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A CIEN AÑOS DE UNA GESTA HISTÓRICA

 Publicado: 01/11/2017

Hubo una vez la revolución


Por Luis C. Turiansky


EL SUCESO Y SU TRASFONDO

El miércoles 7 de noviembre de 1917 (25 de octubre según el calendario juliano que entonces regía en Rusia), los revolucionarios que seguían al sector dirigido por Vladímir Ilich Uliánov (Lenin) tomaron por asalto el Palacio de Invierno de Petrogrado, donde funcionaba el Gobierno Provisional, y detuvieron a sus miembros.

El genial director de cine Serguei Eisenstein inmortalizó el suceso en su famosa obra “Octubre”. Pero no hay que engañarse: esa multitud que quizá de madrugada abre a empujones las rejas del palacio nunca existió; en la versión cinematográfica la escena tiene más que nada un valor simbólico y propagandístico, como fue toda la obra de Eisenstein de aquella época. La revolución fue más bien un acto de sublevación armada a cargo de una vanguardia perfectamente organizada a las órdenes de un partido disciplinado. John Reed, en “Diez días que estremecieron al mundo”, relata así los acontecimientos de la noche del 6 de noviembre:

A la una de la mañana un destacamento de soldados y marinos ocupó la central de telégrafos. A la una y treinta y cinco minutos fue ocupado el edificio de Correos. Al amanecer, se tomó el hotel Militar, y, a las cinco, la central telefónica. A las diez de la mañana, se tendió un cordón de tropas en torno al Palacio de Invierno.” (ed. Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1967, pág. 80, nota 47).

Cuando el periodista norteamericano se levanta el día 7 (horror de los horrores, ¡al mediodía!), ya Rusia y el mundo son otros, porque al preguntar a unos soldados apostados a la entrada de un banco que si eran del gobierno, uno le contesta: “−¡El gobierno ya terminó! ¡Slava Bogu! (¡Gracias a Dios!).” En consecuencia, tiene que basarse en el testimonio de los soldados para relatar lo ocurrido, el asalto al palacio prácticamente sin encontrar resistencia, la irrupción de los rebeldes en el salón del Consejo y su disolución fusil en mano.[1]

La operación parece un golpe de Estado, lo cual no dejará de ser señalado por los adversarios de la vía insurreccional cuando esta se convierta en parte de la mitología oficial. Según ellos, la Revolución de Octubre, como luego se llamaría, habría sido un complot antidemocrático que derrocó a un gobierno legítimo, el que incluso tenía en su seno miembros provenientes de la izquierda política.

Esta interpretación, sin embargo, no se sostiene. En primer lugar, la insurrección no fue un acto improvisado ni egoísta sino la explosión de todas las contradicciones que por entonces horadaban la sociedad rusa en medio de una guerra de exterminio y reparto conocida como “primera guerra mundial”. Fueron la guerra, con sus secuelas de muertes y hambre, el caos provocado por el régimen autocrático del zar y la ineptitud de la clase militar, lo que produjo el estallido. Los “soldados y marinos” de quienes se habla eran conscriptos y desertores que habían vuelto sus armas contra los opresores. El Gobierno Provisional surge de la abdicación del zar tras otra sublevación anterior, la Revolución de Febrero (o sea marzo en nuestro calendario). Habría salvado su prestigio si hubiera aceptado el reclamo popular de terminar la guerra, en lugar de ceder a las presiones de sus aliados de la “Entente”.

Existió además un instrumento de poder popular que distingue a esta revolución de un simple cuartelazo: los “Consejos de Diputados de Obreros y Soldados” (a los que más tarde se agregaron los campesinos), denominados con el término ruso correspondiente a “consejo”, es decir soviet, que finalmente daría nombre al nuevo Estado. Junto con las reivindicaciones de pazpan y tierra, la consigna de “todo el poder a los soviets” daba a entender que los revolucionarios no pretendían quedarse con el poder para sí, sino que lo entregarían a los representantes legítimos del pueblo.

LAS NUEVAS CONTRADICCIONES

Formalmente fue así, en efecto. Ese mismo día, una delegación de los vencedores, con Lenin a la cabeza, fue al palacio Smolny, donde estaba reunido el Congreso de los Soviets de toda Rusia, para hacer entrega simbólica del poder conquistado. Sin embargo, de hecho fue el partido bolchevique, luego rebautizado “comunista”, el que asumió la dirección del país.

