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LEER NO ALCANZA; ES PRECISO INTERPRETAR.
La interpretación como forma suprema de la lectura
Por Santiago Cardozo
De la interpretación a la comprensión
1. Hubo un tiempo en que la palabra “interpretación” gozaba de alta estima. La idea de penetrar en un texto y poder leer lo que se decía, lo que se decía más allá o más acá de lo que se decía, lo que se callaba, lo que hablaba a través y/o a pesar de lo que se decía, las diversas formas en que la historia y la ideología tallaban (en) cada enunciado, cada engarce textual (aunque, ciertamente, sin agotar el sentido de lo dicho) era -y sigue siendo- el objetivo más añorado del aprendizaje de la lectura y la escritura, lo que justificaba la tarea (iniciática) de la escuela, lo que hacía que la institución escolar tuviera sentido como institución pública, gratuita y obligatoria. Más que comprender un texto, la cuestión era interpretarlo, ignorando las recomendaciones que Marx y Engels imprimieran en el Manifiesto (y sobre las que más de un siglo después, de forma entusiasta y diversa, volvería Susan Sontag en el conocido ensayo “Contra la interpretación”). Sin embargo, esta especie de bravuconada filosófica de los populares barbudos permitió pensar mejor el hecho de que la interpretación de la realidad es ya una praxis, interpretación que se realiza, ante todo, en los discursos que circulan socialmente, de los que no está excluida, desde luego, la literatura, punto neurálgico sobre el que volveré para tratar de ilustrar un problema que viene dominando desde hace mucho tiempo la escuela y, en menor medida, el liceo uruguayos: el problema de la despolitización de las letras o del saber letrado.
También hubo un tiempo, hasta hace muy poco, en que la interpretación empezó a quedar reservada para los textos literarios, textos que, por su propia constitución, merecían la interpretación, mientras que la comprensión actuaba mejor y sobre todo en el resto de los textos, especialmente en aquellos que explicaban o argumentaban según una extendida tipología que desconocía las diversas e intrincadas formas en que las narraciones explican y argumentan cosas, sin adoptar las “estructuras” explicativas y argumentativas cuya expansión didáctica hizo no pocos estragos en la escuela oriental.
En este sentido, voy a arriesgar una hipótesis cuya verificación es objeto de un trabajo de investigación de largo alcance, en curso, a saber: que la interpretación presupone y fabrica un lector político, digamos, atento particularmente al lenguaje poético (en el sentido del lingüista eslavo Roman Jakobson), mientras que la comprensión, con el nuevo sentido asumido, presupone y fabrica un lector corriente, volcado fundamentalmente sobre la transparencia referencial del decir (también en el sentido que Jakobson le da a la función referencial, orientada al tema del que se habla). Esto es, hablar de interpretación, planteársela como un problema y como un objetivo, suponía interpelar al alumno en términos de una actividad intelectual y afectiva con relación a los textos objetos de la interpretación, interpelación que lo situaba en una posición de tratamiento de y con lengua, a resguardo, si se quiere, o intentando quedar al margen, de la idea de usuario de la lengua, nefasta expresión que, por fuera de su empleo teórico específico, sellaba el vínculo instrumental entre el hablante y la materia verbal de la expresión discursiva. Así pues, la interpretación obligaba al alumno a enfrentarse con el texto (con su forma/contenido), poniendo el ojo en sus diversos aspectos y niveles, atreviéndose a arriesgar lecturas propias, asentadas, sin embargo, en una lengua común (o ficticiamente común) que debía disponibilizarse para poder cumplir con ese noble objetivo escolar de la alfabetización: aprende a leer y a escribir. La interpretación y la alfabetización se determinaban recíprocamente, hecho que constituía el verdadero desafío de la escuela, especie de teleología política que la justificaba como scholé, como espacio de “ocio o tiempo libre” (también, según su etimología, de “estudio”), de “retiro espiritual” respecto de la vida doméstica, pragmática, la vida de todos los días.
