Compartir
LA DISTINTA EFICACIA DE LOS MEDIOS
El alejamiento efectivo del agresor para prevenir la violencia contra la mujer
Por Alicia Sadetzki
El año 2017 apenas ha comenzado y en Uruguay contamos ya ocho muertes por violencia contra la mujer. Cada 17 minutos una mujer denuncia a un agresor, y seguramente la realidad es peor porque muchas mujeres no se animan a denunciar. Según informa la prensa argentina, en el primer mes y medio del año ya fueron asesinadas en ese país 57 mujeres por violencia de género; cada 30 horas muere una mujer por este tipo de violencia. En Uruguay las cárceles alojan a mujeres ancianas que después de toda una vida de maltratos decidieron matar a su agresor.
Esta realidad escalofriante obliga a abordar el tema. Intentaré hacerlo aquí al margen de estadísticas, desde la perspectiva de una experiencia profesional de muchos años y con algunas reflexiones en torno a esas vivencias personales y profesionales.[1]
En 1989 atendimos en el INAU (Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay) a una mujer de Durazno. Se llamaba Flor de Lis y había venido con sus pequeños hijos huyendo de los maltratos. Pedía alimentos en el INAU porque estaba alojada en la organización SOS Mujer. Allí, en la puerta de SOS Mujer, en las calles Fernández Crespo y Cerro Largo, fue asesinada por su esposo del que huía. El agresor había averiguado, en el juzgado que tramitaba su divorcio, dónde estaban sus hijos con la excusa de verlos y con el propósito real de matar a la mujer que huía de sus maltratos.
Son cada vez más los niños huérfanos en Uruguay por hechos de esta clase.
La directora de una mutualista, con la que hablé por un problema de salud, me comentó el alto índice de ausentismo en sus servicios por el maltrato a las mujeres, pues temían ir a trabaja, por temor a que el agresor las fuera a buscar al trabajo.
Una colega fue asesinada en la entrada de un baile por alguien que era de su pueblo y que la pretendía: su pecado era no corresponderle y haber ido a bailar con su novio.
La madre de un joven infractor internado, que era muy violento, me contó que su hijo había presenciado malos tratos desde siempre. Ella, con 14 años, estuvo casi secuestrada con su pareja, cuatro años mayor, y le fue muy difícil romper ese círculo de violencia. Cada vez que podía visitaba a este hijo que ya había pasado por clínicas psiquiátricas y el SIRPA.
Pero todas las evocaciones sobre los cientos de asesinatos y violencias contra mujeres y menores en el Uruguay, y todas las marchas de protesta, dejan de tener sentido si no tratamos de adoptar medidas eficaces en la prevención, primaria, secundaria y terciaria. Se plantea una encrucijada entre la vida y la protección frente a los agresores, convencidos de que la muerte es el castigo que corresponde a la mujer que ya no los quiere, incluso a riesgo del más absoluto sufrimiento de los hijos.
Un policía que estaba recluido me dijo una vez que él había trabajado en violencia doméstica. Pero ‑me explicó‑ una cosa son los cursos teóricos y otra cosa fue la realidad cuando se enteró de que su mujer le era infiel.
Ha habido en nuestro país un cambio rotundo en la valoración de la vida propia y la del otro, en la desvalorización de la segunda. Es para los antropólogos, siquiatras y psicólogos, y también para los historiadores, establecer cuándo empezó a acentuarse esa desvalorización, o si siempre existió y ahora adopta formas nuevas. Es un fenómeno cultural, pero las instituciones tienen un rol preponderante en realizar la indispensable prevención; hay una sociedad que pide a gritos que se adopten medidas. Las instituciones operan con una lentitud que les es natural; esto sucede desde hace décadas y solo se da importancia al tema cuando tiene consecuencias graves, o la mujer está muerta; o, si se le da importancia, no se han encontrado medios eficaces para evitar las muertes y actuar sobre este fenómeno cultural. Entonces se investiga cuántas denuncias hubo antes de ese asesinato, y muchísimas veces se comprueba que hubo antes indicios de peligro.
Una y otra vez encontramos al hombre que busca, localiza y asesina a una mujer sin ningún remordimiento, obsesionado porque considera que ella le ha distorsionado la vida, porque no sabe convivir en paz o aceptar una separación, emprender una vida nueva hasta forjar una nueva pareja u optar por vivir solo. La mujer es cosificada y, si lo engaña, el hombre cree que ella debe desaparecer de la faz de la Tierra. La mujer libre o con otro hombre lo perturba tanto que siente la necesidad de alguna solución que prive a esa mujer de la libertad o de la vida. Eso le parece mejor que pasar raya y empezar de nuevo solo o acompañado. Lo que existe en el fondo es una desvalorización de la propia vida y de la infelicidad de los hijos, y una incapacidad de catalizar problemas y vivir de forma autónoma.
