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LOS DESASTRES ECOLÓGICOS Y SUS RESPONSABLES
Irma, María y José
Por Luis C. Turiansky
George Monbiot, comentarista de The Guardian de Londres y también autor, entre otras obras polémicas, de “Cómo nos metimos en este lío” (How did we get into this mess, Verso - Libros de la Nueva Izquierda, Londres-Nueva York, 2016), lanza en Una lección del ciclón Irma (The Guardian, 13.9.2017) esta contundente afirmación: “El capitalismo no puede salvar al planeta, solo puede destruirlo”.
Puede parecer exagerado imputarle al sistema económico dominante la responsabilidad de cuanto desastre ocurra en el mundo, incluidos los ciclones tropicales. Es indiscutible sin embargo la indiferencia con la que el sistema político que le sirve de sustento contempla el notorio deterioro del equilibrio ecológico del planeta Tierra. Mientras los huracanes asolaban las islas del Caribe, México y el sur de los Estados Unidos, el presidente de este último país reiteraba la intención de su gobierno de retirarse del Acuerdo de París sobre el Cambio Climático, porque “America first”, es decir, que la prioridad del interés nacional incluye el derecho a desarrollar industrias contaminantes en condiciones competitivas. Tanto es así, que algunos países insulares del Caribe reclaman del gobierno estadounidense compensaciones por los daños que causaron los últimos desastres meteorológicos.
Ahora bien, ¿guarda alguna relación el cambio climático atribuible a la actividad humana con la asiduidad y la fuerza inusitada que han adquirido hoy las tormentas tropicales? El tema merece analizarse, ya que no solo se oyen voces, por cierto minoritarias, que niegan la contribución de la civilización al calentamiento atmosférico, sino también las hay que ponen en duda sus consecuencias, como el derretimiento de los hielos polares y la elevación del nivel de los mares o las perturbaciones meteorológicas.
¿SON LAS ESTADÍSTICAS UN CRITERIO FIABLE?
En primer lugar, ha de saberse que no existe una prueba científica directa de que la explotación de la naturaleza por el hombre y las actividades económicas sean la causa principal del cambio climático, el cual, sin embargo, representa un hecho indiscutible. En rigor podría afirmarse, como algunos lo hacen, en efecto, que el fenómeno se debe a causas naturales y tiene lugar en la Tierra cada cierto tiempo, como prueban los períodos glaciales y sus intermedios de clima más benigno.
Lo que sí es innegable es que existe una coincidencia marcada entre las mayores alteraciones climáticas actuales y el surgimiento de la industria en gran escala desde la primera mitad del siglo XIX, hasta el punto que algunos autores hablan de una nueva época geológica llamada “antropoceno”, caracterizada por los efectos duraderos de la actividad humana en los ecosistemas terrestres, que ya están dejando para la posteridad huellas indelebles en los terrenos geológicos en formación. Como además existen explicaciones racionales, basadas en la repercusión de las emisiones gaseosas a la atmósfera que provienen de la industria y son responsables del llamado “efecto invernadero” puesto que retienen la energía solar reflejada por la superficie terrestre, esta combinación de factores nos induce a suponer que tal relación realmente existe. Algo parecido ocurre con la responsabilidad del tabaco en la generación de afecciones cancerosas y cardiovasculares mortales: no se ha descubierto el mecanismo por el cual ciertas sustancias provocan disturbios histológicos u obstrucciones vasculares en el organismo, pero es un hecho que los fumadores están más expuestos a adquirir el mal que otros.
En todo caso, puesto que los ciclones necesitan, para nacer, cierta elevación de la temperatura de la superficie de los océanos (suele invocarse un mínimo de 26ºC), una vez aceptada la hipótesis del calentamiento paulatino de atmósfera y mares nos veremos forzados a concluir que dichas catástrofes naturales tenderán a ser más frecuentes y violentas. ¿Es a esto a lo que estamos asistiendo?