Ahora bien, cuando la interpretación comienza a perder terreno a manos de la comprensión (aunque, en alguna oportunidad, se las haya tomado como equivalentes, la comprensión fue “neutralizándose” semánticamente, es decir, sacándose de arriba todo contenido sospechosamente ideológico), la alfabetización recibe una considerable herida en su hechura inherentemente política. Comprender un texto pasa a tener una marca notoriamente cognitiva, como si esta marca asegurara una asepsia política que nos permitiera cobijarnos en la vereda de enfrente de la interpretación. Digamos, pues, que el “paradigma cognitivista” trajo consigo un “desinflamiento” del concepto de interpretación en beneficio de la traslucidez del concepto de comprensión como algo que hace la mente aplicando tales o cuales procedimientos de lectura.
2. Se puede, desde luego, comprender mal, de la misma forma en que se puede interpretar mal; pero, cuando ocurre lo segundo, se está más cerca del bolazo o de la herejía (para el caso de la interpretación de los textos bíblicos), o más cerca del exabrupto jurídico, más aun cuando se invoca el espíritu del legislador y/o las dos bibliotecas (nótese que plantear las cosas así supone ya proponer la existencia de una literalidad que resulta torcida a fin de darle una interpretación más allá de la letra impresa, cuya fuente inagotable es esa figura etérea del espíritu de la ley, como si la propia redacción del texto normativo no implicara, desde siempre, un juego interpretativo, aunque este se venda o se muestre como “objetivo” o “descriptivo”). Como sea, textos bíblicos y jurídicos son, ante todo, objetos de interpretación, susceptibles de ser retorcidos por la letra; o mejor, son textos “torcibles” por la letra, lo que los define, precisamente, como textos. Asimismo, la interpretación ha tenido que ver, a diferencia de la comprensión, o al menos más que la comprensión, con lo hermético, lo abstruso, lo oculto al entendimiento inmediato (por ejemplo, Delfos), lo que no se presenta con nitidez a la lectura (lo que se resiste a ser leído). Por ello, el ejercicio de la interpretación juega con la posible transformación del texto interpretado, sobre el que se cultiva, llegado el caso, una conducta de infidelidad, que es un “hacer decir”, una creación en y a partir de la diseminación y, por qué no, en y a partir de la inseminación (las palabras son efectivamente inseminadas con la experiencia propia y con las lecturas previas que cada uno ha realizado, y esta inseminación da lugar a algo nuevo, a algo distinto de lo que el texto ha puesto ante nosotros).
En cambio, la comprensión parece funcionar como un apaciguamiento o una conjuración de los peligros y los efectos indeseados e indeseables de la interpretación, puesto que, a fin de cuentas, está en juego esa infidelidad que haría decir cosas no dichas por el texto interpretado, especie de moral condenable que pide mantener el acuerdo tácito de un “al pie de la letra”. Si bien la comprensión no niega la idea transaccional que entiende el sentido del texto como una co-construcción entre el propio texto y el lector, sí parece querer evitar los movimientos y deslizamientos más radicales del sentido, que se producen por efecto del acto interpretativo. En resumidas cuentas, la comprensión se presenta como una forma de relación más amable con el texto leído, que no suscribe las “traiciones” o “infidelidades” interpretativas que ponen en el texto un sentido que este no tiene o no tendría.
Una casuística antojadiza como la que sigue -ejercicio de la interpretación (contra la comprensión o, en todo caso, como una actividad más compleja, más abierta, si se quiere)-, intenta mostrar el peso de la lectura ejercida sobre el texto interpretado, al que se le “extrae” un interminable jugo, cuya relevancia estriba en algo así como la práctica de un “método de lectura” específico, de un “hacer hablar” históricamente indispensable, en el cual la sentencia “leer es haber leído” del austríaco Leo Spitzer viene como anillo al dedo, puesto que plantea que siempre nos estamos moviendo de un texto a otro, de una biblioteca a otra: la lectura de Freud de La interpretación de los sueños, de los lapsus en Psicopatología de la vida cotidiana, así como la interpretación de los síntomas y de los chistes; la lectura de Althusser practicada como “lectura sintomal” en Para leer El capital (texto escrito con Étienne Balibar); la que Derrida llevara a cabo, por ejemplo, en Espectros de Marx, leyendo el Manifiesto del Partido Comunista como literatura, a la luz del Hamlet shakespeareano; o la que Borges, entre las infinitas lecturas que pone en marcha y en escena y en escena/en marcha, narra en “La muralla y los libros” (Otras inquisiciones) cuando calibra conjeturas sobre la construcción de la “casi infinita muralla china”, ordenada por el Emperador Shih Huang Ti, y la destrucción, ídem, de todos los libros anteriores a él: “Herbert Allen Giles cuenta que quienes ocultaron los libros fueron marcados con un hierro candente y condenados a construir, hasta el día de su muerte, la desaforada muralla”. Esta noticia favorece o tolera otra interpretación”. Véanse la “o” que ofrece opciones o la “o” que nombra de manera diferente la misma cosa: favorecer y tolerar, una antítesis que, a su vez, opone la segunda “o” a la primera. Conjuntamente, es Borges el escritor del acto interpretativo, que heredamos para siempre en el uso del verbo “conjeturar” y en la abundancia del adverbio “acaso”: “Acaso la muralla fue un desafío…”, “Acaso Shih Huang Ti amuralló el imperio…”, “Acaso el incendio de las bibliotecas y la edificación de la muralla…”.
