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 Publicado: 06/09/2017

Emilio en el contexto de la obra rousseauniana


Por Marcelo Fernández Pavlovich


La teoría educativa de Rousseau debe ser vista y evaluada con ciertos cuidados, ya que está enmarcada dentro de un sistema complejo donde las aristas antropológicas, morales y políticas forman un todo: una obra que a lo largo de la historia del pensamiento ha sido vista a veces como carente de lógica, como contradictoria e incluso como poco concordante con la biografía del pensador ginebrino. No vamos a entrar aquí en una polémica al respecto, solamente vamos a afirmar que Emilio, lo que el autor pretende que sea un tratado de educación, debe ser leído en el contexto del resto de su obra. Poco valdrán los postulados que se afirman allí se dejamos de lado el Discurso sobre el origen de la desigualdad de los hombres, el Contrato Social o incluso el Discurso sobre Economía Política, inserto como artículo en la Enciclopedia llevada adelante por Diderot. El significado de ello es que, para Rousseau, los distintos aspectos que una teoría filosófica puede tener están siempre entrelazados, así como lo estaban en los planteos aristotélicos o platónicos de la antigua Grecia. Es decir, aquel énfasis en lo antropológico y moral que Rousseau hacía en el Discurso sobre el origen de la desigualdad de los hombres tiene sentido cuando también tomamos cuenta el énfasis social y político de El Contrato social y también si tomamos en cuenta el énfasis en lo individual, pedagógico y moral desplegado en Emilio:

El hombre natural es todo para sí; él es la unidad numérica, el entero absoluto, que no tiene otra relación que consigo mismo o con su semejante. El hombre civil sólo es una unidad fraccionaria y cuyo valor está en relación con el cuerpo entero, que es el cuerpo social.”[1]

Ese hombre natural, que Rousseau describe en el Discurso sobre el origen de la desigualdad de los hombres, no ha desaparecido por completo, aunque sí haya acontecido eso con el estado de naturaleza puro. Pero la llamada de la naturaleza está aún dentro del hombre, que nace con esa serie de características que añora el autor. Es a ese hombre que hay que educar, sea para convivir de forma fraterna con sus pares, si es que se lograre llevar adelante los postulados de El Contrato Social, sea para vivir lo más cerca posible de aquel llamado de la naturaleza ‑lo que lo acerca a determinados principios morales, como veremos más adelante‑ a pesar de no lograrse la construcción de una comunidad basada en los principios de El Contrato. Es decir que, incluso en la sociedad actual, en una sociedad como la nuestra, Emilio podría convertirse en un buen ciudadano, aunque obligatoriamente se sentiría y sería visto por sus pares como un “extraño” o un “amable extranjero”, pero no un ser aislado, más allá de que habrá que aislarlo del medio social en las primeras etapas para que logre ser un niño libre y feliz. En otras palabras, la idea de educación, lejos de dar lugar a una nueva ideología, no cesa de arraigarse en la condición contradictoria del hombre. No se trata de que sea contradictoria la obra de Rousseau, sino que allí residen las contradicciones existentes en el propio ser humano y que se desarrollan también en las corrientes de pensamiento. La obra de Rousseau, y sobre todo el Emilio, es efectivamente un punto donde se enfrentan las grandes corrientes y contracorrientes de la época, las mismas que no han cesado de labrar en profundidad el pensamiento occidental desde sus orígenes platónico‑cristianos. Necesidad y libertad, corazón y razón, individuo y Estado, conocimiento y experiencia: términos de estas antinomias que se nutren en el Emilio, publicado en 1762. Rousseau sigue siendo un hijo del Siglo de la Luces, pero el racionalismo convive abiertamente en él con su adversario de siempre, ese contra el cual Platón y Descartes habían erigido su sistema de pensamiento: el yo sensible que afirma su propia verdad en la autenticidad de una existencia coherente consigo misma. Cuando el hombre ya no pueda desarrollar sus potencialidades abandonándose al solo movimiento de la naturaleza, cuando corra el riesgo de vivir otra alienación convirtiéndose en “una unidad fraccionaria que responde al denominador y cuyo valor consiste en su relación con el todo que es el cuerpo social”, resulta que puede llevarse a cabo una forma de acción específica que provoca el encuentro del deseo (natural) y de la ley (establecida) de tal manera que el homo educandus se construya su propia ley, se vuelva, en el sentido etimológico del término, autónomo. Esta idea será más adelante desarrollada por Immanuel Kant, quien admitió la influencia del pensamiento roussauniano en sus planteos.

