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VENEZUELA ES OTRA VEZ TEMA DE DISCUSIÓN
Una tragedia sudamericana
Por Luis C. Turiansky
PRÓLOGO
Primero fueron los golpes militares y las dictaduras que mancharon de sangre la patria de Bolívar. Hubo también una histórica movilización popular con apoyo militar que, en 1958, acabó con la odiada dictadura de Marcos Pérez Jiménez.
Posteriormente, el pánico producido en filas imperialistas por la revolución cubana y la victoria electoral de la izquierda en Chile, entre otros sucesos, dio lugar al “Plan Cóndor” y Sudamérica se sumió en la noche de las dictaduras militares o los gobiernos civiles corruptos bajo la tutela de Estados Unidos. Venezuela volvió a ser el país referente de esta segunda alternativa, con Carlos Andrés Pérez en el poder.[1]
Pero la década de 1980 trajo un vuelco, cuyo anuncio fue, un año antes, la revolución sandinista en Nicaragua. La democracia se abrió paso en Latinoamérica, en medio de profundos cambios en el mundo: en Sudáfrica caía el apartheid, en China los estudiantes se enfrentaban al ejército y en Europa oriental la incapacidad de los regímenes socialistas de contemplar las demandas de democratización en medio de la globalización capitalista terminó con la experiencia del “socialismo real”. El Muro de Berlín fue demolido por los manifestantes de uno y otro lado, y Francis Fukuyama escribió “El fin de la historia”.
Pese a los pronósticos del citado autor, la siguiente etapa profundizó aún más los avances democráticos en nuestra región, hasta que en determinado momento se visitaba América del Sur ya no para traer la solidaridad con las víctimas de las dictaduras sino para aprender de las experiencias de los noveles gobiernos de izquierda, y el término “progresismo” recorrió el mundo. En Venezuela, bajo Hugo Chávez, este proceso se radicalizó rápidamente.
PRIMER ACTO: LA CONJURA
Las oligarquías asociadas al imperialismo nunca abandonaron el sueño de revertir la historia y volver a los regímenes de prebendas y a la explotación de los recursos naturales, en Venezuela principalmente el petróleo. Pero los métodos ya no podían ser los mismos. En 2016, la Red Voltaire denunció la existencia de un plan del tristemente célebre “Comando Sur” para la desestabilización y ulterior derrocamiento del régimen venezolano (Operación Venezuela Freedom II, voltairenet.org, 25.2.2016). El plan se inscribe en la estrategia global de intervención y destrucción de los gobiernos que Estados Unidos considera contrarios a sus intereses. En particular, el método de levantamientos populares basados en las protestas callejeras, que hizo furor fotogénico en la plaza Maidán de Kíev, se convirtió en modelo.
Pero las condiciones de Venezuela no se parecían a las de la periferia de la ex Unión Soviética y las técnicas de desestabilización con simulacros revolucionarios eran impensables en el espacio caraqueño. Entre otras cosas, faltaba el soporte de una masa en la calle, sin la cual el plan no tiene éxito. Pero en Venezuela la población pobre apoya a la revolución, aunque los resultados electorales revelan últimamente una fuerte polarización del electorado, con leves desplazamientos circunstanciales hacia un lado u otro.
Aparecieron entonces las “guarimbas”,[2] los disturbios, barricadas, incendios y enfrentamientos violentos con la policía durante las manifestaciones de protesta. Y esto nos lleva a otro plano, porque las protestas no eran ni son inventos de nadie. Es que el cuadro no sería completo si no se mencionara la existencia de una profunda crisis económica, política e institucional, en la cual la principal responsabilidad recae, como siempre, en los gobernantes.
