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ENTRE LA POESÍA LITERARIA Y LA CINEMATOGRÁFICA

 Publicado: 04/10/2017

Una serena pasión: sólo somos humanos


Por Andrés Vartabedian


Emily Dickinson vivió y sufrió entre 1830 y 1886. Quizás su familia y su poesía fueron el solaz que nunca pudo obtener del mundo exterior; refugio casi permanente en su vida de soledad y claustro de símil monacal.

   

Para fugarnos de la tierra

un libro es el mejor bajel;

y se viaja mejor en el poema

que en el más brioso y rápido corcel

Aun el más pobre puede hacerlo,

nada por ello ha de pagar:

el alma en el transporte de su sueño

se nutre sólo de silencio y paz[2].

   

Únicamente seis de sus casi mil ochocientos poemas vieron la luz pública durante su período vital, lo que también le impidió al afuera -tampoco preparado para ello- el conocimiento de su vasto y riquísimo adentro. La furiosa honestidad de su escritura no era algo que su sociedad pudiera aceptar tranquilamente en versos de una mujer. Ello confirmaba y reforzaba la necesidad de su reclusión.

Si a esto sumamos la adaptación de sus poemas a las normas formales de la época que sus editores realizaron, hecho que su rigurosidad -por momentos, rigidez- detestó, el aislamiento se tornó definitivo. Sus contemporáneos no supieron de la obra de la que es considerada hoy una de las mayores figuras de la literatura norteamericana. Sus últimos años transcurrieron casi exclusivamente en su cuarto. Su confinamiento se tornó casi absoluto; lo mismo que sus juicios.

Terence Davies la ubica en la planta alta de su casa, ya casi sin contacto con los mortales que pudieran frecuentar el abajo terrenal; cual dios que observa sin ser visto y juzga desde las alturas todo mundano suceso.

Sólo sabemos toda nuestra altura

si alguien le dice a nuestro ser: ¡Levanta!

Y entonces, fiel consigo, se agiganta

hasta llegar al cielo su estatura.

De la vida común sería ley

el heroísmo en el humano ruedo

si no nos doblegáramos al miedo

de vernos y sentirnos como un rey[3].

 

Su sufrimiento, que tolera cual estoico, de tan espiritual se torna físico, hasta terminar apartándola de todos y de todo. De ahí en más integrará el panteón de la literatura. La enfermedad de Bright se la llevó.

Su fiel admiradora y confidente, su amiga, su hermana menor Lavinia, “Vinnie”, fue quien rescató para la eternidad su obra y la dio a conocer. De 1890 data el primer volumen de su colección de poemas.

Su hogar-refugio fue Amherst, Massachusetts. Luego de estudiar durante siete años en la Academia Amherst y de un breve pasaje por el seminario femenino Mount Holyoke, volvió a su casa -recreada exactamente para la ocasión- para no volver a salir. Más allá de su niñez, la única imagen autentificada de Emily que se conserva es un daguerrotipo tomado entre finales de 1846 y comienzos de 1847, a sus dieciséis años, en aquel seminario.

A partir de él es que Terence Davies construye su imagen para éste, el primer filme que se realiza sobre la gran poetisa. Luego de un breve pasaje por su juventud, ya rebelde, pasamos a verla -en memorable elipsis cinematográfica- como, sin dudas, la recordaremos de aquí en más: asociada a la figura de Cynthia Nixon; una de esas composiciones difíciles de olvidar y de separar del personaje que representa; que corporiza, podríamos decir. Difícil será olvidar su presencia, su decir, su frágil fuerza arrolladora, su integridad, su estrictez, su dolor sin parangón, su temblor.

Es cosa tan pequeña nuestro llanto;

son tan pequeña cosa los suspiros...

Sin embargo, por cosas tan pequeñas

vosotros y nosotras nos morimos[4].

 

El amor abraza y abrasa esta empresa, como a toda la que es bien emprendida. Y al amor por la figura lo acompaña el amor por la poesía. El filme no sólo refiere a la poesía, hace decir a la poesía... se torna él mismo en poesía. Asoma construido desde la poesía, a partir de la poesía. Cada verso al igual que cada encuadre se transforman en sentencias. Son categóricos. Se imponen. Desde su fuerza y su belleza. Con la síntesis perfecta que sólo un verso bien elaborado puede obtener, con las simetrías que las grandes rimas pueden conseguir. Simetrías que a Davies mucho menos que ajenas le son caras. Una serena pasión posee el ritmo y la cadencia de la mejor poesía. De la mejor poesía de Dickinson. De la mejor poesía de Davies. En el carácter autobiográfico que él mismo ha admitido posee esta obra, quizá resida también el secreto del virtuoso paralelismo.

Los movimientos de cámara completan una idea transformadora, sintetizan la transformación, o duelen con el personaje reforzando sus emociones; la fotografía que transforma la luz en un decir o que nos permite evadirnos de la realidad más naturalista cual inmersión en el vasto, rico, perturbado interior de la sufriente Emily, un ser profundamente espiritual; los encuadres y composiciones escénicas que se asemejan a pinturas de maestros holandeses del siglo XVII (Johannes Vermeer es el favorito de Davies); los contrapuntos o diálogos de música e imagen, son algunos de los elementos que completan el lirismo cinematográfico más allá de la propia palabra que, como pocas veces, comporta un valor intrínseco maravilloso.

Poder discrecional tuve en mi mano

y con denuedo contra el mundo fui;

dos veces temeraria lo he afrontado

tan sólo con la honda de David.

Aunque la piedra le arrojé segura

fui sólo yo la que me desplomé:

¿de Goliat fue muy grande la estatura

o quizá fue mayor mi pequeñez?[5]

En exquisito detalle, dado el peso de su familia para el mundo de Dickinson -es casi su único universo-, y de su escritura en el ambiente familiar, no sólo Emily dice a Dickinson, sino también Vinnie y Austin lo hacen, aunque más no sea en pequeñas pinceladas; siempre vinculadas a acontecimientos comunes que los continuaban -permítaseme la redundancia- emparentando, revinculando desde el devenir más cotidiano y vital.

Si hasta cierto humor se permite Davies, además. Por momentos la impostación exacerbada de algunas escenas y algunos personajes ridiculizan sus comportamientos; la gravedad y pacatería de la época contra la que Emily alzó su silenciosa voz, su gesto arrogante y su irreverencia iconoclasta, son también ridiculizados por momentos. Su hermano es el ejemplo más acabado de ello.

Sin embargo, nada de esto disimula el sufrimiento, la desazón, la soledad, el sentimiento de incomprensión, el martirio y el flagelo de un espíritu libre y en perpetua prisión a su vez. Sola en su rebeldía. Inocente -¿por qué no?- en sus pretensiones. “El rigor no es sustituto de la felicidad”, se sentencia en el filme. No lo fue para Emily. Quizá tampoco lo sea para Davies; ambos de una inaudita profundidad.

Hemos señalado que ésta es la primera película en la historia del cine que se sumerge en el mundo Emily Dickinson. Tal vez también deba ser la única.

Había muerto yo por la Belleza;

me cercaban silencio y soledad,

cuando dejaron cerca de mi huesa

a alguno que murió por la Verdad.

En el suave coloquio que entablamos,

vecinos en la lúgubre heredad,

me dijo y comprendí: Somos hermanos

una son la Belleza y la Verdad.

Y así, bajo la noche, tras la piedra,

dialogó nuestra diáfana hermandad

hasta que el rostro nos cubrió la yedra

y los nombres borró la eternidad[6].

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