Compartir

EL USO DE LA INCERTIDUMBRE EN TIEMPOS DE PANDEMIA

 Publicado: 03/11/2021

Esclavos del miedo


Por Ramiro Bosca


– Es toda una experiencia vivir con miedo, ¿verdad? – Eso es lo que significa ser esclavo.

Blade Runner (filme), 1982 – Dir. Ridley Scott

El tiempo del miedo

 

Trabajar con las representaciones sociales construidas sobre el miedo es trabajar con “una emoción caracterizada por un sentimiento, habitualmente desagradable provocado por la percepción de un peligro, real o supuesto, presente o futuro” (Colman, 1987: 309). Una de las expresiones emotivas primarias, vinculada con el instinto de conservación y las funciones más básicas de un ser vivo.

Aunque podemos entender con Delumeau (2002) que “El miedo es fundamentalmente el miedo a la muerte (p. 11), debemos señalar que el miedo en la humanidad se separa del temor animal en su capacidad de anticipar el peligro y proyectar el porvenir. Este miedo secundario o “miedo derivativo” (Bauman, 2008: 11) se desdobla del miedo animal, desde el supuesto, donde el miedo adquiere una nueva temporalidad en el futuro. A partir de esta característica, los peligros se diversifican, derivan en nuevos miedos. Los temores se acumulan y se adicionan integrándose a las formas en que comprendemos y actuamos en el mundo. Por ello, asumimos que los temores son producto de los contextos históricos, culturales y sociales, siendo resultados epocales de los imaginarios sociales instituidos en un tiempo y un espacio singular.

En paralelo al miedo humano se ha construido socialmente un requerimiento de seguridad individual y colectiva, como la otra cara emotiva que diluye la incertidumbre y ansiedad presente respecto al futuro. La tranquilidad que significa exorcizar los temores articulados en supuestos, antaño se obtenía en la religión, los ritos, las reliquias y oraciones (Delumeau 2000), pero a partir del surgimiento del Estado-Nación moderno la búsqueda se trasladó a estos y a los gobiernos. 

La seguridad secularizada tiene un carácter exclusivamente material, en tanto la trama de los temores “espirituales” continúan siendo dominios de la religiosidad, la mitología y la superstición. La conjura de los miedos parece requerir de fuerzas capaz de instalar miedos superiores como modo de formatear actuaciones en los individuos para que coincidan con los estándares morales establecidos por los grupos privilegiados que determinan la normalidad desde el control político y espiritual que ejercen sobre la sociedad. El Estado y dios son instituciones que a partir de la coacción que significan la promesa de la cárcel, la muerte y el infierno se han elevado al estado de garantes del orden y la seguridad. 

A partir de los escritos de Hobbes, hemos asumido que el miedo y el deseo de seguridad son aspectos fundantes del poder político, del proceso de consolidación del Estado y de las autoridades de carácter nacional. El miedo ejercido desde el Estado sigue siendo -trescientos setenta años después de la publicación de «El Leviatán»- presentado como una necesidad para otorgar mayor seguridad a los individuos sobre su existencia y sus propiedades. Y sigue siendo en torno al Estado que se desarrollan los actuales discursos de seguridad y la legislación referida al tema. La “mano dura” requerida incesantemente por “quienes tienen” en referencia a “quienes no tienen” procura instalarse como firme roca en el mar frente a la promesa de grandes tormentas, aunque históricamente el orden establecido únicamente ha enfrentado, en algunos momentos, un suave oleaje levemente igualitario.

La seguridad y el miedo han sido herramientas políticas que históricamente han explotado tanto el Estado como los grupos que aspiran a asumir el control de sus resortes. Sobran los ejemplos al respecto, aunque resulta evidente, a partir de estos, que las sociedades de la seguridad y el control significaron al devenir humano una restricción a la libertad y participación activa de las personas en la sociedad y fueron motor de inseguridad y peligro para buena parte de esas poblaciones.