Venezuela, cuyo suelo posee una inmensa riqueza petrolera, registró en tres años consecutivos sensibles caídas económicas. El descalabro, la torpeza de algunas medidas, junto con las confrontaciones callejeras y cierto empecinamiento en recurrir a la represión y los juicios contra los organizadores de las protestas han sido otros tantos factores que profundizaron las divisiones. No es de descartar tampoco el papel de la burocracia entronizada en el sector público de la economía, en algunos casos propensa a la corrupción y el enriquecimiento personal. Pero nada de esto puede hacer pasar por alto el factor de la injerencia exterior como motor de la desestabilización.
Hugo Chávez, militar y protagonista él también de un intento fallido de golpe de Estado, condujo a la “revolución bolivariana” por sendas legales, basadas en parlamentarismo, pluralismo y elecciones libres. Ningún otro pueblo latinoamericano ha ejercido el voto con tanta asiduidad como el venezolano desde 1998. Y si hay algo que no se puede achacar al “chavismo” (como suelen designarse el movimiento político inspirado en la figura de Hugo Chávez y su gobierno), es que desconozca los resultados electorales adversos. Ha sido así al menos hasta el conflicto con el Parlamento opositor surgido de las elecciones de 2015, ya bajo la presidencia de Nicolás Maduro.
En la oposición se perfiló como la fuerza más visible la tendencia “guarimbera”, contra la cual el Gobierno centró la represión. Hubo procesos de escarmiento, con penas que en nuestro medio serían demasiado severas (por ejemplo, más de trece años de prisión para Leopoldo López, por convocar una manifestación que derivó en disturbios con saldo trágico en febrero de 2014). Los sectores de la oposición dispuestos al diálogo terminaron aislados.
SEGUNDO ACTO: LA CRISIS INSTITUCIONAL
El punto de inflexión se produjo cuando, en las elecciones parlamentarias de diciembre de 2015, el pueblo le dio la espalda a Maduro y su Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), junto con sus aliados del “Gran Polo Patriótico”, otorgando a la coalición opositora Mesa de Unidad Democrática (MUD) la mayoría absoluta de escaños (y casi la mayoría calificada de dos tercios, si no fuera porque tres diputados electos de circunscripciones indígenas no fueron reconocidos por el Consejo Electoral Nacional, decisión refrendada luego por el Tribunal Supremo, como se verá más adelante). Al Presidente le quedaban dos alternativas: a) hacer lo que hizo Daniel Ortega en Nicaragua en 1990 tras la derrota electoral y retirarse del poder con la esperanza de volver cuando recuperase la confianza del pueblo, o bien b) aferrarse al Poder Ejecutivo con el apoyo de un Poder Judicial adicto, para tratar de aislar al legislativo.
Esto tiene lugar sobre el fondo de la crisis global de las instituciones que acompaña a la crisis de la economía capitalista. Así como se pone en duda la validez de los Estados nacionales, también se plantea la obsolescencia de la clásica división de poderes preconizada por Montesquieu para combatir al despotismo de las monarquías en el siglo XVIII. La inestabilidad a que esto da lugar es aprovechada por el “populismo” de derecha. Algunos autores lo relacionan con la teoría de la “licuación” de la sociedad.[3]En nuestra América, sin embargo, esta tendencia tiene bases perfectamente sólidas, de índole económica y política.
El caso más flagrante es el de Brasil, donde el mismo Congreso con predominancia de la derecha que consiguió destituir a la presidente de izquierda Dilma Rousseff, hoy en cambio sostiene en el poder a Michel Temer, acusado de delitos similares. En su momento se habló de “golpe constitucional”, pero sin inmutar a nuestro sensible compatriota Luis Almagro. Otros tantos actos de sublevación parlamentaria ocurrieron también en Honduras y Paraguay. No sería de extrañar que estas amargas experiencias hayan inspirado a Maduro y su entorno para impulsar la creación de un nuevo centro de poder, directamente emanado del pueblo y enfrentado al Parlamento.
