Compartir

CUANDO EL FÚTBOL SE TRANSFORMA EN UNA ENFERMEDAD SOCIAL

 Publicado: 05/12/2018

Boca-River


Por Marcos Panucci


Como todo uruguayo amante del fútbol y director técnico injustamente no contratado por ningún club, el pasado sábado me instalé frente al televisor para presenciar la gran final de la Copa Libertadores de América entre Boca Juniors y River Plate. Como casi todo el mundo sabe, dicha final fue suspendida, postergada, anulada o andá a saber qué más, debido a graves incidentes ocurridos en varios lugares: en Av. Del Libertador cuando se produjo el atentado perpetrado con piedras y gases contra el ónmibus que transportaba a los jugadores de Boca; a la entrada de estadio del River Plate, pautado como escenario del clásico de los clásicos, a la salida del mismo estadio cuando se postergó el encuentro, en el Obelisco y otros puntos de la Capital Federal y aún en algunas otras ciudades de Argentina. Los periodistas rellenaban el espacio televisivo con especulaciones de todo tipo: que el futbolista Pabro Pérez tenía una herida en la córnea, que la Conmebol amenazaba con suspender a ambos clubes si no se presentaban a jugar, que los entrenadores de ambos equipos decían no estar dispuestos a jugar el partido, que por un pacto de caballeros entre los dirigentes el partido se postergaba para el domingo a las cinco en punto de la tarde, etc. Mientras tanto los hinchas de River –únicos autorizados a concurrir– se bronceaban al cemento durante más de cinco horas. Muchos de ellos llevaban varias horas de espera teniendo en cuenta que concurrieron desde las provincias más alejadas. Al parecer el único momento de esperanza que tuvieron en ese aciago sábado fue cuando vieron salir a la cancha a los árbitros del partido, encabezados por nuestro compatriota Cunha.

En realidad ese sábado se jugaban dos partidos: uno en el Monumental con la pelota corriendo por el césped, con posibilidad de un alargue y una tanda de penales de yapa. El otro partido se jugaba en la zona de exclusión diseñada en torno al emblemático Obelisco donde una hinchada festejaría y la otra provocaría desmanes. En el primer partido era probable, como sucede a menudo, que algún jugador fuese lesionado o expulsado. En el otro partido, el del Obelisco, casi seguro iría a fallecer un número indeterminado de hermanos rioplatenses. Para mí, del primer partido sólo me interesaba que ganase River, en honor a un tío mío que vivía hace añares en la zona de Castelar y que escuchaba los partidos de ese club con la radio pegada al oído, bajo un nutrido parral y siempre al borde del infarto. Del segundo partido sólo me importaba el número de heridos y la cantidad de botellazos que se irían a lanzar.

No se jugó partido alguno. Ni el primero ni el segundo.

Al momento de escribir estas líneas desconozco qué señalará el azar de la AFA y la Conmebol. Hay quienes dicen que Boca ganará el encuentro en las oficinas paraguayas, otros señalan que se jugaría en algún otro estadio argentino, con o sin público, otros afirman que el match tendrá lugar en el exterior, incluso en el exótico Abu Dhabi.

Los que salieron ampliamente favorecidos de todo este lamentable carnaval fueron los periodistas. Los incidentes les permitieron mantener pendiente una audiencia nutrida que se prolonga hasta el día de hoy. A la repetida imagen del adoquín contra el plantel de Boca fueron sumando entrevistas a troche y moche: al jugador lesionado, al médico que lo asistió, al chofer del ómnibus, a cualquier señora que estuvo cerca de los acontecimientos, a los dirigentes de los respectivos clubes. No faltaron los bolazos ante posibles tramas ocultas ni el hallazgo de un hincha de Boca, integrante de la barra brava, mezclado en las tribunas con la hinchada del archirrival de siempre. Y seguirán sin duda hasta que el tema se agote.

El rol del gobierno del presidente argentino, Mauricio Macri, no pudo ser más triste. La ministra del Interior, Patricia Bullrich, habíase ufanado de la poca monta del problema antes del partido al decir que si las fuerzas de seguridad eran capaces de organizar la reunión del G-20 cómo no iban a poder asegurar la paz en un simple partido de fútbol. A la luz de lo sucedido tendría que invertir los términos y señalar que fueron incapaces de asegurar la seguridad en un simple partido de fútbol y que la reunión del G-20 seguramente ocurra sin consecuencias debido al trabajo de los servicios secretos de Estados Unidos, China, Rusia, Alemania y todos los demás, que en realidad han ocupado la zona con tropas dispuestas en tres círculos por tierra, aire y mar. Incluido nuestro modesto territorio. El gobernador de la Capital Federal no tuvo más remedio que reconocer los errores cometidos y pedirle la renuncia al funcionario responsable. Pero lo realmente patético fue la conferencia propinada a la audiencia por el propio Presidente –ausente del país durante los acontecimientos– donde señaló la trascendencia de controlar a las barras bravas, tarea que no se pudo lograr en los últimos cincuenta años.

Unos días antes del pactado encuentro el estadio de Boca fue colmado de público para asistir a la práctica de los jugadores, ya que no podrían ver a sus héroes en el Monumental. De por sí este hecho debería haber alarmado a las autoridades. Todos los que fueron a ver la práctica –es decir, a un grupo de jugadores pateando una pelota sin rival a la vista– eran simples hinchas y no la o la(s) barra(s) brava(s) del club xeinense. Semejante estupidez colectiva fue noticia en todo el mundo y creo que un caso único en la historia del fútbol mundial. Vale la pena recordar que la violencia en el fútbol no es privativa de Argentina; fue, y es, una triste realidad en casi todos los países, incluido el Uruguay.

En cuanto a la actitud adoptada por las autoridades presentes en el evento del sábado –la AFA, la Conmebol y la FIFA– no se puede catalogar de otra forma que de lamentable. No sólo por las declaraciones emitidas, sino por la demostración patente de incapacidad para resolver la situación.

Sin pretender una improvisada reflexión sociológica, es bueno recordar que cualquier club –de fútbol, de tenis, de bochas o de cualquier otra actividad– es un ámbito donde las personas socializan e intercambian bienes, principalmente la amistad y la ayuda mutua para sus actividades particulares. Pero con cierta frecuencia se transforman en cofradías, por ejemplo cuando un grupo de socios se une para fundar una empresa. Y también, en ciertas circunstancias, se convierten en verdaderas mafias, dispuestas a ingresar en la ilegalidad para hacer crecer negocios ilícitos de todo tipo. Parece que los clubes de fútbol, incluidos algunos de los nuestros, están propensos a sufrir tal evolución.

Como comentario final es pertinente consignar que todo el episodio se da en el trasfondo de una sociedad profundamente castigada por las medidas de ajuste implementadas por el presidente Macri, tras su acuerdo con el FMI: desocupación, inflación, incremento del trabajo informal. Es decir, todos los componentes de un estallido social.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *