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AL PIE DE LAS LETRAS

 Publicado: 06/09/2017

Como siempre


Por Duilio Luraschi


El viejo llegó a la casa. Aurora le abrió la puerta.

–Buenos días señor –dijo la empleada.

–Buenos días.

El hombre caminó directo hasta la mesa. Dejó el abrigo a medio camino, entre el sofá y el sillón de mimbre. Se sentó a la mesa del comedor y estiró la mano hacia la silla que tenía al lado. Vio la fecha del diario.

–Aurora, ¿vino el diario de hoy?

–Ya se lo llevo, señor.

Aurora se lo alcanzó. Volvió, una vez más, a la mesa y le trajo la parte del diario que faltaba. Lo había doblado en dos, leía los titulares más importantes, mientras se lo alcanzaba.

–Aquí está el suplemento deportivo, señor.

El viejo hizo un ademán como para que se lo llevara. Su equipo no había logrado la clasificación para la copa. No quería leer noticias deportivas.

–¿Va a querer ensalada, señor?

–Sí. Tráigame un poco de ensalada. ¿Qué hay hoy de almorzar?

–Tallarines.

–¿Fideos?

–Tallarines frescos. Son de los finos, como le gustan a usted.

–Está bien. Tráigame, por favor, el vino y el agua.

–Enseguida se los traigo, señor.

El viejo se puso a mirar el diario. Lo leía de cabo a rabo, mientras comía. A veces hacía calentar otra vez la comida porque se había ensimismado en una noticia o en alguna editorial sin mayor relevancia. Llegaba siempre al mediodía, almorzaba, tomaba su café y leía el diario, sin el menor apuro ni descuido.

–Van a poner impuestos a las jubilaciones.

–Usted todavía trabaja, señor –dijo la empleada.

–Sí, pero van a poner impuestos a las jubilaciones.

–¿Le pongo sal y aceite a los tomates?

–No, gracias –dijo, e hizo un gesto con la mano– a las jubilaciones superiores a diez mil.

–¿Cebolla?

–Sí, un poco. Yo espero llegar a cobrar unos quince mil, seguro me van a matar con los impuestos cuando me jubile.

El viejo siguió leyendo el diario y hacía gestos y muecas de desaprobación.

–Por eso hay que ver bien a quién se vota. ¿Usted a quién votó, Aurora? No me diga ahora que es liberal.

–El voto es secreto, señor.

–Si me matan a impuestos a mí usted se puede quedar sin trabajo…

–Usted aún trabaja, señor.

–No por mucho más tiempo. Me van a poner impuestos y todavía no dejé de trabajar y ya me hace mal la comida. ¿Le puso sal al agua de la pasta?

–No, señor. Pero de todas formas usted la sala con el queso rallado. ¿Le sirvo rúcula? –preguntó.

A él no le gustaba la rúcula, pero comía siempre un poco porque creía que le haría bien. Comía carnes, frutas y verduras. Acostumbraba a comer ensalada todos los días, solo por un tema de salud.

–Déjela ahí –le dijo a Aurora.

El viejo continuó leyendo el diario. Lo abrió cuan largo era, lo extendió completamente. Era uno de esos diarios que todavía vienen en páginas tamaño sábana. Era el que siempre leía él. Un diario católico, nacionalista y conservador.

–¿Quiere que le sirva la pasta, señor?

–Van a poner impuestos a los que ya dejaron de trabajar. Eso es injusto. No pueden hacer eso.

–Usted aún trabaja.

–Sí, pero en algún momento me pienso jubilar. No a los setenta y dos pero tal vez a los setenta y cuatro.

–¿Quiere que le sirva la pasta? –dijo la mujer.

El viejo hizo un gesto confuso y Aurora la dejó a un lado, junto a la cebolla que el hombre no había terminado de comer.

–¿Usted qué edad tiene, Aurora?

–Yo tampoco me pienso jubilar –contestó, de prisa.

–Pero, ¿qué edad tiene? –insistió el viejo.

–No voy a llegar a pagar impuestos, si a eso se refiere.

El viejo dio por terminado ese tramo de la conversación. Bajó un poco la página que estaba leyendo y le dijo a Aurora:

–Tráigame la pasta, por favor.

Ella se golpeó el muslo con el repasador que tenía en la mano, y le dijo:

–La dejé ahí, en la mesa. Si no la come pronto se le enfría.

El viejo no le contestó. Seguía leyendo el diario.

–Y pusieron una bomba en Nairobi. ¡Qué barbaridad!

–Nairobi está lejos, ¿no?, señor.

–Sí, está lejos. El impuesto va desde los diez mil a los treinta mil. Luego van a poner otro impuesto.

–Le dejo aquí el queso rallado. No es comprado. Lo rallé yo.

–No creo que llegue a treinta mil. Es bastante dinero. Pero no tienen derecho a cobrarles impuestos a los que trabajaron toda la vida. Pienso que voy a pagar el impuesto de los diez mil.

–Pero usted no piensa jubilarse todavía, ¿verdad?

–¡Ya le dije que no! No me fastidie.

La mujer seguía golpeándose a los lados con el repasador.

