Santiago Sposto
Compartir
HOMICIDIOS Y NARCOTRÁFICO
Preguntas sobre el delito en el Uruguay pospandemia
Por José Luis Piccardo
El presidente Luis Lacalle Pou y el ministro Luis Alberto Heber aceptan que es alta la cantidad de homicidios, atribuyéndolo mayoritariamente al narcotráfico. También reconocen el incremento de los femicidios y de la violencia intrafamiliar. Al mismo tiempo, han reiterado que disminuyeron los demás delitos, como los hurtos y las rapiñas, y que ello se debería al mejoramiento de la gestión.
Ya no se discute que la pandemia incidió, aquí y en el mundo, en la baja de los delitos: hubo menos gente en las calles y más en los hogares. Hurtos, rapiñas y copamientos disminuyeron. Pero surgen preguntas respecto a qué factores gravitaron para que posteriormente esos delitos no volvieran a las cifras anteriores a 2020, al menos hasta ahora.
¿Hubo cambios en las formas del delito, o las “preferencias” se mantienen incambiadas? ¿Aumenta la cantidad de delincuentes o potenciales delincuentes que consideran que es más “redituable” el tráfico de drogas que la rapiña o el hurto? ¿Por qué la delincuencia relacionada a las drogas no tendría más estímulos que otras modalidades, habida cuenta que son más las personas volcadas al narcotráfico y que este ejerce un poderoso atractivo entre algunos sectores de la juventud y los consumidores?
El mayor ingreso de estupefacientes, incluso la elaboración de droga en el país, y el crecimiento de la cantidad de adictos, ¿no estarán promoviendo cambios en las opciones delictivas? ¿Por qué una persona que ingresó al círculo del tráfico de drogas debería mantener en la misma medida sus anteriores actividades delictivas no relacionadas con la comercialización ilegal de estupefacientes y efectuadas individualmente o en pequeños grupos, sin vinculaciones con organizaciones criminales? Más aun cuando la situación del sistema carcelario propende a la transformación de un ratero en un traficante de pasta base.
El narcotráfico internacional, que puso el pie en el país hace décadas, ha avanzado cada vez más en los últimos tiempos. Poco le importa a la población saber si este proceso se aceleró después de asumir el actual gobierno, y poca atención presta a los debates sobre el tema que se orientan hacia los réditos políticos.
Lo más preocupante es que en Uruguay operan organizaciones de grandes traficantes que hacen pasar la droga por el país -con destino a Europa, principalmente-, sin que ni siquiera esos narcos residan aquí. Algunos volúmenes de droga incautados -o sea, sin contar aquellos que pasan sin que las autoridades se enteren- no guardan relación con el pequeño tamaño del mercado uruguayo, por más que este haya crecido.
No sería de extrañar que las migajas de esta poderosa actividad criminal internacional contribuyan de alguna manera al incremento de la delincuencia en zonas socialmente vulnerables, pero también en otros contextos sociales, donde la drogadicción y el comercio ilícito de sustancias también se han incrementado.
Es imprescindible combatir el microtráfico y el narcomenudeo: hay gente angustiada en los barrios reclamando más seguridad. Pero del cierre de bocas de droga ni se enteran los grandes traficantes que usan al Uruguay como estación de tránsito de su mercancía. Y esa necesaria tarea represiva tampoco inhibe a los abastecedores del mercado local. Hay una demanda creciente por parte de individuos muchas veces desesperados, capaces de cometer crímenes horrendos.
Al presidente, como a todos los uruguayos, le preocupa la cantidad de homicidios, pero aduce que es "una violencia muy vinculada al negocio del narcotráfico, una violencia entre bandas", y no parece dejar mucho margen para la esperanza cuando agrega que "hacer la prevención correspondiente [...] es muy difícil cuando se trata de este tipo de homicidios".
¿Se justifica a esta altura esa insistencia mediática en deslindar los crímenes que se originan en la droga y los que no? ¿No hay muchos casos en que esa diferencia no se aclara? Ese cambio profundo que se estaría produciendo, ¿no comprende al delito en sus diversas formas y escalas, el que resulta “visible” y el que permanece oculto pero también crece?
Tal vez varias de las preguntas que se han formulado aquí -que son apenas algunas de las muchas que podrían hacerse- tengan respuesta por parte de las autoridades. Sin embargo, pese a la permanente presencia de las autoridades en los medios, las explicaciones que llegan al público -no las reservadas, que solo Fiscalía y las jerarquías políticas y policiales deberían manejar- resultan insuficientes. Esto se refleja en encuestas[1] y en una extendida “sensación térmica”.
Habría que desligar este tema de la pequeña puja política, dejar ciertas comparaciones públicas de cifras que poco aclaran, y abordar un grave problema que ameritaría la aplicación de una política de Estado, como incluso lo planteó un integrante del propio gobierno, el ministro Javier García. Ya casi nadie niega que el abordaje no debe limitarse a lo policial y lo judicial.
Mientras tanto, ¿será mucho pedir que se le den a la población respuestas más claras?