Como interpretaciones particulares que son, estos actos de lectura (a los que podríamos añadir otros tantos: la lectura que Lacan hace de Saussure o la que Žižek y tantos otros hacen de Lacan; la lectura que Sandino Núñez hace de Hegel con Lacan y de Lacan con Hegel) constituyen momentos históricos singularmente centrales en las formas de afrontar la materia de la que tratan, “aplicando” cierta “infidelidad” que se atiene, paradójicamente, a la literalidad del texto interpretado, buscando las rendijas en las que se pueda meter la cuña interpretativa de los intereses particulares de los “intérpretes”.
3. ¿Quiere decir esto que la idea de comprensión no tiene mayor sustento teórico ni didáctico (para el dominio educativo) comparada con la de interpretación? La respuesta es no, pero, al mismo tiempo, hay que agregar que, teniendo en cuenta los modos en que fueron utilizadas ambas nociones y el lugar que se les asignó, por ejemplo, en la didáctica de la lengua, la idea de comprensión parece haberse constituido asépticamente, sin el “lastre” político o ideológico que poseía la idea de interpretación. Así, desde cierto punto de vista, interpretación y comprensión se superponen parcialmente (aunque nunca se homologuen), en virtud de la práctica de una determinada laxitud teórica; pero, desde otro punto de vista, interpretación y comprensión se oponen o, en todo caso, la interpretación funciona como una negación del carácter presuntamente neutro, aséptico, del sentido técnico de la idea de comprensión. Como tecnicismo, entonces, la idea de comprensión, en su expansión teórica y didáctica, dio lugar a o fue consecuencia de una reconfiguración del campo de la lectura y la escritura y, con ello, afectó notablemente al concepto de alfabetización, volviéndolo más flexible y adaptable a cualquier circunstancia.
Temeraria o no, esta hipótesis, cuya verificación, repito, está en proceso de establecerse, me sirve para pensar el problema que quiero discutir acá: que el desinflamiento de la interpretación produjo efectos de despolitización de la lectura y la escritura y, con ella, del concepto de alfabetización, consecuencia de lo cual es su considerable ensanchamiento, a fin de contener otras cosas que no fueran la lectura y la escritura, como la observación de las nubes, la acumulada experiencia de vida que va generando cierta sabiduría sobre los más diversos asuntos: la cosecha del arroz, la vendimia, los conocimientos de albañilería o carpintería, de los yuyos, y un larguísimo etcétera que abraca todo lo pensable.
En este sucinto cuadro esbozado, es posible sostener que, mientras el concepto de alfabetización ampliaba sus fronteras, la noción de interpretación se resquebrajaba considerable y notoriamente, deshaciéndose del compromiso con la forma y el contenido del decir en su articulación desanudable (quedaban atrás los tiempos en que los textos más difíciles eran aquellos que había que interpretar, aun cuando no fueran literarios, aunque, sin embargo, se escribían poéticamente). Paralelamente, la comprensión, al ir ganando terreno, fue “profesionalizándose” en un conjunto de planillados que la clasificaban en función de diferentes aspectos, la mayoría de ellos provenientes de la psicología cognitiva, del cotejo entre lo que hace un lector experto frente a lo que hace uno inexperto. Así pues, conforme la comprensión ofrecía y sigue ofreciendo el escenario adecuado para la medición experimental, para la estadística de laboratorio (una serie de pruebas de competencias lectoras fue creciendo como un gigantesco hongo que, hoy día, lo cubre todo), la interpretación se resiste a la medición ejecutada bajo la forma de diferentes tests.