Ahora bien, ¿qué es lo que plantea este autor en materia educativa? ¿Tiene algo que ver con teoría de la enseñanza? ¿Tiene algo que ver con la cuestión de la verdad? ¿Apunta al conocimiento, al saber, a la verdad o a ninguno de ellos? ¿Dónde está puesta la cuestión aquí? ¿Qué es lo que hay de revolucionario en estos escritos, si es que lo hay?

¿HACIA DONDE NOS LLEVA ESTA OBRA?

Lo primero que se plantea el autor como propósito, y en afán de no ser mal comprendido en sus intenciones, es que el tipo de educación de la que él habla es una educación para la vida:

¡Cuan rápidamente pasamos por la tierra! Antes de que conozcamos el uso de la vida, ya se ha ido el primer cuarto; el último huye cuando hemos cesado de disfrutarla. Primero no sabemos vivir, en breve ya no podemos; y del intervalo que separa estos extremos inútiles, los tres cuartos del tiempo restante se los llevan el sueño, el trabajo, el dolor, la sujeción, por preocupaciones de toda clase. La vida es corta, menos por el escaso tiempo de duración que porque de este poco tiempo no tenemos casi nada de él para gustarla. El instante de la muerte, aunque esté muy alejado del instante del nacimiento, hace la vida siempre demasiado corta cuando este espacio no se ha llenado de modo muy convincente.”[2]

Es a ese intervalo que nos queda al que Rousseau apunta con su “tratado de educación”. Entonces, a diferencia de teorías actuales, que pretenden educar al individuo en función de las necesidades del mercado, o de teorías algo anteriores ‑en nuestro país, la educación vareliana‑ cuyo objetivo directo era la formación de ciudadanos para el nuevo Estado que se había creado, Rousseau pretende formarlo para la vida, para que logre ser feliz en su aquí y ahora, o por lo menos para que logre soportar, a una usanza epicúrea, aquellos dolores que conlleva intrínsecamente el vivir. Es decir, ante una vida casi constantemente frustrante, la educación debe prepararnos para ella, tomando a la naturaleza como maestra. Pero esto no quiere decir que se trate de volver atrás, de regresar a un estado de naturaleza al cual es imposible volver ‑ya que los pasos históricos que ha dado el ser humano son irreversibles: lo que se podrá hacer es reformarlos de cara al futuro, pero no olvidarlos‑, sino de buscar alternativas, que el autor rastrea en un sentido colectivo a través de El Contrato Social y aquí, en Emilio, lo hace apuntando a la esfera del individuo concreto.

Mientras sus más activos contemporáneos, también tocados por la gracia educativa, se dedican a “fabricar educación”, y las grandes figuras de la inteligencia se esfuerzan por remodelar al hombre mediante la educación haciendo de él un humanista, o un buen cristiano, o un caballero, o un buen ciudadano, Rousseau deja de lado todas las técnicas y rompe todos los moldes proclamando que el niño no habrá de ser otra cosa que lo que debe ser: “Vivir es el oficio que yo quiero enseñarle, saliendo de mis manos él no será, convengo en ello, ni magistrado, ni soldado, ni sacerdote; será primeramente hombre…”.[3] O como afirma más adelante: “Apropiar la educación del hombre al hombre, y no a lo que no le pertenece. ¿No veis que trabajando en formarlo exclusivamente para un estado, le hacéis inútil para otro, y que, si le place a la fortuna, sólo habréis trabajado para hacerle desgraciado?[4] Y esto se da en función de un objetivo claro. Es decir, si tuviéramos que resumir en un solo concepto cuál es el objetivo del Emilio como tratado de educación, nos veremos forzados a afirmar que es la libertad. Claro está, deberíamos precisar el tipo de libertad del que está hablando Rousseau. Obviamente no es una libertad de tipo absoluto, como la que describiera Hobbes cuando hablaba de su estado de naturaleza. De hecho, se trata de una libertad a la cual los ciudadanos deberían estar obligados, si es que seguimos los lineamientos de El Contrato Social. El sentido de esto es similar al sentido kantiano de la autonomía: los seres humanos son libres solo cuando obedecen a su voluntad autónoma, es decir que son libres cuando obran de acuerdo a la ley moral. En el caso de Rousseau, se es libre cuando se actúa de acuerdo a la voluntad general, que no es otra cosa que actuar en función del bien común. Será esa libertad la que permita, en una vida llena de padecimientos, que el hombre logre la felicidad en el aquí y en el ahora.