El nuevo poder formaría un bloque con el ya domesticado orden judicial, que quince años de gobierno chavista han aderezado sistemáticamente con magistrados progubernamentales. Completa el campo oficialista el cuerpo de las fuerzas armadas, transformadas en Fuerza Armada Nacional Bolivariana e instrumento de la “unión cívico-militar”, con su consiguiente fuerte politización de las fuerzas armadas, identificadas plenamente con el ideario oficial. Por su parte, el Ejecutivo no deja de dedicar grandes sumas de dinero y cuidados al desarrollo y bienestar de la clase militar.
Con estas piezas en el tablero, el primer paso del PSUV fue la decisión controvertida de retirar de la Asamblea Nacional a sus diputados electos. Sin duda el objetivo era aislar a la MUD y no comprometer a los diputados del propio bando en la perspectiva de una prevista agudización de las contradicciones entre los poderes, pero entiendo que esto significó abandonar la cancha antes de tiempo. Casi simultáneamente se produjo el desconocimiento judicial de los tres diputados cuya elección, a juicio del Consejo Electoral Nacional, estuvo viciada. El Tribunal Supremo le dio la razón e instó a las autoridades de la Asamblea Nacional a anular los respectivos juramentos, ya convalidados. El Parlamento se negó y el Tribunal Supremo lo declaró “en desacato”, anulando todas sus decisiones ya adoptadas o futuras.
El máximo órgano judicial fue incluso más lejos: dictaminó que la Asamblea Nacional debía cesar sus actividades y abandonar el local donde funcionaba. Al mismo tiempo, se arrogó para sí las funciones legislativas “hasta que se normalizara la situación”. Fue este el primer intento de “golpe constitucional” pero fracasó, porque el revuelo causado, incluso en filas de gobierno, fue demasiado grande y, a instancias del presidente Maduro, los honorables magistrados tuvieron que dar marcha atrás (había que respetar la división de poderes, ¡qué vaina!). También es posible que la actitud del presidente haya coincidido con el hallazgo de una solución mejor, que fue la que finalmente se aplicó.
TERCER ACTO: LA REVOLUCIÓN CONSTITUYENTE
El Título IX de la Constitución de Venezuela (“De la reforma constitucional”) dispone que el pueblo, “depositario del poder constituyente originario”, está facultado para convocar, a través de las autoridades de la República designadas con tal fin, una Asamblea Nacional Constituyente “con el objeto de transformar el Estado, crear un nuevo ordenamiento jurídico y redactar una nueva Constitución” (capítulo III, artículo 347).
Seguidamente, el artículo 348 especifica los métodos de convocatoria, otorgando en primer lugar el derecho de iniciativa al Presidente de la República, quien actualmente no es otro que Nicolás Maduro. Por lo tanto, la convocatoria a elecciones el 31 de julio se ha ajustado perfectamente a las disposiciones constitucionales.[4]
Ahora bien, la transformación del Estado es un objetivo muy vasto y puede incluir modificaciones trascendentales en la estructura de la sociedad, el derecho de propiedad, el funcionamiento de la economía y su planificación, la distribución de la renta y mucho más, de suerte que tenga por resultado un Estado totalmente diferente, tal vez incluso socialista.
Sin duda la inclusión de estos artículos respondía a las previsiones del propio Hugo Chávez sobre la necesidad, más adelante, de pasar a una nueva fase del proceso revolucionario. Pero en ningún momento se dice que la Asamblea en cuestión puede subrogar las atribuciones del Parlamento en funciones o incluso disolverlo, como se da a entender. A lo sumo puede establecer modificaciones tales que, de hecho, impliquen la necesidad de nuevas elecciones legislativas, lo cual, evidentemente, no es lo mismo.
A esta altura, sin embargo, no vale la pena desmenuzar estos detalles jurídicos y las limitaciones constitucionales que en tiempos de Hugo Chávez se tuvo la precaución de establecer, puesto que la interpretación del texto constitucional ha llegado a ser sumamente fluida y la ANC podrá adoptar las decisiones que le dé la gana (mejor dicho, las que le encargue la dirección política del país). Por de pronto, el 18.8.2017 decidió que está oficialmente facultada para legislar en lugar del Parlamento regular.
