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UN LIBRO QUE VALE LA PENA LEER (II)
Viviremos más. ¿Viviremos mejor?
Por Fernando Rama
Tales cosas a menudo lamento. Pero ¡qué puedo hacer si no les es dado a los mortales el sustraerse a la vejez!
Safo
Con estos versos de Safo, hallados en unos fragmentos de papiro reutilizados para amortajar una momia egipcia, comienza Pedro Olalla sus reflexiones, dirigidas a Marco Tulio Cicerón, sobre el envejecimiento de los humanos en el tiempo presente y, sobre todo, en el futuro. [1]
El dilema que se plantea en nuestro tiempo es el siguiente: “La gente vive más que en época pasadas, o, por mejor decir, ahora son mucho más aquellos que llegan a una edad provecta: Otra cosa es si vivimos bien, sin conocemos de verdad el ars vivendi, el ars senescendi, o, incluso el ars moriendi; si vivimos una vejez aislada, dependiente, precaria, enferma, resignada, apática, fútil o egoísta, o todo lo contrario; si tenemos, de cierto, vida en nuestro años o tan sólo más años de vida”.
Como veremos ya los griegos habían estudiado y reflexionado sobre este tema, aunque hace 2.500 años este tema no era tan apremiante como ahora, cuando gracias a los avances de la ciencia y la tecnología médicas la expectativa de vida de las poblaciones humanas aumenta sin cesar.
No obstante, los griegos se basaban en una tradición pitagórica según la cual el siete era el número omnipresente. Las fases de la luna y el movimiento de los cuerpos celestes, la música y las edades del hombre y de su cuerpo. Siete es el número sagrado de Apolo y también el de la diosa ateniense. El fundador de la medicina y el político Solón contaban la vida humana en tramos de siete años y el punto más crítico para el devenir de los hombres era lo que llamaban el gran climaterio. Nueve veces siete era el momento en que arribamos a la vejez y en ese punto, los sesenta y tres años, era la edad en la que suele abandonarse el mundo del trabajo. No deja de ser sorprendente que casi ese mismo número es el que se utiliza ahora en los sistemas de previsión social y se habla de la tercera edad a partir de los sesenta y cinco años. No andaban tan mal rumbeados los griegos cuando creían en estos nueve escalones de siete años tenían un significado especial.
Los años, sin embargo, no deben tomarse como algo absoluto. Fue Galeno quien sentenció que “no es viejo quien tiene muchos años, sino quien tiene mermadas sus facultades”. Establecióse de ese modo la distinción fundamental entre vejez y decrepitud. Y la decrepitud acontece cuando dejamos de ser soberanos de nuestro cuerpo y pasamos a ser dependientes de otro, perdiendo en forma brusca o paulatina la aptitudes que tuvimos y que nunca recuperaremos. Y esta pérdida puede producirse a edad más temprana o más tardía que lo que indica el fatídico número. Es más, hoy sabemos que nuestras principales facultades pueden no llegar a producirse nunca. Es más, hoy conocemos estudios modernos que hablan de una cuarta edad que comienza al llegar a los ochenta y cinco años. Sabemos, además, que algunos parámetros biológicos se invierten en la cuarta edad. Por ejemplo, se tomamos la población mayor a los 85 años comprobamos que los hombres viven más que las mujeres, es decir, todo lo contrario a lo que sucede antes de esa edad. En Estados Unidos –donde se han llevado a cabo estos cálculos– las personas afrodescendientes viven menos que los blancos, pero si realizamos la estadística en la población mayor a los 85 años, resulta que son los negros quienes viven, se entiende que promedialmente, un poco más. Curioso, ¿no? Hay quienes explican esta paradoja en base a la existencia de genes protectores, que estarían presentes en una selecta población de ancianos mayores de 85 años. Pero eso es sólo una teoría.
Volviendo a los griegos y a los romanos, de la mano de Olalla, es famosa la anécdota de Carneades, que, estando un día en el Foro romano deleitó a todos con un discurso a favor de la justicia. Y que al día siguiente enfureció a todos los presentes pronunciando un discurso igualmente persuasivo en contra de la misma. Cicerón, al deslindar la tercera edad de la decrepitud, siguiendo a Galeno, llevó a cabo una operación parecida. Entre los muchos ejemplos que se pueden traerse a colación está la hazaña de Sófocles. El gran autor trágico escribió su obra Edipo en Colono casi a los noventa años. Cuando sus hijos lo acusaron de estar incapacitado para administrar el patrimonio familiar, Sófocles ganó la disputa en los tribunales recitando de memoria la tragedia que acababa de crear y preguntando a los presentes si esa hazaña podría ser obra de un anciano incapaz y senil. En la tragedia de Sófocles el coro dice que al final de la vida le cae al hombre la “execrable, la extrema, la impotente, la huraña vejez, privada de amigos, donde conviven los peores males”. Es seguro que las palabras del coro reflejan los prejuicios de la mayoría de los que escuchaban la obra.