¿UNA TEORÍA DE LA ECUACIÓN? ¿UNA TEORÍA DE LA ENSEÑANZA?

Conviene recordar que el autor relata su cuerpo doctrinario en el auge de la Ilustración y es hijo de la modernidad, por lo menos si nos referimos a ella en materia de ideas. En cuanto a ésta, es posible decir que divide las aguas en cuanto a los regímenes de la relación verdad‑enseñanza, lo cual va de la mano del surgimiento de lo que algunos autores denominan “ciencia moderna”, expresión popularizada por Alexandre Koyré, que no inventó el término, pero sí lo presentó en su forma más depurada. De esta forma, para ser considerada ciencia, una configuración discursiva de este tipo debe ser capaz de emitir proposiciones sobre las cuales se pueda establecer una distinción entre verdadero y falso (como rasgo intrínseco de la ciencia), lo cual tiene relación con la verificabilidad y también con la falsabilidad de un enunciado. Esto representa una ruptura bastante clara con la tradición del discurso teológico, ya que aquí la verdad pasa a ser un atributo de las proposiciones empíricas, siempre unida a un componente experimentalista y a un método de verificación.

Ahora bien, en este ámbito, para que un conocimiento sea enseñado, requiere ser acondicionado, y de esta forma surge la didáctica. Ese acondicionamiento denominará método. No es un método basado en el aprendizaje, sino que lo que se trata de acondicionar aquí es el conocimiento para poder transmitirlo, para que pueda serle más simple al que va a caer bajo su influjo. Es una didáctica que surge para poder enseñar todo a todos los individuos, de forma tal que entra en contradicción con la visión de la ciencia moderna. Una ve que se produce la traducción de un postulado intrínseco de la ciencia para que pueda ser transmitido, se pierde ya la noción de la verdad. Por lo tanto, el saber propio de esta didáctica, de la enseñanza, no jerarquiza la cuestión de la verdad. Tendrá que ver con otras cosas, será la oportunidad de contribuir al mejoramiento de la persona ‑en desarrollo‑ y marcará una jerarquía que tiene que ver con la memoria, coloca al conocimiento en un orden tal que puede ser más fácilmente memorizado y almacenado. Se atribuye un papel muy importante a la propia experiencia, en tanto el método de esta didáctica construye los experimentos y las experiencias, en tanto las modeliza. Y si hay algo que puede emparentarse con el planteo de Rousseau, es justamente esta atribución de importancia a la propia experiencia, algo que al autor toma tanto de Locke como del sensualismo de Condilliac.