El inconsciente didáctico
4. La hipótesis arriesgada se fundamenta, ante todo, en el modo en que fueron tratadas, en la escuela y el liceo uruguayos, las funciones del lenguaje estudiadas por Roman Jakobson, ya de forma deliberada, ya de forma oblicua (cuando no obliterada), tangencial, como expresión, digamos, del inconsciente didáctico (en una futura publicación que se llamará Política de la lectura, Adriana Cabakian da cuenta en su texto del modo en que el esquema de la comunicación de Jakobson fue concebido en la enseñanza secundaria, particularmente en algunos manuales de Idioma Español ampliamente utilizados por los alumnos del Ciclo Básico nacional).
Recordemos que la función referencial del lenguaje es aquella en la que el decir se orienta hacia el referente, hacia el tema del que se habla, según la lógica de una transparencia referencial que, llegado el caso, se concibe como objetividad o neutralidad del hablante respecto de la realidad a la que refiere. Así, es notoria la diferencia entre los siguientes enunciados: “Hay 30 grados” y “Hace un calor de la gran siete”. En el primer caso, el enunciado se limita o parece limitarse a señalar un estado de cosas (dejemos de lado la posible discusión que puede caer sobre el número 30, atendiendo a la precisión del instrumento empleado para la medición de la temperatura). En cambio, el segundo caso exhibe con toda claridad que el hablante pone sobre la mesa su “interioridad” con relación a la temperatura referida, expresando su estado de ánimo (el hablante da su opinión, emite un juicio, produce un enunciado subjetivo frente a la neutralidad del primer ejemplo).
Por su parte, la función poética del lenguaje pone en escena la forma en que se dicen las cosas, con lo cual se destaca la materialidad misma del decir, los juegos de diversa índole que componen el enunciado (el mensaje, diría Jakobson), y reclama, por ello mismo, interpretación, en términos de los efectos de sentidos suscitados, siempre abiertos a las lecturas que se puedan realizar. El segundo ejemplo propuesto presenta este funcionamiento del lenguaje (la orientación hacia la forma de decir) cuando leemos “de la gran siete”, en la medida en que el hablante está utilizando una expresión que, por hecha, coloquial, llama la atención sobre sí, destinada a significar una cantidad extrema, superlativa (“Hace un frío de la gran siete”, “Tengo una gripe de la gran siete”, etcétera), en lugar de un decir menos llamativo, como podría ser “Hace muchísimo calor” (enunciado que, de todos modos, sigue mostrando la “interioridad” del hablante respecto del contenido de lo que dice, pero que no reclama la atención en virtud de la forma que asume, en tanto en cuanto esta forma no resulta mayormente llamativa).
5. Considerando estos ejemplos, es no poco cierto (discúlpeseme la lítote) decir que “Hay 30 grados” y “Hace muchísimo calor” son objeto de comprensión, mientras que “Hace un calor de la gran siete” (o “Hace un calor de la masita/que raja la tierra/de morirse”) constituyen casos que requieren, más que comprensión, interpretación. La razón de esta diferencia estriba en que los ejemplos están compuestos de forma notoriamente diferente: en el primero, de nuevo, se da cuenta de un estado del mundo, con relación al cual el enunciado puede valorarse como verdadero o falso; en el segundo, el hablante dramatiza su punto de vista respecto del estado de cosas referido, hecho que da lugar a lo que Jakobson llama función emotiva del lenguaje (el decir orientado hacia el emisor); en el tercero, dado que el lenguaje está orientado hacia su propia forma, la actividad lectora es más exigente, por cuanto el mensaje (siempre con Jakobson) es más opaco, pues la función poética “pone en evidencia el costado palpable de los signos, [y] profundiza […] la dicotomía fundamental de los signos y los objetos” (Jakobson, 1963, p. 218), haciendo que la distancia definicional entre unos y otros, machacada, en este caso, por “de la masita”, reclame interpretación, atendiendo a los efectos de sentido que se generan, precisamente, por el trabajo sobre la propia forma del decir.
