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CIEN AÑOS

 Publicado: 01/11/2017

Las brasas de Octubre


Por José Luis Piccardo


El 7 de noviembre se cumple un siglo de la Revolución Rusa. La que produjo un viraje en la historia de la humanidad a partir del 25 de octubre de 1917 (de acuerdo al calendario juliano).

Se inspiró en una plataforma poderosa, de alcance universal, con el objetivo no solo de darle al pueblo ruso paz ‑en medio de una devastadora guerra‑, pan ‑para preservar la vida de multitudes hambrientas‑, y tierra ‑para los campesinos de un inmenso y atrasado territorio‑: Lenin y sus compañeros se propusieron cambiar el mundo (“le monde va changer de base” , proclamó La Internacional). Eso fue su fuerza, su poder convocante y cautivante.

La Revolución Rusa abrió mil puertas para que millones salieran de la miseria material, moral y espiritual, libró de la opresión nazi fascista a la humanidad, fue estímulo y respaldo a la emancipación anticolonial y las luchas antimperialistas, y apoyo a la resistencia de los pueblos sojuzgados. El régimen que emergió de aquella gesta terminó siendo también opresor de nacionalidades, exterminador de seres indefensos y verdugo de comunistas, que no solo murieron en los campos de concentración nazis: también en los de la Unión Soviética, pese a reivindicar hasta el final, la mayoría de ellos, su condición bolchevique.

Establecer un nexo entre la ideología (¿la reconocerían como propia sus fundadores?) que guió aquella revolución, con sus proezas, y las causas del estalinismo y la decadencia del “socialismo real” no ha resultado nada sencillo. Vínculos debe haber. Algunos creen encontrarlos en escritos como El estado y la revolución y su férrea caracterización de la “dictadura del proletariado” como realización de una nueva y superior forma de democracia, que, como después resultó evidente, no lo fue.

¿Pudo haber tomado otro rumbo la revolución soviética? Nos queda grande intentar un esbozo de respuesta. Pero los hechos que sí sucedieron ‑con las grandezas y las miserias de sus protagonistas‑ deberían ser reconocidos y examinados en toda su contradictoria complejidad para que, más allá del orgullo y del dolor, encontremos razones para reafirmar que los esfuerzos en pos del gran sueño no fueron vanos. Que, pese a la derrota, valió la pena.

A quienes recorrimos ese camino nos reafirmará en esa convicción intentar comprender y procesar aquella experiencia; sería imposible sin el coraje intelectual que supone buscar explicaciones. Buscarlas realmente, no acomodar los hechos para construir excusas. Esto último impediría, también, rescatar plenamente la grandeza y la dignidad de los revolucionarios del 17.

Como no se pretende hacer aquí una conmemoración ceremoniosa, políticamente correcta y solemne, sino intentar bucear un poco y modestamente ‑de acuerdo a las acotadas posibilidades de este comentarista‑, vamos a insistir: la fuerza de aquella revolución, con su carga de heroísmo, entusiasmo y certezas, tuvo como fatal compañía su propia debilidad: no dejó espacio para la duda, para abarcar el ancho campo de los matices, parte inalienable de la vida. No dejó espacio para plantearse la posibilidad de su propia derrota.

Lo que se impone en estas conmemoraciones, desde hace algunas décadas, es asumir que el fruto de aquella gesta ya no existe.

Fue un grito de guerra contra todo relativismo filosófico y toda vacilación política afirmar que el proletariado alumbraría el comunismo, un régimen social en el que las clases desaparecerían, incluyendo al propio proletariado, que se extinguiría al igual que su partido y que el estado. Hoy no se descarta que esa clase desaparezca, al menos tal como se la ha conocido hasta ahora, pero no a partir de una revolución política sino de los cambios tecnológicos que, por ahora, se están dando en el marco del capitalismo.

El fino criterio táctico de tantos comunistas logró muchas cosas en la brega por conquistar derechos, palmo a palmo, pero no alcanzó para llegar a la meta. La culpa no fue de la táctica, de los esfuerzos y heroísmos que la hicieron avanzar. Finalmente la revolución de las certezas dejó, al retirarse, un mar de incertidumbres. Y por allí irrumpieron con renovados bríos otras rotundidades: el “fin de la historia” y el “pensamiento único” proyectados desde las altas finanzas y el gran capital, fundamentalismos terroristas, el nazi-fascismo reimpulsado, desembozado o vanamente camuflado.