El epitafio del órgano legislativo anterior fue pronunciado el 22 de agosto último por el propio Maduro, al declarar en rueda de prensa desde el palacio Miraflores: “En Venezuela ese poder legislativo no existe, no tiene ninguna influencia hoy por hoy en la vida política, económica y social de Venezuela” (citado por El Comercio, Perú). En esa misma ocasión, el Presidente calificó a la suspendida Asamblea Nacional de “viejo Parlamento burgués”, añadiendo que “eso ya se acabó”. Se deduce que el objetivo es hacer de la ANC un órgano revolucionario con facultades extraordinarias. Pero tampoco está claro si tendrá la capacidad ni las agallas para asumir semejante tarea
EPÍLOGO ABIERTO
Los resultados oficiales de la elección de la ANC difundidos por el Consejo Nacional Electoral proclaman una participación de más de ocho millones de votantes (41,53% del electorado). La oposición cuestiona incluso esta cantidad, ya de por sí minoritaria, porque supera la cifra difundida de siete millones de votos en contra en una iniciativa anterior de la oposición, por la cual la ciudadanía debía pronunciarse sobre la utilidad de convocar a la ANC. Ha sacado entonces de la manga el testimonio de la empresa encargada del apoyo logístico, Smartmatic. Su director afirma que, según los datos que posee la empresa, las autoridades habrían agregado por lo menos un millón de votantes al escrutinio (los que faltaban para ganar la comparación con el pretendido “referendo”).[5] En Venezuela el voto no es obligatorio y, como la oposición llamó a abstenerse, el índice de participación tiene importancia para calificar el respaldo a la iniciativa. No obstante, las denuncias de presión en los centros de trabajo del sector público para ir a votar so pena de perder el puesto pueden tener también su fundamento.
En este contexto, es significativo que no se hayan difundido las cifras relativas a los eventuales votos anulados, puesto que, al no existir el voto negativo, el voto en blanco o la alteración indebida de la papeleta de votación fueron la única manera de expresar desaprobación aun participando.
Después del acto electoral han surgido las dudas sobre la justeza del camino elegido. La fiscal general Luisa Ortega Díaz, integrante del movimiento chavista desde sus inicios, eminente jurista que participó en la redacción de la Constitución de 1999 y admiradora ferviente de Hugo Chávez, dio rienda suelta a su amargura, declarando que “Chávez jamás hubiera querido esto”. Por cierto, fue su Ministerio Público el encargado de armar la acusación que llevó al controvertido líder opositor Leopoldo López a la cárcel. Emigrada con su esposo a Colombia, ahora ambos son objeto de una demanda de extradición. La pareja se ha convertido así en los primeros exiliados políticos de la revolución bolivariana.[6]
Las primeras medidas de la flamante Asamblea no recordaban ni por asomo el mandato conferido por la Constitución: presididos por la fervorosa ex canciller Delcy Rodríguez, los constituyentes resolvieron ante todo darse un plazo de dos años para sus labores, destituir a la fiscal general que tuvo la osadía de criticar al Presidente y aprobar sendos proyectos de ley traídos a sala por él. Uno de ellos, destinado a “proteger a la población de los actos criminales”, establece penas de hasta veinticinco años de prisión a quienes “salgan a las calles a expresar odios e intolerancia”, en un estilo hiperbólico que recuerda los fogosos discursos de su peor enemigo, Donald Trump.
Finalmente, tal vez para aplacar las críticas sobre posible abuso de poder, la Asamblea aprobó, en el marco de su reglamento interno (“Estatutos”), que el texto final de la nueva Constitución será sometido areferendo popular (Televisa News, 24.8.2017). Se trata de una concesión importante, ya que, a diferencia de las enmiendas parciales con arreglo al capítulo II de la actual Constitución, en el capítulo III que rige el funcionamiento de la Asamblea Nacional Constituyente no se prevé expresamente que la nueva carta magna tenga que ser ratificada por el voto del pueblo en referendo. Hasta entonces parecía que la “revolución constituyente” se diluía en un cúmulo de medidas administrativas. Ahora por lo menos existe el compromiso de iniciar pronto el debate sobre la reforma del Estado y sus instituciones, pero sus pautas no se han dado a conocer.
