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PANDEMIA, GUERRA Y HAMBRE

 Publicado: 06/07/2022

¿Fin de la abundancia de alimentos?


Por Martín Buxedas


El tiempo en que las hambrunas contribuían a controlar el crecimiento de la población fue superado. La producción de alimentos ha crecido más que la población y la incidencia del hambre disminuyó, aun cuando su permanencia sigue siendo dramática.[1]

1972: explotan los mercados de alimentos 

Los períodos de escasez de alimentos, tres en los últimos 50 años, revitalizaron el análisis sobre sus impactos en la economía y la salud, lo mismo que las preocupaciones sobre el crecimiento de su producción en el largo plazo. 

En el trienio 1972-1974, los precios reales de los alimentos estuvieron entre los mayores del siglo pasado y superaron a los de cualquier año posterior hasta el 2021. A comenzar ese ciclo, que coincidió con la primera crisis petrolera, contribuyó la entrada impetuosa de la Unión Soviética en el mercado internacional de granos, para compensar bajas en sus cosechas afectadas por un clima adverso. Cincuenta años después, en 2022, un impacto similar tiene la guerra entre dos repúblicas que la integraron, Rusia y Ucrania. 

La espectacular burbuja de los precios de los alimentos y los hidrocarburos reabrió el debate sobre los límites impuestos al crecimiento por los recursos naturales. En ese contexto, el informe elaborado por un grupo de expertos encabezados por la científica D. Meadows y presentado al Club de Roma en 1972 tuvo repercusiones significativas, aunque momentáneas.[2] 

Sus conclusiones no podían haber sido más alarmantes: la naturaleza imponía infranqueables límites físicos al crecimiento económico. Los recursos naturales no renovables -hidrocarburos, minerales, tierras cultivables, agua- y la capacidad del ecosistema para absorber la polución, producto de la actividad humana, eran incompatibles con el tipo de crecimiento observado hasta entonces. 

En cuanto a los alimentos, el informe Meadows ofrecía una conclusión radical, hasta ahora no materializada: de continuar las tendencias, los límites impuestos por los recursos naturales harían colapsar la producción de alimentos y provocarían la caída de la población mundial.

Crecimiento del precio de los alimentos. Banco Mundial (abril 2022). Commodity Markets Outlook.

 

2005-2008: retorno de los altos precios

En este período, los aumentos de los precios mundiales de los alimentos, paralelos a los de los metales e hidrocarburos, agitaron nuevamente los debates tanto sobre sus repercusiones sobre la economía, la inflación y las poblaciones en riesgo alimentario, como acerca de las políticas necesarias para enfrentar la emergencia, aun en el caso de que no se tratase del comienzo de una tendencia de largo plazo.

Algunos pilares novedosos en el concierto internacional profundizaron la crisis, a saber: la especulación financiera, que alimentó el aumento inicial de los precios de las commodities agrícolas y fue determinante en su derrumbe en el segundo semestre de 2008; algunos alimentos (maíz, soja, etcétera) se utilizaron masivamente para producir biocombustibles; y la demanda de China creció exponencialmente.

2020: el hambre aumenta por primera vez en 15 años

Durante el primer año de la pandemia, se agregaron 161 millones a las personas que sufrían inseguridad alimentaria, en total 10% de la población mundial; y seis de cada diez vivían en países que enfrentan conflictos armados (ACNUR, Mapa del hambre en el mundo).[3]

En 2021, un año después del pico de Covid-19, los precios de los alimentos crecieron, impulsados primero por el restablecimiento de las cadenas de suministros y una rápida recuperación de la demanda y, a partir del marzo reciente, por la guerra Rusia-Ucrania, dos importantes proveedores de granos, fertilizantes e hidrocarburos. 

Las previsiones del Banco Mundial acerca de la duración del período de altos precios de los alimentos, publicadas antes de la guerra, fueron relativamente optimistas. Según esa fuente, en 2023 y 2024 los precios podrían disminuir 18%, aunque seguirían superando los niveles previos a la pandemia. 

