Compartir
VADENUEVO DE COLECCIÓN: DEL NÚM. 95 (AGOSTO DE 2016). UN EQUÍVOCO SOBRE EL PAPEL DE LOS TRIBUNALES
¿Deben los jueces “hacer justicia”?
Por Alejandro Abal Oliú
Es muy habitual escuchar, no solamente en los medios de comunicación y en las conversaciones de sobremesa, sino inclusive en medios académicos, reclamos dirigidos a los jueces para que “hagan justicia”.
Sin embargo, estas expresiones, y las ideas que detrás de ellas están, son claramente erróneas o al menos equívocas, pues suponen otorgar a los jueces un rol que manifiestamente no es el que les corresponde (o en todo caso el que les debería corresponder, aunque en ocasiones incorrectamente lo asuman).
Se trata de que en un país republicano como el nuestro y salvo que, como indica el art. 25.1 del Código General del Proceso (C.G.P.) se encomiende a los jueces, por acuerdo de las partes, resolver según la “equidad” (o de que conforme al num. 5 del art. 477 del mismo Código se trate de un proceso arbitral en el que no se pactó que debe resolverse conforme a “Derecho”), los tribunales deben pronunciar sus resoluciones ajustándose no a su voluntad o escala de valores, o a sus criterios de justicia o de equidad, sino a los que a través del Poder Constituyente y el Poder Legislativo (con la participación en último término del Poder Ejecutivo) ha dispuesto para cada caso el derecho positivo.
Precisamente por ello es que el citado art. 25.1 (refrendado por el art. 199 del mismo Código) dispone:
“En el juzgamiento del litigio [el tribunal] deberá aplicar la regla de derecho positivo (artículo 15) y solo podrá fallar por equidad en los casos previstos por la ley o cuando, tratándose de derechos disponibles, las partes así lo soliciten”.
Al respecto debo recordar que cuando en el año 2008 se presentó en la Cámara de Representantes un proyecto de modificaciones al Código General del Proceso, modificaciones que fueron propuestas por una Comisión interna de la Suprema Corte de Justicia, se postulaba que en el texto del recién transcripto art. 25.1 de este código se eliminara el adjetivo “positivo”.
Y como fundamento de ello se expresaba:
“Se elimina el adjetivo ‘positivo’ por ser evocativo de una concepción jurídica (positivismo) que no es estrictamente la orientación del C.G.P. y de la Constitución de la República (arts. 72 y 332)”.
Sin embargo, y pese a que en el año 2013 la Cámara de Representantes inicialmente y sin prestar mucha atención al respecto había aprobado esa modificación, en definitiva la Cámara de Senadores (y por ende el Parlamento) -a instancias de la propia Suprema Corte de Justicia (ahora con diferente integración), del Prof. Edgar Varela Méndez y mía propia- resolvió que la disposición continuara incluyendo dicho adjetivo “positivo” junto a la palabra “derecho”, puesto que lo contrario podía conducir a un intérprete a concluir que en adelante el tribunal tenía la posibilidad de dictar sus resoluciones al margen de lo que pudiere establecer el derecho positivo (en particular, de dictar sus resoluciones conforme a la “equidad”), lo cual se entendió absolutamente inaceptable (nuevamente, salvo que las partes expresamente lo acuerden, o que las partes no dispongan algo distinto tratándose de un proceso arbitral).
La regla originaria del Código General del Proceso continúa, pues, vigente y luego de la sanación de la ley N.º 19.090 expresamente reafirmada, en consonancia con lo que debe ser el legítimo rol de un tribunal en un marco republicano; rol que claramente no es el propio de un legislador ni, como se ha llegado a postular, de un “colegislador”.
Sin embargo, no está de más recordar ese defecto que a menudo conduce a un ilegítimo contenido de las resoluciones jurisdiccionales, es decir a un contenido y sentido de dichas resoluciones jurisdiccionales diferentes de los que corresponderían conforme a la ley; defecto que tan bien destacaba nuestro compañero y colega Tomás de Mattos en su novela histórica sobre José Pedro Varela,[1] cuando atribuía a Carlos María Ramírez las siguientes palabras:
“Mi hermano José Pedro [Ramírez] sostiene que, en casi todas las decisiones humanas, el afecto casi siempre precede a la razón. Según él, los jueces, a quienes acude como su más cercano ejemplo, por más ecuánimes y desapasionados que pretendan ser, suelen fallar a favor de lo que sentimentalmente los atrae como más justo o porque mejor se adecua a los valores que presiden su vida. Recién después elucubran los fundamentos de su sentencia [...] Pero pienso exactamente lo mismo: nuestra función primordial es hacerle grata al juez, la actitud judicial de nuestra parte porque, como dice mi hermano, el más gélido de los magistrados suele estar predeterminado por sus emociones. Los fundamentos son imprescindibles, como la ropa con la que el caballero y la dama ocultan sus partes pudendas. Pero nadie se enamora de un maniquí”.
Ya en ocasión de analizar la teoría de las llamadas “cargas probatorias dinámicas”, en el tomo IV de Derecho Procesal, transcribí como ejemplo -como ejemplo de esa clase de actuación judicial contraria al rol de los tribunales jurisdiccionales- lo que había expresado la autora argentina Mabel de los Santos, postulando justamente lo contrario de lo que conforme a los arts. 25.1 y 199 del C.G.P. corresponde realizar por un juez cuando va a dictar una resolución.