–Hoy vino el señor Carlos y dijo que quería hablar con usted. Es por unos títulos de la carpintería. No sé de qué carpintería me habló.

–Luego lo llamo.

–Dijo que era muy importante.

–A diez mil llega cualquiera. Bueno, no cualquiera. Pero seguro que a mí me van a cobrar. ¡Son una manga de ladrones! ¡Son unos criminales!

–No sea tan grosero, señor.

–Disculpe, Aurora, es que a uno lo sacan de sus casillas.

La mujer le dijo, ahora en voz más calma:

–¿Quiere que le caliente la pasta de nuevo?

–Por favor.

La empleada fue hasta la cocina y el viejo siguió leyendo el diario de punta a punta. Lo leía y pasaba las páginas con cierta majestuosidad. Parecía que solo el hecho de leerlo fuese parte de una ceremonia. Una ceremonia que culminaba con el café. Siempre tomaba un café fuerte con dos cucharadas de azúcar.

–Otra vez hay lío con el petróleo. Seguro que van a subir las tarifas y también el boleto de ómnibus. Habrá que hacer como en la guerra. Uno juntaba papel y carbón. Aurora: ¿se acuerda de la guerra?

–Eso no fue acá.

–Pero tuvimos que arreglarnos sin combustible.

–Sí, pero la guerra no fue acá –repitió ella.

La mujer levantó los platos y cubiertos que el viejo ya había usado. Desde la cocina solo se oía un murmullo del comedor. Entre el agua que repicaba en la pileta y el extractor de aire la mujer parecía aislada de todo. Pero el viejo se hacía sentir. Hablaba a voces, siempre con la mitad de diario entre las manos.

–Vamos a tener que juntar papeles y carbón si nos ponen impuestos a las jubilaciones. Va a haber jubilados pidiendo dinero por las calles. Es por eso de la inflación. ¿Sabe qué es la inflación, Aurora?

–No mucho.

–Es como cuando la guerra, pero no tanto. Así, un poco como cuando la guerra. Todo es más caro y hay desabastecimiento y desesperación. Es así como si comenzara otra guerra. ¡Y todavía tenemos que pagar los impuestos!

La mujer llegó con una fuente y en el brazo el mismo repasador.

–Aquí está la pasta. Se le va a enfriar otra vez.

–Déjela ahí, no se haga problema.

El hombre se puso a leer un artículo en particular. Aurora le hablaba pero él solo alcanzaba a balancear la cabeza. No era en signo de aprobación sino más bien para que lo dejase leer tranquilo. Algo le retenía toda su atención.

–¿Dijo que el Dr. Larrionda vino esta mañana?

–Vino ese señor Carlos. Así se dio a conocer.

–Pero ¿le dijo qué era lo que quería? ¿Le habló de Los Cerros?

–Habló de una carpintería, ya se lo dije, señor, pero usted estaba tan preocupado con eso de los impuestos y la guerra y no me escuchó. El Dr. Larrionda, Los Cerros, no sé, no me dijo nada de eso. Vino un señor Carlos y pidió que lo llamase, pero una habla y parece que pasara un carro…

–¿Dejó algún número de teléfono o algo así?

–Nada.

–Pero nombró a Los Cerros –insistió.

–Para nada. Dijo lo que acabo de decirle.

–Está bien –le contestó, con voz un poco perdida, y le hizo una seña clara para que se fuera, para que lo dejara solo.

Leyó el artículo que lo inquietaba, una vez más, pero con mayor atención y desvelo. Al cabo de un buen rato podría recitarlo de memoria.

Le pidió a Aurora que le trajese la agenda. Ella –que lavaba los platos en la cocina– no lo llegó a escuchar. Ya no daba más gritos, sus palabras eran suaves y algo mustias. Él se levantó y fue a buscar la agenda con los números de teléfono. Luego fue hasta su habitación. No quería que la mujer escuchara lo que diría.

En la mesa de luz tenía una extensión del teléfono de la sala. Marcó los números del Dr. Larrionda en series de dos. Dos, cuatro, seis números. Repicó la campanilla. Al otro lado de la línea lo atendió una mujer. El Dr. Larrionda no se encontraba en casa. ¿Quiere dejarle un recado?, le preguntó. No dejó mensaje y cuando le preguntó su nombre mintió, le dio el nombre de uno de los empleados de la papelería. El viejo era gerente en una sucursal.

Se pudo escuchar, claramente, el ruido de dos golpes en la puerta.

–¿Aurora?

–Señor. Lo busca un escribano. Dice que es de la firma Olazábal y Rienzo.

–¿Un escribano?

El viejo abrió la puerta.

–Sí, parece un hombre importante. Preguntó por usted.

El viejo intentó mirar por encima de la cabeza de la mujer. Husmeaba a través de los huecos que formaban sus brazos y su cuerpo.

–¿Dónde está? –preguntó.

–Está en la antesala.

El viejo empalideció. Luego de unos pocos segundos le dijo:

–Dígale que me espere en el escritorio.

