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AL PIE DE LAS LETRAS
Un cuento y tres minicuentos
Por Pablo Silva Olazábal
Camino a la ambulancia
El hundimiento del hachazo en el cráneo estaba muy bien disimulado; a primera vista era imposible distinguirlo dentro de aquella cabeza rubia. El asesino había cerrado la herida, cosiéndola, de una manera primorosa. Se me ocurrió algo estúpido: que eso era un signo de amor.
Junto con Pereira nos agachamos en torno al cadáver. La occisa era bella, de cara y cabeza redondeadas y con la frente luminosa de una diva de los años 40. Las cejas rubias todavía conservaban el gesto de amabilidad y de discreto aburrimiento que -posiblemente- habían permeado su vida. El vestido azul, austero y elegante, era un signo claro de esa falta de atrevimiento que tienen determinadas mujeres burguesas a las que no les sobra el dinero; los ecos de una existencia férreamente encarrilada y anegada por el tedio todavía resonaban en él.
Pereira examinó de cerca la cabeza: los cabellos rubios y mansamente alisados tenían en su centro un remolino breve y vagamente poligonal; la forma ideal para disimular el tajo, pensé, con una costura que el asesino había ejecutado cuidadosamente. Además de limpiar la sangre y los líquidos que se derramaban por la herida, debió haberle lavado el pelo, al menos en esa zona. Y tuvo que haberlo secado para poder peinarla con aquella pulcritud. Solo de esa manera podía haber escondido una herida tan grande. No sé nada de frenología, ni creo que la personalidad se pueda descubrir en la forma de los cráneos, pero hubiera apostado mi próximo aguinaldo a que aquella cabeza redondeada de pelo lacio reflejaba una personalidad lánguida y generosa, desarrollada en una vida acosada por la prudencia y vigilada por la amenaza constante del qué dirán. Se me ocurrió que aquella mujer había soportado los embates de la existencia con el mismo espíritu con que había recibido el hachazo: sosteniendo una mirada, atenta y maravillada frente a tan terrible sorpresa. Cualquier cosa con tal de evitar el escándalo. La mano enguantada de Pereira movió la cabeza y el remolino se abrió un poco más. Allí donde nacía el cabello más rubio apareció el núcleo rojinegro que se extendía hacia abajo en una línea irregular. Volvió a maravillarme la higiene y dedicación del asesino: alrededor de los labios oscuros y carnosos no había ni una sola gota de sangre. Estuve seguro que la había absorbido usando alguna clase de aparato succionador, de esos que utilizan los cirujanos. Pensé que tal vez fuera médico o a lo mejor trabajaba cerca de ellos.
La violencia de aquel hachazo, sumada a la meticulosidad con que había sido disimulado, hablaban de un asesino obsesivo y exquisito, alguien cuyo carácter se complementaba, si se quiere -y como suele ocurrir frecuentemente en estos casos- con el temperamento de la víctima. Imaginé un ataque furioso y desbocado, sin ninguna clase de límites. Luego del crimen, y agotada su violencia, había transmutado su personalidad, absorbiendo la tendencia contraria. Es decir, se había mostrado proclive a la belleza y a la pulcritud. Como en todos nosotros, habitaban en él la mayor de las delicadezas con el horror más abyecto. Pero en su caso naturalmente que esto se daba en grados superiores, seguramente inimaginables para aquello que hemos dado en llamar, sin que se sepa bien qué significa, gente común.
La disposición de las manos entreabiertas y la cara girada levemente hacia abajo, lo mismo que el vestido alisado, hablaban de una escena prolijamente armada para hacer pasar el crimen por un desvanecimiento común, un vahído o algún tipo de percance pasajero. No pude evitar sonreír en mi interior: intentar algo tan trabajoso para ocultar algo que no tenía posibilidades de mantenerse, era señal de una imaginación infantil; el asesino poseía esa clase de ingenuidad que siempre llama la atención y que en el fondo nos es incomprensible. No podemos recrear la secuencia, lógica para él, que lo llevó a tamaño disparate. Pensé que el motivo sí estaba claro; seguramente no toleró un no por respuesta.
—¿Listo? –dijo Pereira.
Le dije que sí pero la miré por última vez antes de subir la cremallera de la bolsa. Entre los dos la pasamos a la camilla.
—Pueden llevársela –dijo el Inspector Matosas.
Obedecimos como siempre, sin decir nada. Me resultó más liviana de lo esperado. Camino a la ambulancia supe que Pereira, como siempre, escrutaba mi espalda adivinando cada uno de mis pensamientos.
La sabiduría del Golem
Si fuera cierto que la estupidez y la inteligencia son relativas, y que para colmo viven interrelacionadas en la mente de cada uno, el mayor ejemplo de ello lo representaría el Golem, quien, en su ignorancia rayana en la más absoluta idiotez, supo perfectamente aquello que la mayor parte de las grandes mentes de la Humanidad ignoran: que una sola palabra, incluso una sola letra, puede cambiarte el mundo. O mejor dicho, borrártelo.
Las garras del tigre
El tigre saltó y se abalanzó con sus garras abiertas; salió como una flecha, como si llevara una bola de fuego en la cola, desde el lado izquierdo del camino. Saltó y el amarillo refulgió con un esplendor acompañado por un inmenso gruñido sobrehumano. Pasó de largo y sentí el aliento a milímetros de la cara: era fétido, de un felino extraño y juguetón que había nacido desde un punto de vista muy pequeño, como un cuadro de Dalí o algo peor, terrible y cercano, casi cósmico. Bueno, solo quiero decir que el tigre pasó y que el alivio fue, más que grande, apaciguador.
Quincuagésimo ensayo
Tomé el librito de la mano del ángel y lo devoré.
Apocalipsis 10:10
Me lo llevé a la boca. Mastiqué despacio. Sentí el crujido lento entre los dientes, la saliva espesa envolviéndolo, las narinas súbitamente expandidas por el aroma empalagoso de la miel. No había terminado cuando la primera puntada de amargor me atravesó el estómago. Me llevé la mano al vientre, doblado como el rayo por el múltiple estertor y golpeé la mesa con rabia, desesperado por la explosión en el abdomen; me levanté rápido para ir al baño. No hay caso, no hay manera de hacer digerible este libro. No sé cómo voy a decírselo al Señor.
Estos tres minicuentos pertenecen al libro A través de un breve laberinto, de Editorial Astromulo.