Decía entonces Mabel de los Santos:[2]
“Después de algunas decenas de años asistimos a una reacción que se vincula a la entronización del valor eficacia del proceso y que, en la consecución de ese objetivo -sin llegar a retornar al derecho natural a la manera que se presentó en los siglos XVII y XVIII- confía al juez la misión de buscar para cada litigio particular una solución equitativa y razonable, aunque demandándole que se mantenga, para llegar a ello, dentro de los límites de lo que su sistema de derecho le autoriza a hacer. Para realizar la síntesis entre la equidad y la ley, se le permite flexibilizar esta última, merced a la intervención creciente de reglas de derecho no escritas, con lo que se acredita la importancia de la jurisprudencia y se convierte al juez en el auxiliar y complemento indispensable del legislador, aproximando la concepción continental del derecho a la concepción anglosajona regulada por la tradición del common law. Así es como se ha elaborado doctrinariamente la regla de las cargas probatorias dinámicas, morigerando la rigidez de las reglas contenidas en los códigos procesales vigentes, la que ha merecido la aceptación generalizada de la jurisprudencia y de la doctrina”.
Retornado ahora a lo expuesto precedentemente, entiendo bueno traer a colación lo expresado en forma contundentemente contraria por Enrique Vescovi y los autores que lo acompañaban en ocasión de analizar el art. 199 del C.G.P.:[3]
“Es sabido que el Juez, al fallar, debe aplicar el Derecho. Y en la aplicación de la norma jurídica, el juez debe tener presente que el ejercicio del poder jurisdiccional no es libre sino reglado. El poder-deber del magistrado no es solo decidir, sino decidir secundum ius. Y pronunciarse secundum ius importa necesariamente juzgar según las leyes y no juzgar las leyes”.
Empero, es bien cierto que años antes los mismos autores -abriendo la puerta a una práctica que de alguna manera se comenzó a extender como una enfermedad en los medios judiciales locales- habían sostenido una opinión que según surge de la anterior transcripción afortunadamente luego rectificaron.
Habían expresado entonces:[4]
“No se puede, so pena de alejarse irremediablemente de la verdadera significación de la sentencia, asimilarla con un silogismo. Como dice KLETT, ‘la aplicación fiel de una norma a una situación determinada podría resultar a veces inconveniente o injusta; en tales circunstancias debe el juez hacer un llamamiento a la equidad para atemperar los rigores de una fórmula demasiado genérica’ […] En este orden de ideas, debe señalarse que la equidad ha actuado como una verdadera válvula de escape, para posibilitar el cambio, cuando la tensión entre la norma y realidad impone una variación ya en la interpretación ya en la integración de la misma, por cuanto a la función jurisdiccional se le exige que se desarrolle entre la justicia y la objetividad, procurando la realización de la justicia sustancial, apegada a la médula de la realidad social, cambiante y múltiple”.
Por mi parte, y para reafirmar la postura que no permite al tribunal acudir a la equidad (salvo, nuevamente, acuerdo de partes o no disponerse lo contrario si se trata de un proceso arbitral), creo que podemos partir del concepto de equidad más apropiado al efecto de entre los varios que nos presentaba Eduardo Couture:[5]
“Por oposición a derecho estricto: dícese del sistema jurídico en el cual los jueces, cuando los faculta para ello la ley, pueden apartarse prudentemente del derecho positivo que estimen injusto en el caso particular, acudiendo a los dictados de su leal saber y entender”.
Y partiendo entonces de ello entiendo, en concordancia con lo que afortunadamente advierto que es la corriente de pensamiento actualmente más generalizada en la Academia y en el Foro de nuestro país, que en una república con un gobierno auténticamente democrático y representativo como nuestro Uruguay no es de ninguna manera admisible que un juez se aparte de la solución de justicia declarada por el Parlamento y aplique al caso que debe resolver la suya propia (solución propia que naturalmente -y además de ilegítima e imprevisible- va a ser o puede ser diferente a la solución de justicia de los otros aproximadamente quinientos jueces que integran nuestro Poder Judicial).
En Uruguay, el juez no está legitimado, en absoluto, para legislar, ni por lo tanto para determinar qué es justo o qué no es justo.
En nuestra República quien determina qué es justo y qué no es justo es el Parlamento (y en su momento el Poder Constituyente), y aunque la solución legislativa o constitucional, en su caso, le parezca a un juez injusta, y pese a que comprensiblemente ello le moleste, no puede dejar de aplicarla.
Sigue pues siendo cierto lo que hace casi cien años proclamaba enfáticamente Álvaro Guillot:[6]
“En jurisprudencia no puede haber razón más razonable ni equidad más equitativa que la razón o la equidad de la ley […] Los legisladores no han conseguido siempre su objeto, pero no corresponde a los jueces el derecho de corregir los errores que hayan podido cometerse. De otro modo, ¿qué seguridad habría? ¡Nuestras leyes no serían más que letra muerta! Nada estaría garantizado, nuestros más sagrados derechos quedarían abandonados”.
En definitiva, pues, y tal como lo proclama el art. 25.1 del C.G.P., salvo que las partes acuerden que el juez falle por equidad (arts. 25.1 y 199), o que la misma ley lo disponga concretamente (num. 5 del art. 477 del Código para los casos de arbitraje), es absolutamente necesario que las resoluciones jurisdiccionales se dicten conforme a lo que establece el derecho positivo y no atendiendo a las valoraciones de “justicia” o “equidad” que pudiera tener el tribunal.
Es claro entonces que no corresponde que cometamos la imprudencia de pedir -o, aun peor, exigir- a los jueces que desatiendan los mandatos del Constituyente y del Legislador, y que en su lugar apliquen lo que quizás para alguna opinión pública o hasta para esos mismos jueces pueda parecer más adecuado a la justicia. Esto es: no les reclamemos que apartándose del derecho positivo resuelvan conforme a lo que en su fuero íntimo entienden que es justo, que es equitativo. En una república los jueces no están legitimados para hacerlo.