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LA RECORDADA VICTORIA MORAL DE CHURCHILL
"Dunkerque": entre el horror de lo humano y la épica de la derrota
Por Andrés Vartabedian
Salimos sin muchas ganas de hablar... Si hasta salir cuesta. El desalojo de la butaca se demora, se siente el peso del zapato sobre cada escalón que pisamos... Y no sabemos muy bien si es por la conciencia de lo que hemos sido capaces los seres humanos, por el dolor visceral que nos provoca la guerra, si por la acumulación de tanto sufrimiento durante casi dos horas… Si por el poder y la magia del cine... O si es por la bronca que nos genera interpretar que el público asoma anestesiado y no repara más que en ruidos y colores... Si la “desemoción” existiera, este comentador se arriesgaría a decir que la percibe luego de terminada la función. Si hasta inertes parecen muchas de las siluetas que se alejan apenas surge el primer crédito. Sedados, inconscientes, adormecidos... como apurados a por la siguiente caja de pop.
Y no entendemos si el cine perdió su fuerza de subyugación o si ya no importa, si el sufrimiento humano da lo mismo o se percibe tan lejano que no cuenta ‑penosamente no cuenta‑, como si el monstruo pesado que todavía pisa fuerte no estuviera a la vuelta de la esquina, en cada rincón del mundo; como si los inocentes que son carne de cañón de la Realpolitik y la industria armamentista no fueran los mismos en todas partes; como si los hijos que pierden a sus padres y los padres que entierran a sus hijos no pudiéramos ser cualquiera de nosotros, como si habláramos sólo de pasado y no de presente perpetuo, de la sacralizada guerra de los hombres. Como si no acabáramos de padecer las diversas formas de la muerte, el calcinamiento en aguas regadas de combustible, el sofocamiento, el ahogamiento, la playa sorprendida por cazas que no reparan en indefensión, la desesperación, el desasosiego, la desesperanza en el rescate, la entrega a la muerte, el fatalismo de algunos, la lucha por la supervivencia de otros, el pensar en uno ‑y sólo en uno‑ de algunos, o la capacidad de solidaridad bajo cualquier circunstancia, de otros. Nuestras más hondas miserias y nuestras más elevadas virtudes.
Y no es lo más importante si la retirada de Dunkerque se dio en los términos en los que la plantea Christopher Nolan (Memento, Batman inicia y su saga, El Origen, Interestelar), si sucedió en el tiempo que transcurre en el filme, si los pequeños barcos de civiles que colaboraron en el rescate de las tropas asediadas en la playa fueron exactamente del tipo del que se nos presenta, si el número de embarcaciones intervinientes es el correcto, si aparecen o no los contingentes de tropas indias que integraban el ejército británico, o si las tropas francesas no tienen el protagonismo que realmente tuvieron ‑tanto en la resistencia al avance del enemigo alemán cuanto en el número de evacuados‑, como varios medios franceses plantean en forma de reclamo. Hay una sustancia humana que trasciende la mera precisión factual, y hay un avasallamiento a los sentidos, estrictamente cinematográfico, que también lo logra.
El cine es arte, es espectáculo, y también es industria y comercio. Pero no es Historia. No tiene por qué serlo ni pretenderlo. Por el bien del hecho artístico y de la propia obra ‑consideramos‑, no debería siquiera pretenderlo. El filme, al igual que otros medios de expresión, posee sus propias reglas, y estas reglas no siempre coinciden con la naturaleza histórica de los fenómenos.
Posiblemente, en un filme específicamente “histórico”, de esos que solemos llamar “históricos”, haya mucho de verdad ‑a veces no, claro; pero supongamos la mejor hipótesis‑: personajes que representan a hombres que existieron y actuaron en determinada situación, determinado contexto; hechos que sucedieron, lugares involucrados en esos hechos... Sin embargo, nosotros sabemos que no todo aconteció al unísono ni en el mismo lugar. Entonces, en nombre de la unidad de espacio y tiempo y de la dramatización se ha hecho un filme histórico que es “falso”. ¿Ello lo invalida como cine?