Aparece así la primera gran contradicción, entre el ejercicio del poder por el pueblo organizado y el que se ejerce en su nombre. Naturalmente, ninguna democracia es concebible a partir de la participación directa de todo el pueblo reunido en la plaza pública. Esto solo fue posible en las pequeñas comunidades de los albores de la historia (y ello si se acepta la exclusión de las mujeres). Tampoco se trataba de destruir al Estado, como reclamaban los anarquistas. Las instituciones representativas iban a seguir existiendo. Pero una cosa es la dirección política, a cargo de un partido, y otra las funciones inherentes al Estado, a cargo de sus órganos electivos. Este dilema todavía no ha sido resuelto hasta hoy.[2]

Con el tiempo, sin embargo, la cuestión de representar los intereses de una o varias clases sociales que en teoría debían constituir el basamento del poder, pasó a ser tarea, no tanto del partido en su conjunto sino de su aparato, constituido por funcionarios profesionales bastante alejados de las realidades del país que tenían a su cargo. Cada cierto tiempo, los delegados de las estructuras partidarias se reunían en congresos, con el único fin de aprobar la política de la dirección. Este ejercicio, bajo Stalin interrumpido y solo renovado después de su muerte, llegó a adquirir las cualidades de un rito litúrgico.

El otro problema no resuelto es el de la libertad, una reivindicación inexistente en el programa de los bolcheviques en 1917. Tal vez no se sentía su necesidad, al fin y al cabo ya la autocracia zarista había desaparecido y el Gobierno Provisional había puesto en libertad a los presos políticos y tomado medidas para asegurar las libertades políticas, la libertad de expresión, de prensa y de reunión. Estaba además la guerra, con sus inevitables limitaciones. Pero sobre todo, Lenin y los bolcheviques se habían acostumbrado a mirar todo a través de la óptica de la lucha de clases.

En “El Estado y la revolución”, escrito en 1917, Lenin hace una defensa de la dictadura del proletariadocomo forma indispensable del poder revolucionario, concepto ya expuesto por sus predecesores. Pero lo hace aplicando la definición marxista del Estado, extendida a las condiciones revolucionarias, con lo cual la formulación tiene el valor de una paradoja:

Las formas de los Estados burgueses son extraordinariamente diversas, pero su esencia es la misma: todos esos Estados son, bajo una forma o bajo otra pero, en último resultado, necesariamente una dictadura de la burguesía. La transición del capitalismo al comunismo no puede, naturalmente, por menos de proporcionar una enorme abundancia y diversidad de formas políticas, pero la esencia de todas ellas será, necesariamente, una: la dictadura del proletariado ” (Fundación Federico Engels, Madrid, 1997, pág. 27).

¿Figura retórica o premonición? Un detalle olvidado vale no obstante la pena destacar en el párrafo citado: la previsión sobre la diversidad de caminos en la transición del capitalismo al comunismo (“una enorme abundancia y diversidad de formas políticas”), que si hubiera sido escrita mucho después, en tiempos del “socialismo real”, le habría valido a su autor serias complicaciones con las autoridades o hasta la prisión.

Por entonces en filas bolcheviques se discutía de todos estos temas en forma abierta y apasionada y no ocurría que lo dicho por el jefe Lenin fuese tomado como palabra santa. El camino elegido, en efecto, no estaba sembrado de rosas y a la primera euforia sucedieron varios años de caos, guerra civil, intervención extranjera, un armisticio desfavorable con Alemania, la miseria que persistía en las ciudades y el campo, y el hambre, esa hambruna terrible que segaba vidas por doquier.

Para colmo, la esperada revolución proletaria mundial o al menos europea no se produjo. La Rusia soviética quedó sola, vilipendiada, intervenida, casi sin lazos comerciales con nadie. La postergación indefinida del paraíso comunista y de la mejora de las condiciones de vida produjo una sensación de frustración general, haciendo crecer la oposición al nuevo régimen. ¿Había que abandonar el poder y llamar de nuevo a los miembros del viejo Gobierno Provisional? Ni pensarlo. Por algo existía el poder soviético, y sus instrumentos de coerción.

Todavía en vida de Lenin (murió en 1924), los comunistas comprendieron que había que levantar el pie del acelerador y permitir la convivencia con la burguesía a través de la “Nueva Política Económica” (NEP, por su sigla en ruso). La reforma trajo cierto alivio, había más productos en el mercado, vinieron industriales norteamericanos a invertir y enseñar métodos modernos, las tensiones en el agro fueron menos dramáticas, pero al mismo tiempo se frenaba el desarrollo de la economía socialista y crecía la brecha entre los nuevos ricos, los odiados “kulaks” y “nepmani”, y el proletariado industrial y el campesinado, hambrientos y abandonados a su suerte, aunque en teoría fuesen los dueños declarados del poder.

EL ESTALINISMO, ¿UN DESVÍO INEVITABLE?

