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“LA HISTORIA NO TIENE TIEMPO PARA SER JUSTA”

 Publicado: 09/01/2019

“Stefan Zweig: Adiós a Europa”: del dolor sin retorno


Por Andrés Vartabedian


“Tres veces me han arrebatado la casa y la existencia, me han separado de mi vida anterior y de mi pasado, y con dramática vehemencia me han arrojado al vacío, en ese «no sé adónde ir» que ya me resulta tan familiar. Pero no me quejo: es precisamente el apátrida el que se convierte en un hombre libre, libre en un sentido nuevo; sólo aquel que a nada está ligado, a nada debe reverencia. […]

Y es que me he despojado de todas las raíces, incluida la tierra que las nutre, como, posiblemente, pocos lo han hecho a lo largo del tiempo. […]

En la lengua en que la había escrito y en la tierra en que mis libros se habían granjeado la amistad de millones de lectores, mi obra literaria fue reducida a cenizas. De manera que ahora soy un ser de ninguna parte, forastero en todas; huésped, en el mejor de los casos. […]

He sido homenajeado y marginado, libre y privado de libertad, rico y pobre. Por mi vida han galopado todos los corceles amarillentos del Apocalipsis, la revolución y el hambre, la inflación y el terror, las epidemias y la emigración. He visto nacer y expandirse ante mis propios ojos las grandes ideologías de masas: el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y, sobre todo, la peor de todas las pestes: el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea”.

Stefan Zweig – “El mundo de ayer. Memorias de un europeo” (1942)

 
 

Este comentador debe admitir honestamente que, hasta haber visto Stefan Zweig: adiós a Europa, no conocía al escritor y al pensador que la inspira más que como referencia académica o de simple cultura general: su nombre, su fama, su popularidad -al menos en cierto momento-, algunos lomos de libro con su nombre en la biblioteca familiar o en algunas mesas de saldos de diversas librerías; conocía que algunos filmes importantes se habían basado en sus obras (María Antonieta, de 1938, dirigida por W.S. Van Dyke y Julien Duvivier; Carta de una enamorada, la versión de Max Ophüls de 1948; hubo varias más; La paura -también llamada Ya no creo en el amor- de Roberto Rossellini, 1954; El gran hotel Budapest, de Wes Anderson, 2014). Poco más.

Debe admitir también que ha leído lo suficiente a partir de ese momento: para informarse, para conocer, para reconocer. Incluso para elegir el epígrafe que abre este artículo. No concibe vincularse a su figura sin citarlo mínimamente. Por otra parte, ese es el tono -el de sus últimas y dolidas palabras- con el que Maria Schrader, intuye este comentador, acometió esta preciosa empresa de llevarlo a la pantalla grande. (Preciosa tanto en su acepción de bella cuanto de valiosa).

Y admite, finalmente, que el interés ha crecido aún más y considera que no podrá dejar de frecuentarlo a partir de este momento. Ha comprobado que, sin dudas, vale la pena acercarse a su vida y a su obra. Y de eso trata este artículo: de intentar contagiar ese espíritu, esas ganas. Intentar trasladar, aunque más no sea mínimamente, lo que ha logrado el Stefan Zweig... de Maria Schrader y su particular modo de acercamiento al hombre, sus circunstancias, y algunas de sus ideas. Que qué otra cosa es el buen arte que una forma de contagio.

Maria Schrader (Hannover, Alemania, 1965) no elige realizar una biografía convencional del novelista, ensayista, dramaturgo, biógrafo…, una sucesión cronológica de hechos señalados en su vida, constructores del Stefan Zweig famoso escritor, y del activista social en el que, de algún modo, devino. No busca abarcar su trayectoria como intelectual, su prestigio, ni sus hitos literarios. No rastrea en infancia y juventud tratando de explicarlo; algo que no hubiera resultado extemporáneo pensando en la amistad que unió a Zweig con el fundador del Psicoanálisis, Sigmund Freud, y pensando también en la importancia que otorgó aquél al tratamiento psicológico de los personajes que creó o sobre los que escribió como biógrafo. Al momento que Schrader decide tomarlo, todo ello aparece ya consolidado, ya instalado en su vida. Con todo ello Zweig debe lidiar, con gusto o con disgusto. Para el tiempo en el que Schrader decide retratarlo, Stefan Zweig es ya la figura como la que será recordado. O casi.