A la intemperie quedaron, junto al inmenso sueño de Octubre, las voluntades de hierro que lo habían seguido impulsando por décadas. Y entonces, de buena o mala gana, hubo que ponerse a reflexionar sin aquel contundente respaldo para la teoría y la acción que fue la construcción iniciada hace cien años en territorio ruso.

Tras la derrota, las valentías individuales y colectivas debieron enfilar por inciertos derroteros. Muchas verdades no estaban donde se creyó. Sí grandes valores, principios siempre vigentes que hacen al humanismo, la justicia, la solidaridad. Esos continuarán peleando. La revolución de los bolcheviques expandió los sueños de igualdad, combatió la resignación y alentó la marcha por alcanzar nuevas dimensiones de la condición humana. Pero aquella estructura que haría realidad los ideales, y que se creyó indestructible, desapareció, implosionó (“rotura hacia dentro”, dice el diccionario con su acostumbrada frialdad).

La Revolución Rusa gravitó extraordinariamente, en diferentes sentidos, en las concepciones políticas del siglo XX, desde las de “ultraizquierda” hasta las de extrema derecha en sus distintas variantes. En algunos casos como inspiración ideológica y respaldo político; en otros, porque en aquel vasto territorio había tomado forma el enemigo: no una inofensiva plataforma utópica sino la más importante experiencia social y política cuestionadora del capitalismo. Y, por eso mismo, la URSS pesó tanto y de tantas maneras también a la hora de retirarse de la escena.

La Revolución Rusa fue con relación al capitalismo la materialización del “otro”. Así lo entendieron sus admiradores y sus enemigos. Hubo un “otro” construido a ambos lados de la trinchera, y cuando desapareció uno de los polos de la irreconciliable contradicción, muchas interpretaciones esmeradamente elaboradas se tornaron inútiles.

No obstante, algunos se empecinan en encontrarle un sustituto al polo caído de la contradicción fundamental apelando a la misma matriz conceptual y metodológica fallida con la que se la interpretó en el pasado. La Revolución Rusa es parte de la historia, pero seguirá teniendo una excepcional importancia (incluso para promover imprescindibles debates y alentar la innovación): merece que se reflexione sobre ella sin tabúes ni preconceptos.

La desaparición del “socialismo real” hizo imperioso replantear los parámetros tradicionales para examinar la política. Afortunadamente no han faltado intentos serios, aunque insuficientes, por interpretar la Revolución de Octubre y sus consecuencias desde muy diversos ángulos y visiones. Sería insensato concebir que esa es una tarea solo o prioritariamente de comunistas y excomunistas. Debería valorarse la ampliación del campo de las interpretaciones, dar la bienvenida a la incorporación de diversos puntos de vista incluyendo los de quienes no vienen de las tradiciones socialistas y comunistas. Un abordaje fecundo de la Revolución de Octubre debería incluir visiones proyectadas desde diferentes “ADN” ideológicos y experiencias políticas.

Para poner un ejemplo sobre un tema relevante: la revalorización de la democracia que fue haciendo la izquierda desde fines del siglo pasado se nutrió de liberalismo político, de republicanismo y de ideas que no habían surgido (o que tuvieron dificultades para desarrollarse) en los marcos de la praxis[1] socialista y comunista.

Una interpretación de la Revolución Rusa y sus consecuencias constreñida a códigos de análisis, conceptualizaciones y categorizaciones circunscriptos exclusiva o básicamente a lo que se dio en llamar “marxismo‑leninismo” no ayudaría a profundizar en el estudio de uno de los fenómenos más importantes de la Historia, que es mucho más que una referencia identificatoria de determinados sectores políticos de la actualidad. Discutir sobre la Revolución Rusa es discutir sobre la Política: ahondar no solo acerca de un hecho histórico sino sobre el presente y el futuro de la humanidad.

Ampliar los horizontes del análisis, impregnar de exigencia las interpretaciones, extraer nuevas enseñanzas sería hacer honor a los luchadores de Octubre y a los millones que en el acierto o el error lo dieron todo por sus ideales.

Seguramente al tornar más exigentes las indagaciones nos golpearán con redoblada fuerza hechos que no pudimos o no quisimos ver: es preferible aceptar el desafío, asumir, para que no se marchiten el sentido crítico y la voluntad de cambiar. De cambiar el mundo en favor de las grandes mayorías nacionales y populares, como gustaba decir Liber Seregni.

La Revolución Rusa seguirá formando parte de anhelos y esfuerzos en la inacabable marcha por la justicia y la libertad. Aunque sus llamas se hayan apagado y dejado llagas dolorosas, las brasas seguirán encendidas mientras las injusticias abochornen al mundo.

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