Bajo esta consideración, entiende la educación como un efecto de la relación que se conforma entre el niño y su naturaleza, el niño y los hombres, el niño y las cosas. Tal que, en la medida en que la naturaleza tiene que ver con el desarrollo de las facultades y de los órganos, el hombre tiene que ver con la educación, en tanto enseña el uso que se hace de esas facultades y de esos órganos y con las cosas, porque enseñan lo que la propia experiencia da a conocer, aunque se privilegie la relación del niño con las cosas. Ahora bien, esas relaciones deben darse bajo la tutela directa del preceptor, que se dedicará a su educación a tiempo completo, lo que choca con las concepciones pedagógicas de la época y también con las actuales. La pregunta que deberíamos hacernos es si esa dedicación de tiempo completo, que corre en ambos sentidos, pues es tanta la dedicación del educador al educando como de manera inversa, es una condición sine qua non del planteo rousseuniano o en qué sentido es que está planteando esto el autor ginebrino. En este sentido, el trabajo del autor es similar al que realiza en el Discurso sobre el origen de la desigualdad de los hombres en su búsqueda del hombre natural. De la misma forma que en aquel caso el autor no propone brindar una historia real y detallada de los hechos que efectivamente acontecieron, sino que se trata de una hipótesis de trabajo, ya que el propósito es clarificar la naturaleza original del hombre más que las circunstancias reales de su desarrollo; probablemente Rousseau esté mucho más interesado en distinguir aquello que es original del hombre de lo que fue sumando a sí mismo posteriormente, que en los hechos en cuanto tales se hayan dado históricamente. Lo que propone en este caso, a través de Emilio, es un modelo general, abstracto e ideal, del cual deben desprenderse las condiciones fundamentales a aplicar según las características de los distintos casos que podamos tener, en función de variables geográficas y, fundamentalmente, sociales:

De esta forma, tal educación puede ser practicable en Suiza y no serlo en Francia; tal otra puede serlo entre burgueses, y tal otra entre los grandes. La facilidad más o menos viable de ejecución depende de mil circunstancias que es imposible determinar sino en una aplicación particular del método en tal o cual país, tal o cual condición. Ahora bien, todas estas aplicaciones particulares, no siendo esenciales a mi tema, no entran en mi plan.[5]

Ese acompañamiento a tiempo completo al cual se refiere, no podría ser nunca una condición esencial, ya que es completamente imposible llevarlo a cabo si lo que se pretende es cierta generalización del método rousseauniano. Y se trata de cierta generalización, pues el autor es consciente de que lo que propone puede ser aplicable exclusivamente a miembros de determinadas clases sociales, quedando los débiles, las clases más bajas, fuera de su plan. El argumento utilizado por Rousseau para esto es, por lo menos polémico desde los tiempos que nosotros estamos viviendo:

El pobre no tiene necesidad de educación; la de su estado es forzada y el no sabría alcanzar otra; por el contrario, la educación que recibe el rico de su estado es que le conviene menos ara sí mismo y para la sociedad. Además, la educación natural debe hacer a un hombre apropiado para todas las condiciones humanas: ahora bien, es menos razonable educar a un pobre para ser rico que a un rico para ser pobre; pues en proporción al número de los dos estados, existen más arruinados que afortunados.[6]

Rousseau está esgrimiendo que, por su propia posición, el pobre está más acostumbrado, por su desventajoso estado, a las condiciones frustrantes que la vida posee. De todas formas, si se trata de una preparación para la vida en un sentido integral, dicho argumento parece bastante exiguo, ya que nos lleva a pensar que la condición de pobreza parecería bastar para afrontar la dureza de la vida y termina siendo directamente contradictorio con la elaboración de esta especie de tratado de educación. Amén de ello, parece estar implícita la idea de las dificultades de los más desafortunados para llevar adelante este tipo de educación, que tiene como uno de sus focos importantes en la figura del preceptor. Reitero que, en este punto, Rousseau no está hablando hipotéticamente, sino metafóricamente, ya que la idea de la educación uno a uno ‑por cada educando, un educador a tiempo completo‑ es imposible a la hora de la puesta en práctica. Con ello nos muestra la dedicación con la cual se debe contar a la hora de educar, así como la necesidad de que haya algún tipo de figura que funcione como una especie de deus ex machina, que interviene en el curso de los acontecimientos exclusivamente cuando es necesario, en la mayoría de los casos para dar lugar a la razón, no en un sentido cartesiano, sino en el propio sentido rousseauniano: es decir aquella razón que se conecta directamente con la naturaleza, aquella que no tiene tanto que ver con una perfectibilidad que nos ha llevado a la caída en términos morales, sino con el respeto a uno mismo a través del amour de soi y también el respeto, incluso la compasión, con nuestro semejantes a través de la piété. El preceptor supone la voz de la razón en diálogo constante con la naturaleza del niño, una razón vigilante que deja obrar al niño y respeta la voz de la naturaleza pero que, al mismo tiempo, colabora con ella socializándola suavemente.