No ignoro, desde luego, que la hipótesis que planteo puede ser, supongo, fácilmente refutada, al menos en cuanto al hecho de que las diferencias entre los sentidos de “comprensión” y de “interpretación” no son distinguibles con tanta claridad, por lo cual hay razones suficientes para dejar de lado el argumento que estoy intentando construir, o de que no hay entre ellos una auténtica oposición. Sin embargo, esto no alcanza para descartar la hipótesis en cuestión: en efecto, el punto que quiero mostrar radica en que la idea de interpretación, tan cara a cierta interpelación política del alumno a la hora de enfrentarse a un texto (y a la lengua), ha sido objeto de un notorio desinterés, programado o no, que le ha hecho campo orégano al concepto de comprensión, con el cual la enseñanza de la lengua se ha quedado más o menos tranquila, como quien se queda calladito y sin chistar con aquello que funciona de forma más bien aproblemática, aun cuando, por ejemplo, la tan manida expresión “alumnos críticos” esté intrínsecamente ligada a la posibilidad de comprender los textos y sean de público conocimiento los problemas de comprensión existentes en todos los niveles educativos, gritados a los cuatro vientos por evaluaciones internacionales y domésticas y evidenciados, un año sí y otro también, por la transición de los estudiantes desde Secundaria hacia la Universidad de la República, lugar en el que encuentran diferentes tipos de obstáculos relacionados con la lectura de los materiales propuestos.
6. En las diferentes y cambiantes relaciones que puedan observarse entre las ideas de comprensión y de interpretación, llama especialmente la atención que, al mismo tiempo que la segunda comienza a cederle espacio a la primera, pasando a integrar el conjunto de reliquias que alguna vez valió la pena defender en el terreno educativo, ingresa a la consideración escolar y liceal una serie de textos elementalmente utilitarios, que presupone una concepción de la lengua brutalmente instrumental, como, por otra parte, siempre se ha dicho de la lengua y de la matemática en Secundaria: que son materias instrumentales.
Estos textos que -aggiornados la escuela y el liceo a los nuevos tiempos que corren (tiempos neoliberales, tiempos del fin de la historia y de las ideologías)- se hacen con el espacio didáctico, también introducen la vida doméstica en el interior de la vida política de la scholé. En efecto, la instrumentalidad brutal de las instrucciones para armar un ropero o un ventilador o para hacer un guiso de lentejas, de los dorsos de cajas de salsa de tomate o de sobres de sopa crema, etcétera, provoca una herida que aun sangra en el corazón mismo de la institución escolar (incluyo acá también el liceo), la herida que la multiplicación y el desarrollo de la vida doméstica le infringen a la vida de la polis en las aulas escolares y liceales.
En este sentido, los nuevos textos devenidos vedetes de la didáctica de la lengua (bajo el amparo de la inclusión de la diversidad de las prácticas comunicativas humanas, especie de argumento truchamente democrático) consagran hasta hoy el triunfo de lo elemental, lo rutinario, lo sin gracia y sin relieve en la enseñanza de la lengua y, me animo a decir, en la enseñanza en general (de la historia, de la biología, de la “instrucción cívica”, de la comunicación visual y plástica, etcétera).
7. Permítaseme citar un viejo pasaje de la hermosa y extinta revista El Grillo, con la que los alumnos escolares de ayer se formaban en la cultura enciclopédica que fomentaba la institución vareliana. El pasaje en cuestión habla de la Revolución Oriental y se inicia con una de las frases de Artigas más conocidas y reproducidas:“CON LIBERTAD NI OFENDO NI TEMO”
El pensamiento artiguista
Esta es la frase que eligió Artigas como lema del escudo de la Provincia Oriental en 1815. No podía haber hallado una frase más exacta y plena de sentido para definir la actitud de un pueblo libre y pacífico.