Tal vez para el historiador o el docente que pretenda transformar la obra en instrumento de su trabajo ello signifique algún perjuicio (nada que no se pueda resolver complementando la película con la información precisa requerida o el cotejo de los datos y los hechos); tal vez para el involucrado directamente en los acontecimientos pueda haber alguna afectación en términos de orgullo, reconocimiento, amor propio, etcétera. Pero, ¿es esto lo que debe considerar el artista al momento de generar su creación? No. Por supuesto que no.
De todos modos, ni siquiera es exactamente lo que sucede con Nolan y Dunkerque. En el estreno del filme llevado a cabo en Londres, unos treinta veteranos de guerra, sobrevivientes de Dunkerque, aprobaron y elogiaron la forma en que Nolan captó el evento, su precisión y exactitud. Es que Nolan también se preocupó de que ciertos detalles otorgaran mayor verosimilitud a su realización: rodó en los escenarios naturales más cercanos al suceso ‑las playas de Dunkerque se vieron ellas mismas como en déjà vu‑; utilizó más de mil extras y soldados de cartón para que no todo estuviera sujeto a la tecnología y los avances en materia de efectos especiales y recreación digital, y las escenas de masas realmente las contuvieran; empleó el Supermarine Spitfire, el caza monoplaza británico usado por la propia RAF (Royal Air Force) y otros países aliados durante la Segunda Guerra Mundial, para que los combates aéreos cercanos ‑los conocidos como dogfight en la jerga de la aviación militar‑ cobraran la dimensión que pudieron haber comportado más de setenta y cinco años atrás; generó un nuevo récord al utilizar la mayor unidad marina de rodaje en la historia del cine, instalada en el propio Mar del Norte; doce de los pequeños barcos de civiles que acudieron al rescate de la tropas varadas en Dunkerque volvieron a escena, recreando ellos mismos su participación en aquellas jornadas... y podríamos continuar. Igualmente, a pesar de todo ello, y no sin reconocer el valor agregado que cierto rigor histórico otorga al emprendimiento, su principal riqueza, su principal fuerza comunicativa, radica en la forma en que fue concebida como cine, no en su importancia historiográfica.
No sería suficiente establecer que Dunkerque es el tercer puerto de Francia en importancia, luego de Marsella y El Havre. Y que, ubicada a diez kilómetros de la frontera con Bélgica, fue el escenario de uno de los mayores rescates que recuerde la historia bélica: alrededor de 330.000 soldados -unos 220.000 británicos y unos 110.000 franceses y belgas‑ fueron evacuados de sus playas en casi una semana; lo que se conoce como Operación Dinamo.
No alcanzaría con afirmar que las cifras superaron con creces todas las expectativas, que no iban más allá de los 50.000 soldados pasibles de ser rescatados; y que, sin embargo, entre la última hora del 26 de mayo y las primeras horas de la madrugada del 2 de junio de 1940 el número de evacuados alcanzó lo casi inverosímil. Y que, por tanto, la derrota militar se transformó así en victoria moral y factibilidad de relanzamiento para las fuerzas británicas y, desde lo simbólico, para las fuerzas aliadas en general.