Estructurada, cual obra literaria, en una introducción, cuatro capítulos y un epílogo, Schrader opta por situarnos en los últimos años de vida del literato austrohúngaro (1881-1942) nacido en la Viena aún imperial. Nos ubica directamente en 1936, en su pasaje por la Río de Janeiro todavía capital brasileña, previo a su participación en el XIV Congreso del PEN Club Internacional (asociación mundial de escritores fundada en 1921 que, en sus inicios, reunía a Poetas, Ensayistas y Novelistas, de donde surgió su acrónimo) desarrollado en Buenos Aires. Desde allí nos traslada a Bahía, nuevamente en Brasil, para luego saltar a Nueva York, EE.UU., y volver a Brasil, a instalarnos en su última ciudad de habitación, Petrópolis. Viajes, trasiegos, que hablan tanto de su exilio -voluntario al comienzo, ante el avance del nazismo, sin posibilidad de retorno luego, por su ascendencia judía y ya prohibidos y quemados sus libros- como de su reconocimiento como autor de fama mundial, invitado y bienvenido en decenas de países; aunque también dice de su pasión por viajar -pasión que la holgada situación económica de su familia le había facilitado desarrollar- y hasta de su militancia social buscando colaborar con quienes pretendían huir de la persecución nacionalsocialista y la guerra europea -tocando diversas puertas, apoyado en su prestigio, contactos de toda índole y su pequeña fortuna-.

Sin embargo, esta estructura por la que Schrader opta, no sigue los pasos de Zweig por los últimos seis años de su vida tramo a tramo. Lo que la distingue son los saltos abruptos de tiempos y espacios, ubicándonos junto al personaje cual si asistiéramos a la observación de algunas fotografías aisladas del final de su álbum vital. Instantáneas de un trozo de vida, muy precisamente seleccionadas, que hilvanan perfectamente la respetuosa, contenida, y cariñosa semblanza de ese ser exquisito y acongojado que nos presenta en pantalla. Un estimable dato adicional: seremos nosotros, espectadores, los que deberemos completar los huecos dejados entre los aislados momentos registrados. Seremos nosotros los que deberemos darle forma definitiva a esa figura en su doliente crepúsculo. Porque Stefan Zweig es un hombre, y como tal presenta virtudes, falencias, dudas, ambigüedades… Seremos nosotros quienes, en definitiva, juzgaremos su acción o su inacción y cargaremos de moral algunas de sus actitudes, de sus decisiones. Schrader, ciertamente, apunta un sesgo, pero no lo impone. Parece preferir el registro, y dejarse llevar por él.

Y ¿por qué utilizar este término: “registro”? Porque esos momentos seleccionados aparentan una observación de tono casi documental. Porque ingresa y sale de ellos de forma intempestiva, cual fotógrafo que retrata un momento y sólo un momento. Porque deja suceder como si no estuviera presente, como si no estuviéramos presentes. Y las escenas fluyen de modo naturalista, sin música extradiegética, por ejemplo; y los personajes dicen y hacen sin percatarse de la cámara que los atisba, que los escucha con atención, que intenta comprenderlos... Si apenas se deja ganar en pequeños lapsos por el cavilar melancólico de Zweig, perdida su mirada en los esbeltos árboles, los altos plantíos de caña de azúcar o el humo de su quema al cosecharse; por su paso cansino, como demorado, como sin tiempo, en su andar por las empinadas calles de tierra o el asfalto de su nueva ciudad; por cierta humedad que se gana en sus ojos ante la nostalgia invasiva de su tierra natal y de la Europa que ya no será… Europa: la patria elegida por su corazón, como él mismo lo definiera.

Y es que Zweig se desgarra interiormente por la violencia a la que se ve sometido su continente, por la persecución del hombre por el hombre, por la decadencia de los valores culturales en los que tanto confiaba y en los que su obra abrevaba, por la derrota cotidiana de la esperanza... De la suya. De la de tantos. De la de tantos que confiaron en la fugacidad de la desdicha que había sobrevenido al Viejo Mundo. Que confiaron en que alguien le haría frente, la detendría; lograría enderezar el rumbo; retomaría la senda de la supuesta paz anterior a la Gran Guerra. Visión romántica, quizá, producto del idealismo que lo caracterizaba, sobre un mundo que había cambiado definitivamente para él. Que había cambiado definitivamente, no sólo para él.