Ese lema parece muy sencillo, pero si lo examinamos con atención, veremos que encierra algunas dificultades. Libertad es una de las palabras que más se utilizan, pero es difícil comprender cabalmente su significado y todavía más difícil resulta ejercitar la libertad.
La libertad no puede consistir en el derecho de hacer todo lo que se nos antoja, ni obrar ciegamente de acuerdo a nuestros deseos o caprichos. Si así lo hiciéramos no seríamos libres, sino esclavos de nuestros impulsos, que a veces nos llevan por caminos contrarios a nuestro propio interés y al del prójimo.
Para conseguir los bienes necesarios para la vida, para mejorarla y enaltecerla, es imprescindible la cooperación y la solidaridad de todos los seres humanos. En la civilización moderna, basada en la existencia de grandes fábricas y medios de comunicación y de transporte que requieren el trabajo organizado de miles de individuos, es necesario que los hombres se pongan de acuerdo para concertar sus esfuerzos y dividirse la tarea, de manera que cada uno haga su parte en consonancia con el resto. ¡Imaginemos lo que sucedería si el maquinista de un tren de ferrocarril eligiera por su cuenta el itinerario a seguir y el horario de partida, o desobedeciera el sistema de señales, tomando por la vía que a él se le antojase!
Todos tenemos que hacer algunos sacrificios en aras del interés general, someternos a ciertas normas de convivencia humana. De lo contrario, se derrumbaría la civilización y la existencia misma de la sociedad humana se tornaría imposible. Y lo que decimos de los individuos puede extenderse a las naciones. El comercio y los modernos medios de comunicación ligan entre sí los puntos más distantes del planeta. El bienestar y la cultura del mundo dependen de la colaboración de todas las naciones.
El ejercicio de la libertad, en su recto sentido, es el florecimiento pleno de la vida, sin trabas que la aplasten o la desvíen. La opresión y la explotación de unos hombres por otros, de unas naciones por otras, deben ser eliminadas de la faz de la tierra, para que los hombres y los pueblos puedan crear y trabajar libremente y gozar de los frutos de su labor y de los dones de la naturaleza. Mas para que esto sea posible, es preciso comprender que la libertad no es el desorden ni la búsqueda egoísta de la propia satisfacción. La libertad solo es posible si va acompañada por la unión y la armonía, por la disciplina libremente aceptada y el esfuerzo realizado en común. Esa es la libertad que quería Artigas y que deben desear todos los hombres y mujeres bien inspirados; la libertad fecunda que permite el progreso, el desarrollo material y espiritual de las naciones y de los individuos. (El Grillo, Año XI, núm. 57, 1966, p. 4)
Estamos en 1966, a una considerable distancia de los años noventa y de este 2022 todavía pandémico, donde la enseñanza de la lengua ha sido puesta en jaque más que nunca. Estamos en los años sesenta, cuando la idea de interpretación encarnaba en esa escuela que ofrecía literatura como el pan nuestro de cada día, a diferencia de lo que ocurre hoy (un hoy que debemos estirar hacia atrás al menos un par de décadas); cuando la literatura gozaba de un prestigio indiscutible, materializado en los libros de texto de enseñanza primaria y secundaria, inventarios de célebres pasajes en los que aparecían, entre otros, Juan Ramón Jiménez, Rubén Darío, Javier de Viana, Juana de Ibarbourou, Juan José Morosoli (aunque estos pasajes eran utilizados muchas veces como una excusa para la enseñanza de la gramática, existía la práctica del comentario de texto, que ponía en juego la interpretación).