Había que cambiar de política. En el plano económico, era necesario avanzar por una vía planificada, para la cual la existencia del sector privado constituía un obstáculo. Había que pertrechar al ejército con armas modernas, por lo que se imponía desarrollar la industria pesada. Una industria pesada que necesitaba obreros bien alimentados, y esto a su vez requería una agricultura de alto rendimiento, a través de la liquidación de las explotaciones familiares y la colectivización de los campesinos en cooperativas agrarias (“koljoz”) y granjas estatales (“sovjoz”), a fin de asegurarse sus entregas puntuales de productos para los fondos estatales de acopio. La resistencia debía ahogarse con la fuerza.

Solo un hombre era capaz de llevar a cabo esta política sin inmutarse: Iósif Visariónovich Dyugashvili, alias Stalin (“el de acero”), un oscuro militante georgiano, frío, despiadado y vengativo, dispuesto a todo con tal de sacar adelante los planes del partido y mantenerse él en la cúspide. Esto es lo que explica su permanencia en la jefatura del partido y del Estado durante casi 30 años, pese a sus métodos tiránicos, su gusto por la adulación y el culto de su personalidad y los crímenes de los que sin duda fue responsable, incluso contra sus propios camaradas y colaboradores cercanos. Lo que pasó es que el aparato del partido lo necesitaba precisamente por tener esas cualidades. Luego fue difícil desembarazarse de él, ya que muchos estaban comprometidos y porque se había instalado el miedo colectivo, en una situación en la que todos sospechaban de todos. Es necesario tener esto presente a la hora de formular juicios, ya que ningún tirano lo es únicamente porque quiere, todos son el reflejo de un determinado sistema político.

También es cierto que las cualidades de Stalin fueron útiles a la hora de resistir a la agresión de la Alemania nazi a partir de 1941. Esto es lo que lleva equivocadamente a algunos hoy a reivindicar su valor histórico de jefe indiscutido y organizador de la defensa. En realidad fue su crueldad innata lo que en ese momento lo hizo otra vez necesario, tapando incluso sus errores de estratega que después salieron a la luz.

La victoria de 1945 significó el ingreso de la URSS al club selecto de las grandes potencias, extendió su zona de influencia a Europa central y el este de Alemania e hizo olvidar por un momento todos los errores cometidos en esa cruenta guerra por un Stalin ya con grado de Mariscal. Su gloria personal alcanzó el apogeo, mientras el modelo soviético de socialismo (ahora extendido a una tercera parte de la humanidad) no conseguía competir con un capitalismo en expansión.

EL ROL INTERNACIONAL

El movimiento socialista tenía tradicionalmente una fuerte vocación internacionalista. Si bien la primera guerra mundial y el fervor nacionalista en los países beligerantes hicieron mella en este factor, el ala izquierda del movimiento se mantuvo firme. Se entendía que la Revolución de Octubre sería la antesala de otros tantos sucesos similares, al menos en Europa. No por nada el nombre del nuevo Estado, “Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas” sin siquiera mencionar a Rusia,[3] era como una puerta abierta al ingreso de otras naciones e incluso se daba por sentado que Rusia dejaría el liderazgo de este tránsito histórico en favor de países más desarrollados y con un sistema capitalista más avanzado, por ejemplo Alemania. Incluso el idioma oficial de la Internacional Comunista no fue el ruso, sino el alemán. Entretanto el nuevo régimen se debía a la solidaridad y a la ayuda generosa a sus hermanos de lucha en todo el mundo.

Cuando la perspectiva de expansión de la revolución a otros países se disipó, el poder revolucionario tuvo que concentrarse en su propio desarrollo. Y aquí aparece la segunda gran contradicción, entre el enfoque internacionalista original y el interés de estado.

La solidaridad cambió de sentido y comenzó a predominar la necesidad prioritaria de defender al primer Estado obrero de los ataques imperialistas. Este iba a ser el elemento definitorio del “internacionalismo proletario”, principio rector del novel “movimiento comunista internacional”. En él cada destacamento nacional se convertía en baluarte del gran ejército mundial cuyo estado mayor se encontraba en Moscú.

Eric Hobsbawm, en “The age of extremes”, 1994 (en español publicado con el título "Historia del siglo XX", ed. Crítica, Buenos Aires, 1998) opina que la política de los comunistas de segregarse del movimiento socialista general fue un grave error al desmembrar a las fuerzas revolucionarias. Señala que:

Al final, los intereses de estado de la Unión Soviética prevalecieron sobre los intereses de la revolución mundial que sostenía la Internacional Comunista, a la que Stalin redujo al papel de instrumento de la política de estado soviética bajo el rígido control del Partido Comunista de la Unión Soviética… De hecho, toda revolución era tolerada únicamente si a) no entraba en conflicto con el interés de estado de la URSS, y b) podía estar bajo su control.

Podría agregarse que, aun cuando la brutalidad de los métodos estalinistas fue con el tiempo superada y corregida, la tendencia a aprovechar y controlar los movimientos y organizaciones con influencia comunista en el mundo perduró hasta el final.