Dolor romántico, en el sentido más decimonónico del término, que no pudo soportar y que lo conduciría a su serena muerte elegida, también romántica. Stefan Zweig y su segunda esposa, Lotte, se suicidarían, envenenándose, el 22 de febrero de 1942. Fueron hallados en su lecho, ambos tomados de la mano. Todo había quedado perfectamente ordenado, la casa limpia, las cartas-despedida redactadas. Lotte estaba allí: su antigua y devota secretaria, la que nunca abandonó definitivamente ese rol ni su fiel devoción, aquélla que lo amó “con pasión y amistad”, al decir de Gabriela Mistral; la que lo acompañó incondicionalmente hasta el postrer viaje, aun a pesar de sus casi treinta años menos de camino recorrido.

Schrader elige no acercarnos la violencia de la muerte. Ella está allí, apenas insinuada, en un fuera de campo preciso, apenas interrumpido por la puerta con espejo de un ropero que se abre y que los refleja fugazmente, inmortalizados en su simbiosis, recreando la foto que de aquella escena se conserva. Y es que Schrader ha decidido, en todo momento, aludir a la violencia, no enseñarla. Zweig ha decidido alejarse físicamente de su aspecto concreto, tangible. Su sensibilidad, su pacifismo a ultranza, cierta fragilidad -cierta cobardía para algunos-, prefieren la distancia de aquel afán de muerte que por entonces había ganado a buena parte del mundo y que a Zweig lo estruja, lo corroe lentamente. He allí otro de los méritos de Schrader: dicha violencia, presencia permanente en el pensamiento y el trajinar del afligido autor, asoma como un fuera de campo constante en la escena. Está allí siempre. Pero es presencia sin corporeidad; referencia constante desde las Américas, nunca recreación de hechos concretos. Es lo que sucede con Zweig, que sin padecerla en carne viva, la siente profunda y permanentemente; marca todo el ahora de su exilio, ya fuera que recayera sobre sí o sobre otros cercanos en estima o cercanos en humanidad. Y la torna suya en sus diversas formas: desde las censuras, las prohibiciones, las fogatas literarias o la pérdida de accesos, hasta los destierros, los ataques aéreos o los campos de concentración. Está allí siempre, en las desgarradoras cartas que le llegan por decenas, solicitando su solidaridad para obtener salvoconductos, dinero, o ambas cosas, y que intentan, ante todo, sostener la dignidad; está allí siempre, en los telegramas constantes que él dirige a mandatarios conocidos, a funcionarios estatales de confianza, a conocidos de conocidos, para que intercedan por una visa, por un asilo, para familiares, amigos, o amigos de amigos; está allí siempre, en las noticias que cada día parecen ser más graves, más lejanas a la derrota del pequeño hombre ario y más cercanas al “paraíso” en el que había decidido afincarse: los sucesos en Uruguay -Graf Spee mediante- alertaban la proximidad, la guerra había llegado al Caribe, Brasil estaba a punto de ingresar de lleno en el conflicto… Está allí siempre, en su lucha interior constante sobre cómo ayudar y qué más hacer y su deseo de refugiarse definitivamente, de aislarse en su escritura, a la que tanto sufrimiento interrumpe. Está allí siempre, en la búsqueda de mantener su independencia como escritor, su apartidismo, el respeto por los países y sus pueblos y la demanda constante de periodistas y amigos, del propio mundo académico en el destierro y de quienes se solidarizan con ellos, de la toma de partido y la condena explícita y contundente al régimen que los excluía.

Stefan Zweig se consideraba un hombre de letras, no un activista ni un político. La política traicionaba la palabra a través del eslogan. Eran sus obras las que debían hablar; ellas podían tener una dimensión política, no sus declaraciones rimbombantes. Era sencillo decir desde el otro lado del mundo. No había riesgos que correr, no había nada que temer. Sería “obsceno e insignificante” manifestarse ante audiencias en las que ya tenía el aplauso asegurado, en las que la opinión no estaba sujeta a debate. Cualquier gesto de aparente resistencia entre convencidos se tornaba mera búsqueda de reconocimiento; un simple acto de vanidad. Indudablemente, en un mundo polarizado, pocos compartieron, siquiera entendieron, esa postura.

Desconocían al mismo Zweig que escribiera Jeremías (1916) durante el desarrollo de la Primera Guerra Mundial mientras trabajaba como empleado de la Oficina de Guerra del Imperio Austrohúngaro en el que naciera -había sido declarado no apto físicamente para integrar el ejército-. Obra teatral de inspiración bíblica que ya expusiera todo su antimilitarismo a partir de los sucesos de la propia guerra en curso. Desconocían al autor de Erasmo de Rotterdam (1934), aquel “primer europeo”, según sus palabras, que intentó ser puente entre dos concepciones opuestas como las del catolicismo y el protestantismo, que ocasionaron tanto sufrimiento como el que, por aquel entonces, ocasionaba la disputa entre fascismo y democracia. Personaje que, aun en el fracaso, intentó “unir el mundo”, no colaborar en su desmembramiento.