Cicerón creó para el latín la palabra conciencia, que deriva del griego como tantos otros términos. Para los griegos conciencia era el compartir con otros el conocimiento de una cosa. Pero Cicerón trasladó su significado no sólo al fuero común sino al fuero íntimo y designó con ese nombre una fuerza interior sembrada por los dioses en los hombres para indagar en busca de conocimiento. El lema de Cicerón fue: “mi conciencia es para mí más que el discurso de todos”. Esa conciencia es la que nos permite luchar contra las injusticias del discurso de todos, es decir contra los prejuicios de todo tipo. Entre ellos el de pensar que la edad avanzada es para todos los hombres sólo decrepitud.
Fueron Demócrito y Epicuro quienes más claramente enseñaron que para gozar de los placeres con virtud debemos esforzarnos en conocer muy bien su índole y sus implicaciones, si sirven sólo al cuerpo o si también al alma, si atienden a la necesidad del logos o sólo satisfacen pulsiones prescindibles y, en última instancia, dañinas. Recordemos que Marx eligió a Demócrito como su mentor en materia de filosofía griega. Y no sólo por su materialismo atomístico.
Menciona Olalla, al pasar, la peregrina idea surgida incluso de tiendas supuestamente progresistas de retirar o limitar el voto a las personas mayores de determinada edad. Es evidente que cercenar el derecho al voto de un segmento de la población es un atentado contra la democracia, incluso aunque estuviésemos seguros de que su participación atentaría contra el bien común. Lo mismo ocurriría si se prohibiese el voto a las personas con rentas más altas –banqueros y magnates–, aun cuando la experiencia prueba que sus intereses particulares suelen atentar contra el bien común.
Ser viejo en estos tiempos ya no es lo mismo que en Grecia, Roma y todas las sociedades que nos han precedido. Y tampoco ser joven, porque seremos jóvenes durante mucho tiempo. Más que una sociedad envejecida seremos una sociedad insólita de jóvenes de todas las edades, con pocos niños tal vez y, si se sigue avanzando en materia médica, pocos ancianos decrépitos. Y ese cambio, que recién vislumbramos, traerá consigo un enorme desafío ético y político. Ser viejo ya no será lo mismo que antes y habremos de aprender a vivir varias vidas en el curso de una; a cambiar por completo el entorno familiar y social; a aprender cosas nuevas para no quedar al margen de la evolución de las cosas. Hasta ahora la lucha contra las causas de la decrepitud –los procesos que llevan a la progresiva destrucción de las redes neuronales– no ha dado resultados inmediatos. Pero todo el tiempo aparecen nuevos conocimientos sobre la causalidad de la enfermedad de Alzheimer y la demencia multi-infarto y al final se llegará a demorar o erradicar el advenimiento de estos males.
Ante estas perspectivas de longevidad y de mudanza, todo requiere un replanteamiento. Cambiará nuestra noción del presente, del pasado, del futuro, de las posibilidades que la vida ofrece, de lo irreversible, de los permanente y lo provisional, de la vida en pareja, de la amistad. Este inevitable replanteamiento sacudirá la propia conciencia de uno mismo. Y, ¿qué decir de nuestro enfoque acerca del trabajo? ¿No será la oportunidad de plantearse el trabajo como la obra que realiza y dignifica y eso por mucho más tiempo que antes?
Todo hombre sabe que le aguarda la muerte, pero a casi ninguno le llega como espera, señala Olalla. Y a continuación se pregunta, en otro términos, cómo debemos imaginar el momento de la muerte. Y se responde: que no se demore demasiado, que no se ensañe con nuestra indefensión, que no nos obligue a partir sin tiempo de haber dado lo bastante, que no nos sorprenda lejos de los que amamos. Y que, estando conscientes de que el momento ha llegado, podamos elegir ese momento.
Hoy día las posibilidades médicas de paliar el dolor y de mantener la vida en forma artificial han aumentado tanto que existe una gran controversia, ética y jurídica, acerca del derecho a decidir sobre el tiempo de la muerte. Para mí, como para Olalla, si lo que desaparece con la muerte es la conciencia de la individualidad, decidir sobre dejar o no la vida es potestad legítima del individuo, un dilema ético que atañe en exclusiva a su persona y al uso de su libertad para actuar sobre sí mismo. Pero la ley debe impedir que otros tomen la decisión en lugar nuestro.
Me encanta todo En especial eso de que seremos «»una sociedad insólita de jóvenes de todas las edades»»
«»»Carmen Garayalde decía a los 70 y pico ,»yo acumulo juventud «»Yo no me SIENTO en el seremos que es futuro Yo me siento así en el presente Perdona la simpleza de ml cometario y mí ego porteño Fuerte abrazo ellalganz@gmail.com