Para Rousseau, el niño no es un adulto pequeño, ni la niñez debe tratarse como la etapa previa a la adultez: el niño es niño en sí mismo, es una etapa que debe valorarse en sí misma, es un estadio especial con su propio equilibrio y sus propias leyes. Por tanto, la educación que se ofrece a Emilio deberá ser contraria al apuro y a la rapidez, una educación que sepa perder el tiempo, en aquellas etapas donde tiene que encontrarse naturalmente con las cosas y relacionarse con ellas de forma espontánea. Aunque, para lograr que Emilio llegue a ser un hombre naturalmente auténtico, y por lo tanto libre y feliz, no se le pude dejar únicamente al arbitrio de la naturaleza, la maestra a la cual debe amoldarse, lo cual bastaría para el buen salvaje que Rousseau describe en el Discurso sobre el origen de la desigualdad de los hombres, pero hay que recordar que Emilio está viviendo en sociedad, una sociedad que es corrupta, que se ha apartado del orden establecido por la naturaleza, más que nada por el surgimiento del amour propre. No es sino hasta las primeras formas de sociabilidad ‑el estado posterior al estado de naturaleza puro, aun sin haber entrado en sociedad‑ que el hombre pone sus ojos en los demás, cosa que se produce cuando el contacto con los otros es más fluido, cuando el ser humano, por gracia de la perfectibilidad, logra darse cuenta que la vida grupal le reduce dificultades y comienza a ganar en comodidad. En ese momento el amour de soi se convierte en amour propre: ya no se trata valorar la conservación de la vida propia, sino que, a través de la razón, se privilegió el deseo de estimación pública, el posicionamiento propio por encima de los otros. Cuando se da esto, entran en juego las comparaciones y las evaluaciones. En este caso, estamos frente a un tipo de evaluación en la cual el objeto a ser evaluado adquiere valor, no por las cualidades que lo pueden hacer valioso en sí mismo, sino a causa de los deseos que los sujetos puedan tener sobre él. Y cuando el objeto de evaluación es el sujeto mismo, éste pasa a ser dependiente de los demás: pasa a existir en la conciencia de los demás, en función de lo que los demás piensan de él. Y en el momento de las comparaciones con esos otros seres humanos, cuando “cada uno empezó a mirar a los demás y a querer ser mirado él mismo y la estima pública tuvo precio. El que cantaba o bailaba mejor; el más bello, el más fuerte, el más hábil o el más elocuente fue el más considerado…”.[7]

La educación debe aliarse a la naturaleza, y para ello justamente es que está la figura del preceptor, que debe dar al niño la libertad de perder el tiempo y no sacrificar el presente ‑y la dicha que puede estar asociada a él‑ en función de ningún altar que pueda encontrarse en el futuro, pues este último depende del desarrollo equilibrado de cada momento presente. De esta forma, vemos que se trata de un modelo de corte epicúreo en lo que respecta al placer y al hoy, que es lo que termina teniendo la mayor importancia para Rousseau. De alguna manera, el dilema es similar al de Platón en La República: ¿cómo hacer para reintegrar al virtuoso a la sociedad y que no quede perdido en ella?

CONSIDERACIONES FINALES

Como vimos, las intenciones de Rousseau están alejadas de una teoría de la verdad, así nos paremos desde la adhesión a la verdad por correspondencia o a una teoría coherentista de la verdad. Su propósito es una educación para la vida, en el mismo sentido que podían tenerlo estoicos o epicúreos, una preparación para una vida que es siempre frustrante pero que, si uno dispone del arsenal de herramientas correspondiente, podrá enfrentarla y alcanzará también un tiempo y un lugar para la libertad y la felicidad. El sentido que él quiere dar a la educación es un sentido moral, una moral que siempre está arraigada en la naturaleza, en la cual no podemos hablar de moralidad ‑ya que no hay un sentido del deber‑ pero sí de una ausencia del daño hacia los otros y de una armonía que produce un sano equilibrio entre las necesidades del hombre y aquello que hay a su alcance para ser cubiertas.

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