Puesto que el debate sobre estos temas se ha vuelto apasionado y agrio en extremo debido a los intereses en juego (un ejemplo de lo cual es la actitud de la derecha conservadora norteamericana), existen en el mundo diversos grupos de científicos que unen sus esfuerzos para explicar al público que lo del cambio climático y el papel del hombre en la destrucción de la naturaleza no es un invento de los movimientos ambientalistas ni de una izquierda anticapitalista dogmática.
Uno de estos grupos es el foro “Ciencia Escéptica”. Basado en EE.UU., cuenta con miembros en todo el mundo. En un trabajo dedicado a la Relación entre los huracanes y el calentamiento global (última actualización, 14.10.2016), presta especial atención a los resultados del estudio sobre la cantidad de ciclones registrados en el Atlántico Norte desde mediados del siglo XIX, habida cuenta del desarrollo de los métodos de observación (desde diarios de bitácora, pasando por navíos dotados de radio y observaciones desde aviones, hasta la obtención de datos por radar y observaciones desde satélites). Los valores en azul del gráfico reproducido a continuación se refieren a todas las tormentas tropicales en su conjunto, mientras que en verde se señalan los ciclones y, de ellos, en rojo, los de mayor envergadura:
Seguidamente, otro gráfico analiza el aumento de la intensidad de los ciclones en función de la mayor temperatura superficial del océano, entre 1972 y 2004. La línea llena indica el valor escalado de la temperatura superficial del mar entre agosto y octubre de cada año, mientras que la línea punteada que la acompaña muestra la evolución del índice de disipación de la energía, que determina que las tormentas sean más intensas y prolongadas:
Un tercer factor estudiado tiene que ver con datos de observaciones de satélite sobre la velocidad del viento en función de la intensidad relativa del ciclón, de donde se deduce que la fuerza tiende a ser mucho más destructiva relativamente en los huracanes de mayor intensidad, mientras que la evolución es menos dramática en los de intensidad menor:
Se deduce que no solo existe una tendencia ligada al aumento de la temperatura superficial de los mares que propicia ciclones más frecuentes, sino que los de mayor intensidad tienden a ser extremadamente violentos y destructivos.
UNA SOCIEDAD QUE NO PIENSA EN EL FUTURO ESTÁ CONDENADA
Pero volvamos a George Monbiot. Su escepticismo acerca de la capacidad del capitalismo de enfrentar con éxito los desafíos del cambio climático se basan en la experiencia de su variante neoliberal. Si Milton Friedman, uno de los fundadores del neoliberalismo, habría afirmado que “los valores ecológicos pueden tener su lugar apropiado en el mercado, como cualquier otra demanda del consumidor” (citado por Monbiot y traducido por mí), la realidad echa por tierra semejante ilusión, puesto que el mercado actual no está acondicionado para recibir tales demandas.
Dice al respecto George Monbiot: “La crisis del medio ambiente es el resultado inevitable no tanto del neoliberalismo – la variante más extrema del capitalismo – sino del capitalismo como tal. Incluso la concepción socialdemócrata (keynesiana) se basa en el crecimiento perpetuo en un planeta finito, una fórmula que solo puede llevar al colapso. Pero la contribución peculiar del neoliberalismo es su negación de la necesidad de la acción, al insistir que el sistema, como los mercados financieros de Greenspan,[1]se regula solo. El mito del mercado autorregulado está acelerando la destrucción de la autorregulación de la Tierra.”
Si nos atenemos a la teoría económica del capital según Karl Marx (que nuevamente está ganando prestigio entre muchos economistas que nunca tuvieron nada que ver con el socialismo o el comunismo), el valor de las cosas está determinado por el trabajo socialmente necesario para su creación. En consecuencia, donde no hay trabajo no habría valor. Así por ejemplo, en el capitalismo la naturaleza no tiene ningún valor, está ahí a disposición del ser humano para su aprovechamiento y lucro. Es solo con el trabajo de los obreros forestales que la madera de los bosques tropicales se convierte en preciada mercancía.