Finalmente comparece el Presidente, ataviado con sus símbolos honoríficos, y se somete solemnemente a la autoridad de la Asamblea, a la que califica de “poder plenipotenciario (sic), soberano y magno”. Semejante órgano todo lo puede.
El libreto más desastroso sería el retorno de los desórdenes callejeros. Las guarimbas volverían a asolar la capital y otras ciudades. Los grupos más violentos tal vez se lancen al asalto del poder con el sostén de los servicios secretos de Estados Unidos. El ejército bolivariano intervendrá y las llamas de la guerra podrían ir “más allá de las fronteras”, según palabras del propio presidente Maduro. ¿Quién las llevará y por qué? Esto no lo explicó.
Es en este marco que salió al aire la asombrosa afirmación de Donald Trump de que no descarta una “opción militar” para resolver el dilema venezolano. Es cierto que el presidente había sido sorprendido por una pregunta alevosa de un periodista, pero es posible que, al improvisar la respuesta, haya recordado algo que oyó en una reunión de trabajo. De ahí la gravedad de sus palabras, que despertaron un repudio casi unánime en la región y que hasta la oposición venezolana organizada en la MUD ha rechazado. Se acompañó además con algo más tangible, como fue el decreto presidencial por el que estableció sanciones económicas contra Caracas.
En tales condiciones, lo natural era tratar de aglutinar las fuerzas patrióticas en defensa de la soberanía nacional, así como recabar toda la solidaridad de los pueblos hermanos. El gobierno del presidente Maduro ha elegido el camino de la movilización de la población en torno a las fuerzas armadas. El pasado 26 de agosto tuvieron lugar en todo el país ejercicios militares, con participación de 200.000 militares y “cientos de miles de civiles” organizados en milicias populares. Acción perfectamente justificada, que no obstante no debería excluir la búsqueda del diálogo nacional.
El Ministro de Relaciones Exteriores, Jorge Arreaza, en declaraciones a la agencia rusa RT, denunció que las sanciones económicas decretadas por Donad Trump contra Venezuela eran el resultado de cabildeos de varios opositores que “viajan a Estados Unidos para procurar estas sanciones contra Venezuela y ahora tratan de decir al pueblo venezolano que las sanciones son culpa de Nicolás Maduro” (Entrevista con canciller venezolano, 26.8.2017). Según Arreaza, “Necesitamos una oposición seria, nacionalista, que quiera a su Patria con las diferencias ideológicas que podemos tener, pero no podemos tener unos dirigentes traicionando a la Patria de esta manera y después tratando de esquivar la responsabilidad y responsabilizar al Gobierno de Nicolás Maduro, que no ha hecho más que proteger al pueblo venezolano.”
Estas palabras, bastante distintas de los ataques indiscriminados a la oposición, podrían estar señalando un camino positivo hacia la solución de la crisis. A nadie favorece una dictadura, ni la de signo socialista y estilo jacobino, ni el feroz arreglo de cuentas de la contrarrevolución termidoriana. Ninguna de estas variantes traería la paz a la patria de Simón Bolívar.
¿Y nuestra izquierda? Tendrá que aprender a convivir, sabiendo que el pluralismo que nos hemos dado es algo que vale la pena proteger. La polémica, inevitable, no tendría que ser agraviante ni colérica. Todo el mundo tiene derecho a defender a la revolución bolivariana contra sus enemigos de afuera y de adentro. Pero algunos, aun cumpliendo con la primera premisa, no estamos dispuestos a aceptar “como venga” todo lo que digan sus dirigentes. Para no tener que decir, como cuando vimos caer el muro de Berlín: “callar para no perjudicar no sirvió de nada”.