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MONFIC 17
"Graduación": drama ético en voz baja
Por Andrés Vartabedian
“Eliza, tienes que dar lo mejor de ti. Sería una pena perder esta oportunidad. Algunos pasos importantes en la vida dependen de pequeñas cosas. Y algunas oportunidades no deberían desperdiciarse. Ya sabes, en 1991 tu madre y yo decidimos regresar. Fue una mala decisión. Creímos que las cosas cambiarían, creímos que moveríamos montañas. No movimos nada. Sin embargo, no me arrepiento. Al menos lo intentamos”.
En este breve alegato se resume parte sustancial del planteo que Cristian Mungiu (4 meses, 3 semanas y 2 días, 2007, Palma de Oro en Cannes; Más allá de las colinas, 2012, mejor guión también en Cannes) comparte con nosotros en esta, su última realización: Graduación (“Bachillerato”, de acuerdo a su título original en rumano, Bacalaureat). Detrás de dichas palabras, muchas de las cuales parecen comportar cierta “neutralidad”, y hasta podríamos compartir en términos teóricos, se encuentra el Dr. Romeo Aldea quien, a esta altura del filme, intenta convencer a su hija Eliza de tomar una decisión clave vinculada a su futuro. El “único” inconveniente que se presenta es que la actitud a asumir por parte de Eliza estaría reñida con la ética y la moral más elementales, y se daría de lleno contra las convicciones más apre(he)ndidas en sus casi dieciocho años de vida. Convicciones surgidas no sólo de la interacción discursiva con su educación y su familia, sino -quizás lo más importante- de la propia conducta de sus padres, quienes han sabido de renuncias en pos de sostener cierta línea recta entre los principios enunciados y su accionar cotidiano.
Para llegar al planteo referido, el primero que ha debido renunciar a varios de sus preceptos es el propio padre. Ése que parece haber asumido definitivamente la derrota de sus valores en una sociedad rumana demasiado apartada de la que alguna vez soñó, de la que marchó bajó el régimen de Nicolae Ceausescu, y a la que volvió junto a su esposa Magda convencido de que el cambio realmente sería tal y no se transformaría simplemente -como sucede de hecho- en una prolongación de la decadencia bajo otro signo político y económico.
El golpe definitivo a su estabilidad ética y moral lo recibirá por amor. Sí, por amor. Por amor y por egoísmo. Por el amor infinito hacia su hija y el deseo de colaborar en un futuro promisorio para ella, y el egoísmo con el que habitualmente se tiñen todos nuestros vínculos más amorosos; egoísmo por el que orientamos y condicionamos -al menos lo intentamos- los deseos de nuestros terceros más queridos a los que nos resultan apropiados y a tono con los nuestros. Por todo ello, y por las circunstancias concretas de la vida misma, por supuesto, recibirá el golpe definitivo.
Eliza (Maria Dragus) es una excelente estudiante y está a punto de transformarse en bachiller. Sus padres le han procurado hasta el momento la mejor educación, la cual -como no podía ser de otra manera en una sociedad capitalista- incluye el inglés, y le han provisto de todo lo necesario para que su foco estuviera puesto sólo en aquélla. Este esfuerzo de años se ha visto coronado recientemente con una beca para la Universidad inglesa de Cambridge. Todo está preparado para su partida. El último trámite es la aprobación de sus exámenes finales, lo que, de acuerdo a su calidad como estudiante, se descuenta será sencillo, aun a pesar de los altos promedios requeridos para consolidar la beca.
Sin embargo, una mañana como tantas, en las que Romeo (Adrian Titieni), camino a su trabajo, deja a su hija cerca de su centro de estudios, Eliza sufrirá un intento de violación. Este hecho condicionará física y psíquicamente a la joven para afrontar, pocas horas más tarde, su postrer período de exámenes. Ante tal contingencia -el filme concentra su acción en torno a ella, sin ingresar en otras posibles secuelas en la muchacha-, Romeo intentará colaborar, casi ciegamente, casi obsesivamente, en que la misma pueda completar sus estudios de la manera en que lo tenían previsto. Incluso si para ello debe sortear el llanto y la falta de concentración en el estudio de su hija, el brazo enyesado de ésta, y cualquier posible calificación inferior a la requerida, como promedio, por la beca.
Si, para lograrlo, fuera necesario comenzar a movilizar una cadena de favores, de esas que se asemejan al tráfico de influencias, en la que su condición de médico colabore para apresurar un trasplante de hígado que, a su vez, como un eslabón más, devenga en la obtención de cierta modificación de notas en las pruebas, no tendrá reparos en hacerlo. El futuro “seguro” de su hija así lo amerita. He ahí lo primordial. Su país, carcomido por la corrupción de diversa índole, a pequeña o gran escala, ya no es lugar para ella. Rumania no es lugar para los sueños; salvo que se tenga con qué pagarlos.
Toda esta crudeza, toda esta dureza, y esta desazón, afortunadamente están puestas en términos cinematográficos por Mungiu y no en torpes palabras. Como en la mayor parte del Nuevo Cine Rumano -uno de los cines sociales más importantes del nuevo siglo-, fiel a su idea, directo, coherente, honesto, complejo, el filme se concentra en sus personajes principales, en pocos espacios, y en un breve período de tiempo. Los discursos no son mera retórica, sino que se deducen de las acciones concretas. Y la atmósfera aparece cargada de tensión, de ansiedad; la calma de los primeros segundos de película, en los que incluso se puede escuchar -por única vez- el canto matinal de los pájaros, se ve rota por una pedrada, que hace lo propio con el vidrio del comedor del apartamento de la familia Aldea. Ya será el turno del parabrisas de su vehículo más adelante, además de otros hechos que nadie aclarará. Los paisajes, los entornos, exteriores, interiores, asoman deprimentes; metáfora de una sociedad que, aunque sin orgullo mediante, parece acostumbrada a la tristeza moral de su accionar. La melancolía derivada de la asunción de la decadencia atraviesa el relato y se deja escuchar, aun sin utilización de música extra diegética, en el auto del Dr. Romeo Aldea; el Stabat Mater de Antonio Vivaldi se reiterará, en distintos pasajes de la obra, en las varias idas y venidas que emprende el médico. Esta plegaria datada en el siglo XIII, cuyo título se traduce del latín como “La Madre estaba de pie”, y que fuera luego musicalizada centenares de veces, reflexiona en torno al sufrimiento de María ante la crucifixión de su hijo, Jesús. No es de extrañar, entonces, que sea Magda (Lia Bugnar) -la madre-, la que intente convencer a su marido de que el camino elegido no es el correcto y que no hay razón para considerar que “a veces lo único que cuenta es el resultado”. Del mismo modo, desde la primera escena, ella sufre; y sufrirá durante toda la película. Y esto irá mucho más allá de la infidelidad de la que es objeto, de la que sabe y sobre la que, de común acuerdo, ha preferido callar. También por su hija.
Es que todo parece hacerse por su hija. Por lo mismo, parece hecho a pesar de su hija.
Afín, como lo es, al realismo naturalista, Cristian Mungiu nos sumerge en la historia sin preámbulos, a pura acción. Del mismo modo nos iremos. Como por efecto de una máquina transportadora, hemos sido conducidos a un tiempo y un espacio que no son los nuestros -aunque podrían-, un recorte de la vida misma al que asistimos por dos horas. Estaremos sujetos al amor cotidiano, al egoísmo cotidiano, incluso al humor cotidiano; a nuestras virtudes y miserias más rutinarias. Cuando nos retiremos, sus personajes -al igual que las personas- seguirán viviendo. No sólo como quieren, sino también como pueden.