En esta situación la mujer paga con su vida todos los problemas no resueltos del hombre violento, problemas que pueden datar de su infancia, muchas veces con padres también violentos, o poco afectuosos, o ausentes.
Hay remedios. Las tobilleras para hombres violentos parecen constituir un avance. Seguramente el Poder Judicial deberá perfeccionar su utilización y su coordinación con la Policía.
En Barcelona, a las mujeres maltratadas se las esconde en refugios; he visto ahí a mujeres de la más diversa condición económica y social, y lugar de origen. Uno de esos refugios está en un lugar totalmente secreto y hasta se confecciona una falsa historia clínica para que los hombres que las persiguen no puedan recurrir a artimañas para localizarlas, o a sus hijos. En Uruguay podría ser una forma de proteger a las mujeres que pudieran trasladarse a otros departamentos, por un tiempo, desde que exista una alarma, como una primera amenaza, y alojarse con sus hijos en "hogares sustitutos" u "hogares de protección". Este alejamiento físico, que ponga a la mujer víctima fuera del alcance de su agresor, y que para el hombre obsesionado con eliminarla haga evidente la inutilidad de su búsqueda, es un aspecto totalmente decisivo para resolver estas situaciones de peligro. Y la situación laboral de la mujer debería resolverse legislando para crear algún tipo de licencia especial.
El tratamiento del agresor no puede ser voluntario. Debe ser obligatorio, impuesto por la Justicia. Las medidas restrictivas deberían estar acompañadas siempre de un tratamiento obligatorio, por muy grande que resulte ese esfuerzo terapéutico.
El tema de la violencia se entrelaza muy estrechamente con el tratamiento de las depresiones. Muchas tendencias a la violencia tuvieron su origen en escenas de maltratos; en definitiva se trata de problemas de salud mental. Una persona mentalmente sana solo quiere el bien de los demás y el suyo propio, y sus energías se canalizan a mejorar su entorno.
Las instituciones anómicas deben cambiar prontamente. Como tantas veces se ha dicho, hay que "desmanicomizar" los hospitales. Hay muchas formas de morir, además de la de dejar de respirar; y las depresiones con internación psiquiátrica (que son la gran mayoría de esas internaciones) son una de ellas. Deberían tratarse en casas pequeñas, u hogares sustitutos, a los que podrían destinarse los recursos hoy dirigidos a grandes hospitales. Ya existen en una pequeña medida en algunos pueblos, y es necesario reproducir esa experiencia que solo supone trasladar recursos de un lugar a otro. Seguramente con la necesidad de trabajo que existe en el Interior se pueden encontrar buenas familias que acojan por un tiempo a estas mujeres y sus hijos, o a las mujeres con grandes depresiones que hoy están hacinadas en hospitales con el estigma que ello implica. Como dijo un vecino de la Colonia Etchepare cuando sucedieron algunos hechos que luego dejaron de ser noticia y quedó ese tema sin más prensa: "Hay que ver si los que están adentro no están más sanos que los de afuera…".
Por último: las marchas de protesta de poco sirven. Hacen falta nuevas medidas que seguramente serían más eficaces. La preocupación de la sociedad y de las instituciones debería expresarse cada domingo en cada barrio, o alternando barrios, con canciones en las plazas contra todo tipo de violencia, especialmente contra el flagelo de los asesinatos de mujeres. Con relatos de personas allegadas, con carteleras sobre temas que induzcan a pensar y actuar, con fotografías. La marcha de protesta es reacción ante un hecho ya consumado. Es un lamento tardío e ineficaz que poca mella puede hacer a los agresores.
Lo que más importa es la prevención, que debe realizarse desde que el niño nace. Estos temas deben tratarse en las escuelas, y hay que educar o reeducar a las mujeres, que son las que educan a los que mañana podrán ser hombres violentos. No se debe descuidar el trabajo con las mujeres para combatir su negación de la violencia; aceptarla en un comienzo implica tolerarla, y reproducirla en su descendencia. En todo esto es fundamental asegurar la comprensión y evitar la jerga especializada y sus tecnicismos. Hablar de género, o de violencia de género, es quedar en la cultura académica y de las ONG; lo comprenden los agresores con cierto nivel cultural, pero en los barrios carenciados ni siquiera se entiende. Hay que hacer hincapié en que se trata de madres, hermanas, hijas, mujeres trabajadoras.