Desde la inclusión de la dimensión ecológica en los paradigmas económicos y comerciales como el concepto de “desarrollo sostenible” oficializado por la ONU, así como la inclusión de los parámetros ecológicos en el “fair trade” y otros movimientos similares, diversas escuelas han tratado de establecer un método para la valoración de las necesidades de protección de la naturaleza, pero sin mucho éxito. El criterio mercantilista llegó al colmo de la aberración con la puesta a la venta de “reservas de contaminación” en el marco del Protocolo de Kioto, para su uso por las potencias industriales. De tal suerte, los países más cuidadosos o menos desarrollados pueden ofrecer sus cuotas de contaminación admitida no utilizadas a otros interesados, para que estos puedan seguir contaminando la atmósfera del planeta.
Sea mediante la coerción, el régimen impositivo o las subvenciones y otros incentivos, en los hechos cualquier medida de protección del medio natural representará una pérdida o por lo menos una reducción de las ganancias de los industriales. De ahí por qué hasta los prudentes objetivos de reducción de las emisiones de óxido de carbono contemplados en el Protocolo de Kioto y posteriormente el compromiso del Acuerdo de París de hacer lo posible por limitar el aumento de la temperatura global a un máximo de 2ºC respecto a los niveles preindustriales fueron tan difíciles de imponer, e incluso la principal potencia industrial, Estados Unidos, ha decidido retirarse. Es que el crecimiento según los cánones neoliberales produce una exacerbación de la competencia y ninguna concesión por motivos no económicos tiene andamiento si no cuenta con el apoyo voluntario de todos los actores.
Finalmente, ¿es posible una solución aun en el marco del capitalismo? Sí, lo es, pero rompiendo con el neoliberalismo. Porque cada medida de protección del equilibrio ecológico tendrá que ser necesariamente un acto de intervencionismo estatal en nombre de la humanidad. No serán, por consiguiente, medidas capitalistas, sino albores de una sociedad diferente, ya que estarán reñidas con la propia esencia del sistema capitalista. Eso sí: no está claro si el capitalismo como tal podrá sobrevivir sin neoliberalismo.
¿Y EL PAISITO A TODO ESTO?
El Uruguay no es un país industrial y tampoco lo suelen afectar las tormentas tropicales (salvo algunos “coletazos”), aunque sí las inundaciones. Tradicionalmente se ha preocupado poco por la protección de su entorno natural. De hecho, este se ha conservado por sí mismo, gracias a una bajísima densidad de población y la perduración de las formas tradicionales de explotación agropecuaria. Tampoco el turismo, de baja intensidad aunque en aumento, ha afectado demasiado el paisaje o las formas de vida de la población, salvo en los grandes centros turísticos.
Será por eso que entre nosotros los movimientos ambientalistas – de ambas márgenes del río Uruguay – están generalmente mal vistos. Estamos en cambio dispuestos a dejar a merced de los productores de celulosa nuestra principal riqueza natural, el agua. Se ha considerado incluso la posibilidad de explotar el esquisto bituminoso por fracturación hidráulica, una técnica que presenta serios riesgos para la preservación de los acuíferos. Tampoco han encontrado oídos atentos los defensores del medio ambiente con sus advertencias cuando el Estado manejó la posibilidad de ceder importantes terrenos para la explotación de minas a cielo abierto.
Es hora de que esta actitud cambie. Una política de izquierda consciente, a la hora de transformar la impronta del país y su desarrollo económico, debería ser más sensible a la dimensión ecológica de las inversiones, tanto nacionales como extranjeras. Es esta tierra, una de las más fértiles del mundo, su belleza y la benignidad relativa de su clima, lo que queremos preservar para las generaciones futuras. Todo debería empezar por una educación sistemática sobre estos temas. Y la creación de un ministerio específico para el medio ambiente (hoy vinculado al temario de vivienda y ordenamiento territorial) podría ser algo para reflexionar al respecto.