La distancia temporal es equivalente al infinito kilometraje que hay entre la “lengua comunicativa” de los libros actuales (predominio de lo referencial) y la dimensión poética del lenguaje que se ponía de manifiesto en la revista El Grillo (y en otros manuales de reconocida factura verbal), cuyo nombre ya es digno de atención, a diferencia de la insulsa El escolar, la estupidizante Moñita azul o la históricamente reivindicativa (aunque esto parece mucho decir) Charoná. En el fragmento citado, los recursos lingüístico-discursivos que exigen una atenta lectura, capaz de ir más allá de la comprensión de lo dicho, son amplios y profundos: a) el empleo inicial de las comillas en “Con libertad ni ofendo ni temo” (función metalingüística, que pone en juego la citación de un discurso cuya iluminación política y moral se derrama sobre el texto que encabeza, b) la abundante presencia de un léxico y de ciertas construcciones sintácticas que hoy ni siquiera se considerarían como opciones a tener en cuenta para la lectura de los alumnos: “prójimo” (de resonancia cristiana, donde lo político encuentra su punto de contacto con lo teológico), “en aras del interés general”, “encierra algunas dificultades” (hoy se diría: “tiene algunas dificultades” o, en todo caso, “posee”), “sino esclavos de nuestros impulsos”, “En la civilización moderna, basada en la existencia de grandes fábricas y medios de comunicación y de transporte que requieren el trabajo organizado de miles de individuos, es necesario que los hombres se pongan de acuerdo para concertar sus esfuerzos y dividirse la tarea, de manera que cada uno haga su parte en consonancia con el resto” (la complejidad de este pasaje resultaría francamente intolerable e imposible de digerir para los alumnos a los ojos de la confección de los libros de hogaño), y c) un marcado decir que llama la atención sobre su propia forma, epicentro, digamos, del reclamo interpretativo en razón del cual el alumno resulta interpelado en el despliegue de sus mayores exigencias intelectuales, procurando la “ejercitación” de su propio ejercicio reflexivo, gimnasia pensante que tonifica la interpretación que la comprensión vino a destonificar: “De lo contrario se derrumbaría la civilización”, “El ejercicio de la libertad, en su recto sentido, es el florecimiento pleno de la vida, sin trabas que la aplasten o la desvíen”, “La opresión y la explotación de unos hombres por otros, de unas naciones por otras, deben ser eliminadas de la faz de la tierra, para que los hombres y los pueblos puedan crear y trabajar libremente y gozar de los frutos de su labor y de los dones de la naturaleza”, fragmentos estos, entre otros, en los que la sintaxis, ciertamente compleja y armoniosa, adopta la figura, por ejemplo, de ciertos paralelismos duales: “que la aplaste y las desvíen”, “la opresión y la explotación”, “para que los hombres y los pueblos”, “crear y trabajar libremente y gozar”, “de los frutos [de su labor] y de los dones [de la naturaleza]”.
En este mismo sentido, es de resaltar el intrincado juego metalingüístico que pone en funcionamiento una glosa reflexiva en la determinación introducida por el predicado nominal con el verbo copulativo “es”: “El ejercicio de la libertad, en su recto sentido, es el florecimiento pleno de la vida, sin trabas que la aplasten o la desvíen”, precedida de la explicación del término más relevante del pasaje: “Libertad es una de las palabras que más se utilizan, pero es difícil comprender cabalmente su significado y todavía más difícil resulta ejercitar la libertad”. Semejantemente, resulta llamativo el modo en que el texto superpone la lengua en mención y la lengua en uso en “El ejercicio de la libertad” (lengua en uso), pero “en su recto sentido” (lengua en mención, puesto que del ejercicio, de la puesta en práctica de la libertad, pasamos al “recto sentido”, glosa que les cabe a las palabras o expresiones) y, aunque las diferencia, también las coordina en “Libertad es una de las palabras…” y “comprender cabalmente su significado” (lengua en mención) y “todavía más difícil resulta ejercitar la libertad” (lengua en uso).
Nada de esto se ve hoy día en los páramos que hallamos en los libros de texto, muchos de ellos configurados de acuerdo con políticas editoriales “lumpenizantes” que cercenan el uso poético de la lengua en beneficio del empleo referencial sin relieve, sin espesor, que presupone y construye un lector puesto ante una lengua esencialmente transparente, unívoca, homogénea, y no ante una situación en la que tenga que tratar con la lengua (la lengua como logos pharmakón), que permita renunciar, en consecuencia, a la idea de usuario, coartada teórica que, en el inconsciente didáctico (más acá del sentido técnico de “usuario”), pero también en su más despabilada consciencia, acabó sirviendo para dejar entrar con bombos y platillos la perspectiva comunicativa que, entre otras cosas, raleó la gramática como un saber válido e indispensable en el aprendizaje de la lectura y la escritura y destituyó, aun a su pesar, a la literatura y a la lengua de su estatuto político.