Pretendieron una sentencia. Stefan Zweig no la dio. “La historia no tiene tiempo para ser justa. Como frío cronista no toma en cuenta más que los resultados”, se le escuchó decir. Sin embargo, nada de esto le impidió seguir siendo, seguir produciendo, desde sus más firmes convicciones.

De todos modos, llegó el tiempo en el que la desazón de la desesperanza se interpuso definitivamente enhiesta. Y él no pudo. Stefan Zweig no pudo, no quiso, cargar más con su hondo dolor, con su incapacidad de más, con su ansiedad de humanidad...

“Antes de dejar la vida por mi propia voluntad y en pleno uso de mis facultades mentales, me urge cumplir con un último deber: agradecer de todo corazón a este maravilloso país que es Brasil que nos haya ofrecido a mí y a mi trabajo una tregua tan bondadosa y hospitalaria. He aprendido a querer a este país más cada día y en ningún otro lugar me hubiese gustado más reconstruir de nuevo mi vida, una vez que el mundo de mi propia lengua se ha hundido para mí, y Europa, mi patria espiritual, se ha destruido a sí misma.

Pero una vez cumplidos los sesenta años haría falta una fuerza especial para empezar otra vez de nuevo. Y las mías están agotadas por los largos años de peregrinar sin patria. Por eso me parece mejor concluir a tiempo y con ánimo sereno una vida para la que el trabajo espiritual siempre fue la alegría más pura y la libertad personal el mayor bien sobre la tierra.

Saludo a mis amigos. ¡Ojalá puedan aún ver el amanecer! Yo, demasiado impaciente, me adelanto a ellos.

22 de febrero de 1942”

Ficha técnica
 

Título original: Stefan Zweig: Farewell to Europe Austria/Alemania/Francia, 2016, 106 min.

Dirección: Maria Schrader

Producción: Stefan Arndt, Danny Krausz, Denis Poncet, Uwe Schott

Guión: Maria Schrader, Jan Schomburg

Fotografía: Wolfgang Thaler

Música: Tobias Wagner

Edición: Hansjörg Weißbrich

Elenco: Josef Hader (Stefan Zweig), Aenne Schwarz (Lotte Zweig), Barbara Sukowa (Friderike Zweig)

6 comentarios sobre ““Stefan Zweig: Adiós a Europa”: del dolor sin retorno”

    1. Muchas gracias a ti, Magui, por la lectura y el comentario. Me permito decir que no creo que se trate de sensibilidad. Más allá del análisis, lo primero en el arte siempre es el «me gusta», «no me gusta». Incluso para mí. A partir de ello, que en mi caso fue un: «me gustó mucho», es que comenzamos a pensar en cómo se construyó la comunicación que propone el filme y porqué provoca lo que provoca. En mi caso, además, me lo propuse y me di tiempo y lecturas para que surgiera lo que surgió al final (que no fue sencillo, por otra parte, por el desconocimiento del que hablo al comienzo del artículo). Es parte del trabajo del crítico, considero.
      Gracias nuevamente. Cordiales saludos.

  1. Me uno a los comentarios elogiosos de esta reseña. No agrego más: felicitaciones, Andrés. Casualmente vi hace poco la versión original con subtítulos en francés (el canal original contenía diálogos en alemán, inglés, español, francés y portugués) y comparto que es una gran película, de las pocas de hoy que vería varias veces. Vista en Europa resalta su actualidad en medio de los grandes dilemas de hoy (salvo la guerra y el holocausto desde luego). Probablemente esto fue intención de la realizadora. Eso sí: es exagerado suponer que los contemporáneos de Stefan Zweig desconocían su obra: fue en su tiempo uno de los autores más traducidos y publicados. Y controvertido, además (la izquierda brasileña no le perdonó su amistad con la dictadura de Getulio Vargas, creo que hay una referencia en los diálogos). Confieso que, impresionado por esta obra, me leí su trabajo sobre Erasmo de Rotterdam y noté cierto paralelo entre las dudas de uno y otro humanista a través de los siglos que los separaron. El suicidio de Zveig y Lotte en 1942 podría verse como expresión de su drama personal ante la derrota histórica del humanismo.

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