Todo ello sería insuficiente si no existieran las tres historias montadas en paralelo, en las que, como únicamente el cine permite, se mezclan e interrelacionan como imperceptiblemente tres unidades de tiempo y tres espacios bien diferenciados: en tierra, una semana de rescate en la playa; en el mar, un día, transcurrido desde la salida de la pequeña embarcación de recreo desde puerto británico hasta su retorno con sobrevivientes; en el aire, una hora, la del combate del Spitfire monárquico con sus similares de la Luftwaffe, la fuerza aérea nazi. Sería insuficiente si la concentración en lo estrictamente humano de la circunstancia histórica se hubiera dado con exceso de discursos autoconscientes y no se hubiera optado por la economía de palabras y el énfasis puesto en imágenes y sonidos. Sería insuficiente si la tensión no se apoyara magistralmente en la banda sonora creada por Hans Zimmer, que aprovecha como pocas veces con tanta efectividad el llamado “tono” o “escala de Shepard”; ese por el cual un sonido que es estable genera la ilusión de ascensión o, mejor aun, de tensión ascendente, marcada por una sensación de infinitud, acompañada de nerviosismo y ansiedad; todo generado a través de una percepción sonora, de un truco psicoacústico. No sería suficiente si, durante la mayor parte del filme, no se hubiera evitado la utilización de los nombres de los bandos en pugna, ya que al retrato del sufrimiento humano y su lucha por la supervivencia le son indiferentes las banderas y nomenclaturas, y al dolor y la incertidumbre le son ajenos los territorios políticos, los regímenes y los mapas (un hecho también atacado por los defensores de los nacionalismos más elementales y retrógados).
Es más, tampoco sería suficiente si el mismo Hans Zimmer no hubiera optado por la melodía de Nimrod ‑una de las popularmente conocidas Variaciones Enigma de Edward Elgar‑, habitualmente asociada al patriotismo británico, cuando Nolan pretende pasar, ya sobre el final, al mensaje reforzador de la épica más tradicionalmente nacionalista y belicista. Un gesto complaciente con los intereses más convencionales y algo contradictorio ‑innecesariamente contradictorio‑ con la línea seguida hasta ese momento. Melodía que acompaña la lectura del famoso fragmento final del también recordado discurso de Winston Churchill ante el Parlamento el 4 de junio de 1940, luego de consolidada la derrota que produjo el monumental rescate. Mensaje con el que, más allá de reconocer que “las guerras no se ganan con evacuaciones”, transformaba la derrota en el campo en una victoria del espíritu y convocaba a los Estados Unidos de América a intervenir en el conflicto:
“Continuaremos hasta el final; lucharemos en Francia, lucharemos en los mares y océanos, lucharemos con confianza y fuerza creciente en el aire, defenderemos nuestra isla al precio que sea; lucharemos en las playas, lucharemos en los aeródromos, lucharemos en los campos y en las calles, lucharemos en las colinas; no nos rendiremos jamás, y si esta isla, cosa que ni por un momento considero, o una parte importante de ella fueran sometidas y sufrieran el hambre, nuestro Imperio allende los mares, armado y protegido por la Flota Británica, continuará la lucha hasta que, si Dios lo dispone, el Nuevo Mundo, con toda su fuerza y poder, avance hacia el rescate y la liberación del Viejo”.
No somos de los que piensan la Historia en términos de: “qué hubiera sido si...”; de todos modos, para muchos Dunkerque significó el cambio en la marea que permitió que las fuerzas aliadas derrotaran al régimen nazi, y que esa evacuación, y sólo esa, en los términos en los que devino y en la significación que adquirió, logró el comienzo del viraje hacia el triunfo posterior. Punto de inflexión, cambio de marea vital que Cristopher Nolan también parece reflejar de manera literal en su realización.
Y es allí, en lo estricta y puramente cinematográfico, donde radica la capacidad de Nolan de transformar su obra en una merecedora de comentarios y elogios. Quizá también en una obra capaz de generar alguna referenciación a futuro. No habría datos históricos suficientes que validaran su historia y su relato, su construcción en términos de cine, su manipulación de nuestras ideas y emociones, si Nolan no lograra que habitáramos esa playa junto a esos soldados, si no lograra que habitáramos su atmósfera tensa y agobiante, sus miedos más elementales, la lucha más básica contra ellos, o la entrega más absoluta a la única derrota que verdaderamente importa.
He allí, una vez más, donde radica la maravillosa capacidad del cine. He allí, una vez más, el tiempo y lugar en el que, afortunadamente, volvemos a creer que algunos conejos pueden habitar galeras.