajador inducido que Zhenia se acerca más a ellos; no solo a sus físicos, por instantes, sino también al alma de sus casas, que bien puede reflejar la de aquellos: recorre sus cuartos, observa sus objetos, los toca, deposita su mirada en el exterior, moviéndose ambiguamente entre el mero voyerismo y el real interés por el otro, un interés en conocer cómo se lo percibe desde ese punto de vista, desde esos zapatos que él no calza. De todos modos, nada es tan claro y ni está tan definido como el bienestar que genera en esos sujetos sujetados a un cierto estatus, una cierta posición social, una cierta fórmula de vida; un paradigma que muchos no desearían habitar.

En ese deambular reiterado por ese pequeño mundo -¿metáfora del otro, del exterior y más amplio?-, logramos percibir las miserias que lo pueblan: la violencia física, la psicológica, la discriminación, el engaño; logramos percibir sus miedos, sus vicios, su tristeza infinita, algunos sueños… la incomunicación. Logramos asumir la necesidad de paz. Una paz ancha, grande, profunda, multifacética. Una paz cobijo y cura.

Zhenia parece lograr trasmitirla, por momentos. Es un rato solaz. Sin embargo, él no posee la paz que aparenta. También porta tormentos. Como casi todo en este filme de Malgorzata Szumowska y Michal Englert, ello también es enigmático… Los recuerdos asoman dolorosos, hay un dejo melancólico en su mirada, cierta nostalgia lo atrapa, la soledad es su sello distintivo… ¿Qué le sucedió antes de esto? ¿Hacia dónde dirigirá sus pasos, luego? Tal vez se trate de preguntar, más que de responder.

Una luz de ocaso nos envuelve, nos detenemos a mirar, hay cierta cadencia en esa música -melodiosa y triste a la vez-, y se acompasa con el andar. Un bosque porta la calma anhelada, imprescindible. En la naturaleza, en sentido amplio -esa que hemos perdido-, quizá se hallen algunas respuestas. La deforestación no es únicamente exterior.

Asumir lo irreversible es siempre doloroso. Pero es la única forma de espantar los miedos y permitir que la vida vuelva a fluir.

Tal vez vuelva a nevar. No perdamos la esperanza.

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