Como en otros momentos, se alzaron voces de alarma sobre las consecuencias de la crisis: El hambre aguda se está disparando a niveles sin precedentes y la situación mundial sigue empeorando. El número de personas que sufre inseguridad alimentaria aguda y requiere asistencia alimentaria urgente para salvar vidas sigue aumentando a un ritmo alarmante (FAO/PMA/Unión Europea).[4]

Para enfrentar ese desafío, el documento propone nada menos que “un cambio de paradigma”, consistente en un enfoque integrado de acciones para abordar de forma sostenible las causas profundas de las crisis alimentarias, como la pobreza rural estructural, la marginación, el crecimiento demográfico y la fragilidad de los sistemas alimentarios.

Más focalizadas hacia la coyuntura actual, las instituciones firmantes finalmente convocaron a fortalecer la coordinación necesaria para garantizar que las actividades humanitarias, de desarrollo y de mantenimiento de la paz se lleven a cabo de manera integral, sin duda también un buen deseo.

Tendencias: mercados abastecidos[5]

Según el más reciente estudio de la FAO-OCDE, publicado en marzo, entre 2021 y 2030 la disponibilidad mundial de alimentos por persona volvería a aumentar, sostenida cada vez más por innovaciones tecnológicas que aumentan los rendimientos.[6] El documento advierte que, aun así, en 2030 no se alcanzaría el objetivo de eliminar el hambre y crecería la disparidad entre regiones y países respecto al pasado decenio. 

Si bien la confirmación de esas previsiones depende del cumplimiento de los supuestos en que se apoyan (demografía, ingresos de las personas, innovaciones, clima, etcétera), puede razonablemente aceptarse que en un horizonte de diez años no habrá restricciones físicas que impidan un crecimiento de la producción de alimentos mayor al de la población. 

Las incertidumbres sobre el futuro

A pesar de lo anterior, la volatilidad del abastecimiento de alimentos como consecuencia principalmente de guerras y otros conflictos, eventos climáticos extremos y enfermedades, es fuente creciente de incertidumbre para la economía y las poblaciones más vulnerables, estas últimas concentradas en ciertos países y regiones.[7]

El mayor desafío de largo plazo es el ambiental, y particularmente el impacto del cambio climático sobre la producción de alimentos. Al respecto, las conclusiones del mencionado estudio de la FAO son terminantes: “El cambio climático afectará a la producción de alimentos, la seguridad alimentaria y la nutrición”.

Otras fuentes de tensión para el futuro de la alimentación provienen de los desperdicios posteriores a las cosechas, de la obesidad (en muchos países un problema ya superior a la inseguridad alimentaria), del uso de granos para generar biocombustibles, y del consumo de carnes provenientes de animales poco eficientes en la conversión de granos. En efecto, cerca de la mitad de los cereales se destina ya a la producción de biocombustibles o al consumo animal.

Se trate de eventos esporádicos o de límites físicos al crecimiento de los alimentos, la humanidad dispone actualmente de instrumentos suficientes para reducir el riesgo de ocurrencia o morigerar sus impactos negativos. No se desconocen estas posibilidades; por el contrario, hay un amplio entendimiento de las causas y las medidas para controlarlas, incluso en todo lo relativo al cambio climático, el tema ciertamente más preocupante y urgente. Tampoco es que los países, organizaciones internacionales, empresas o la sociedad civil no hagan nada; hacen, pero, inequívocamente, lo que hacen es insuficiente. 

Varios factores conspiran contra una acción más decidida hacia la seguridad alimentaria, entre ellos la envergadura de los cambios sociales, económicos y políticos requeridos, la posibilidad de procastinación (ya que las restricciones físicas a la producción se manifiestan como tendencias de largo plazo), y la convicción de gran parte de la población de que el hambre es cuestión de otros. Y hasta ahora, efectivamente lo es.

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