LA LARGA LUCHA POR LA REFORMA Y EL FIN

El 5 de marzo de 1953 Stalin falleció. Desde entonces, varios fueron los intentos de reformar el sistema soviético, a fin de modernizarlo y democratizarlo. Pero todos fracasaron frente a la resistencia de los conservadores, mayoritarios en el aparato partidario. La primera luz fue el “deshielo”, durante la secretaría general de Nikita Jrushchov. En 1956, el XX Congreso del PCUS, en sesión a puertas cerradas, escuchó en vilo un informe secreto sobre los crímenes de Stalin y los métodos nefastos del llamado “culto de la personalidad”. El texto fue rápidamente filtrado a Occidente por algunos periodistas extranjeros. Durante algún tiempo se le calificó de apócrifo, pero al final se aceptó como verídico.

En los demás países socialistas europeos, la ruptura con el pasado estalinista se entendió como una señal para la liberalización del régimen. Allí las contradicciones habían alcanzado un punto culminante cuando en 1953, en la RDA (la República Democrática Alemana, surgida en la zona de ocupación soviética en Alemania oriental), se produjo la primera protesta obrera masiva en un país socialista. En 1956 el fenómeno se repitió en la ciudad industrial de Poznań, Polonia. Después del XX Congreso del PCUS adquirió resonancia el levantamiento popular de octubre de 1956 en Hungría y sobre todo la intervención de las unidades soviéticas estacionadas en ese país y la formación de un gobierno fiel. Hungría se convirtió en un laboratorio de la reforma económica controlada. El ciclo del “deshielo”, ya seriamente afectado por estos acontecimientos, terminó con la destitución de Jrushchov en 1964 y su remplazo por Leónid Brezhnev, representante de las fuerzas conservadoras.

En 1968, la crisis tuvo por escenario Checoslovaquia. La tendencia reformista surgió del propio seno del partido comunista, cuyo Comité Central aprobó en enero un programa de democratización e introdujo importantes cambios personales en la dirección, entre ellos el Secretario General, cargo por primera vez ocupado por un eslovaco, Alexander Dubček. El proceso de reformas no fue del gusto de los dirigentes soviéticos quienes, después de varios actos infructuosos de presión, propiciaron el 21 de agosto una intervención armada con el apoyo de otros cuatro miembros del Tratado de Varsovia (el sexto miembro, la Rumania de Ceauşescu, se negó a participar).

Este acto sin precedentes selló el fin de las ilusiones. A partir de ese momento, el “socialismo real”, como vino a llamarse, se separó definitivamente de las aspiraciones de democracia de los pueblos. La oposición democrática, en Checoslovaquia como en toda la comunidad de Estados socialistas, solo podía existir en el marco de una disidencia antisocialista.

El siguiente intento de reforma, el más profundo y último, fue la “reconstrucción” (“perestroika” en ruso) de Mijaíl Gorbachov. Llegó demasiado tarde y acabó con el socialismo como tal. Los sepultureros fueron dos clases sociales surgidas de la propia revolución: la “nomenklatura”, es decir la nómina de cuadros preparados para ocupar cargos de dirección en el Estado, el partido o la economía y con ambiciones empresariales,[4] y la “mafia proveniente de la economía gris, que representaba a las fuerzas del mercado en la ilegalidad. Ambos grupos tenían acceso al capital interior y a los fondos proporcionados por las instituciones internacionales. Se unieron en torno al objetivo común de acabar con el Estado socialista, convertido en obstáculo del desarrollo de las fuerzas productivas. ¡Toda una confirmación de las teorías del viejo Marx!

¿QUÉ QUEDA?

Esta pregunta me la hizo una amiga guatemalteca cuando comentamos nuestras experiencias personales después de disuelta la Unión Soviética y derrotado el socialismo. Su madre fue una comunista que desapareció en manos de los esbirros de una de las peores dictaduras sufridas por el país centroamericano después del derrocamiento de Jacobo Árbenz. Se supone que, como muchos otros, tuvo una muerte espantosa cuando de un helicóptero la lanzaron a la boca de un volcán activo. Y yo le dije: “Queda la memoria de los héroes como tu madre y de tantos otros que lucharon por un mundo mejor”.

Porque, pese a todo, el pensamiento de la Revolución de Octubre siguió vivo e inspiró las luchas sociales en muchos países.

Queda, por supuesto, con todos sus defectos, la experiencia del intento más serio e integral de transformación de la sociedad en el siglo XX. Sería un error olvidar sus enseñanzas, si queremos abordar algo mejor en este siglo.

Y queda también su legado en el plano de las ideas y de la lucha por el progreso en el mundo, la liberación nacional y el desarrollo, de cuando el interés de Estado coincidió con los intereses de los pueblos. El lastre restante de putrefacción tampoco es para olvidar: es la lección que hay que aprender.

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