El hombre se miró en el espejo que tenía en la pared del fondo de su cuarto. Era un espejo de metal mal azogado. Parecía algo mayor, pero no le darían la edad que tenía. Era un hombre mayor. Eso pensaba mientras se decidía caminar unos pocos pasos desde su habitación hasta el escritorio. Las cosas habían cambiado con mucha rapidez, un desconocido lo esperaba quién sabe por qué motivo. Le pareció que un desenlace sería inminente, pero no se desesperó. ¿Toma un café? No, gracias. Es café de moca. No, gracias, voy a estar solo un momento. Siéntese, por favor. Vamos al tema que nos convoca. Señor… Todo esto y más suposiciones pasaban por su mente, mientras caminaba. Eran unos pocos pasos hasta el escritorio.

¿Café? No, gracias, esto es solo cosa de un momento. ¿Lo tengo que acompañar? Caminaba con gran morosidad y pensaba con urgencia. Caminaba y pensaba. Pensaba con ansiedad y tristeza, con cierto recelo.

El escritorio era un sitio donde él se encontraba con comodidad. Tenía una colección de estribos y herraduras. Sobre el escritorio había colocado, como si fuese un trofeo, un trocito de piedra de la era mesozoica.

–¿El señor Ramírez? Soy el escribano Pereiro.

–¿Pereiro?

–Sí, soy el primo de Francisco. Él lo recordaba muy bien, me decía que ustedes eran muy buenos amigos.

–Época de juventud.

–Otros tiempos.

–En ese entonces nadie ponía impuestos a los jubilados.

–Era otra cosa, es verdad. La amistad y la palabra se valoraban como nada en el mundo. Como la amistad que tuvo usted con Francisco.

–Un buen muchacho.

–Era un hombre de bien.

–¿Falleció?

–No exactamente. Pero vine hasta su casa por otro motivo. En la oficina me comentaron que van a empezar a escarbar en las sociedades y propiedades que posiblemente pertenezcan al Diputado Lucio Soto. Van a levantar polvo aquí y allá. Eso no le conviene a nadie en el Estudio. Quieren un nombre para llenar el ojo al juez Núñez.

–El juez Núñez es conocido por ser una persona muy cruel.

–Peor que eso, es un hombre ambicioso. Pero la gente del Estudio está muy inquieta. Hay una lista de por lo menos seis empresas que aún no han salido a la luz y piensan que la policía va a revolver en todos los cajones.

–¿Toma una taza de café?

–No, gracias.

–No entiendo cuál es la situación –alcanzó a decir el viejo.

–Un nombre. Es decir una persona. Necesitan una persona, después pasa lo de siempre: vienen los diarios, la radio, la televisión. Luego las aguas van a volver a su sitio. El diputado es un hombre de fiar. Es hombre de una sola palabra.

–¿Usted me está diciendo que?

–No. Solamente vengo y le comento. Por la amistad que le profesaba Francisco. Lo estimaba mucho.

–¿Me dijo que no quería café? –preguntó, otra vez, el viejo.

–No, gracias.

Se estiró un poco en su sillón.

–El Estudio sabrá cómo manejar esto.

–Lo sabe.

Se acomodó en su asiento, de nuevo.

–¿No creerá que yo?

–No creo. Yo vengo solo a comentarle. Este es el estado de cosas por acá.

–Entiendo.

–No lo quiero molestar más. Tengo sobre el escritorio un montón de problemas  por resolver, todavía.

–Sí, claro. No lo retengo.

El escribano tenía cierta rugosidad en los párpados, y bajo un ojo le nacía una pequeña carnosidad. Miraba al viejo como quien observa un cachorro. Se detenía en cada gesto, en sus ademanes.

–Aurora lo va a acompañar hasta la puerta.

–Le agradezco. Tal vez no nos volvamos a ver. Si es así, fue un placer conocerlo. Si algún colega suyo necesita una asistencia jurídica, mi oficina siempre está abierta para los buenos amigos.

–Buenas tardes, escribano.

–Buenas tardes, Ramírez.

Se dieron un apretón de manos y Aurora guió al hombre hasta la salida. El viejo volvió a sentarse en el sillón. El escritorio se encontraba algo oscuro; encendió la luz. La puerta de calle se cerró y enseguida apareció la empleada, siempre con el repasador en la mano.

–¿Dónde le sirvo el café, señor?

–En la sala.

–¿Con dos de azúcar, señor?

–Como siempre. Todo como siempre.

–¿Algún problema, señor?

–Solo un trámite administrativo. Le voy a pedir que luego me alcance la agenda.

–Sí, señor. ¿Algo más?

–¿Vino correspondencia para mí?

–Llegó el diario de la tarde. ¿Se lo alcanzo?

El viejo, que empezaba a caminar hacia la sala, se quedó parado en el mismo sitio, mientras la miraba. Se quedó con el mismo gesto con el que lo había encontrado.

–¿Alguna noticia en especial?

–Le van a poner impuestos a los jubilados.

El viejo se sentó a la mesa y dijo:

–¡Qué barbaridad! ¡No nos dejan vivir en paz!

–Pero usted todavía no se va a jubilar…

–Algún día, Aurora.

–Sí, algún día

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