Las sociedades occidentales contemporáneas en su desarrollo han multiplicado sus miedos y han convertido la búsqueda de seguridad en una obsesión. Un requerimiento compulsivo que es estimulado y explotado por los medios de comunicación y el poder político, con el fin de obtener beneficios económicos, políticos o electorales. Esta influencia se refleja con tal profundidad en nuestras sociedades al punto que quienes se encuentran excluidos o en los márgenes del capitalismo reinante elevan sus voces esperando se les garantice el goce de lo poco o muy poco que poseen.

A partir de estas exigencias, desde la derecha e izquierda del espectro político, se han instalados dispositivos de control y represión (cámaras, guardias, seguridad privada, control de redes sociales, reconocimiento facial y seguros), bajo el influjo de sociedades que reclaman intervención en cada vez más esferas de la vida de los ciudadanos, clamando por la restricción y vigilancia de libertades con el fin de obtener garantías que disipen la inseguridad.

Las múltiples voces que se elevan en ese sentido a partir de subjetividades y necesidades construidas, dejan de lado que nuestros requerimientos de seguridad, no son proporcionales a las situaciones que generan la preocupación, en tanto, el “sentimiento de inseguridad se alimenta menos de hechos concretos y se apoya más en una imagen subjetiva de la criminalidad” (Delumeau, 2000: s/p.).

 

Detrás de la unidad

Con la frase “Nunca desperdicies una buena crisis”, Winston Churchill hizo evidente en Occidente una realidad conocida desde antaño por la cultura china, donde la palabra crisis significa inseguridad y oportunidad. La crisis de los últimos años, asociada a la pandemia por SARS-CoV-2, ha significado, como ha sucedido históricamente, una coyuntura padecida por unos y aprovechada por otros.

A principios de 2020, a poco de iniciada la pandemia por coronavirus, se desarrollaron análisis que veían, en la crisis desatada por aquella, un horizonte de posibilidades. En medio de la incertidumbre, hubo quienes vieron que comenzaba a abrirse una puerta que podría habilitar transformaciones entendidas dentro del orden de lo positivo. En tal sentido, Esmeralda Hincapié (2020) sostenía: “En términos positivos, la incertidumbre nos plantea reevaluar lo que llamábamos normalidad, a la que no queremos volver quienes somos conscientes de que precisamente lo que habíamos normalizado era lo que estaba fallando”. (p. 8). En el mismo 2020, en paralelo a estas perspectivas, se construyeron otros análisis que pusieron en entredicho estas lecturas, al señalar que “El virus es un espejo, muestra en qué sociedad vivimos. Y vivimos en una sociedad de supervivencia que se basa en última instancia en el miedo a la muerte” (Byul Chung Han, 2020: s/p.).

Sin dejar de considerar que hemos naturalizado y normalizado discursos y prácticas que “están fallando” -si nos posicionamos desde una perspectiva de derechos humanos que se corra de la visión occidental, europeísta y heteronormativa de los mismos-, el devenir de la pandemia y la crisis que con ella se ha evidenciado, no parece haber hecho posible que las experiencias y las solidaridades alternativas habiliten un mundo con mayor justicia, equidad y oportunidades para todos/as. A fines de 2020, según datos de la CEPAL, se contabilizaban 22 millones de nuevos pobres en América Latina, en tanto la región presenta 31 nuevos multimillonarios (BBC News, 14 de julio de 2021), y las 20 fortunas más grandes del mundo se incrementaron un 24 % el mismo año (Pérez y Aranda, 2020). Estos datos muestran que la pandemia no afectó a toda la población por igual y que las condiciones previas fueron relevantes en la determinación de las posibilidades con las que se contaba para enfrentarla.

Nuestro mundo presentaba, en marzo de 2020, un 50% de la población mundial que ganaba 5,5 dólares diarios o menos, un 40% de los habitantes del planeta sin acceso a agua potable, mientras 830 millones de personas padecían hambre y 2.000 millones soportaban una situación de “hambre silenciosa”, entendiendo por ello que carecen de uno o varios de los seis micronutrientes necesarios. Estos datos reflejan que el “difundido mito de que la pandemia afecta a todos por igual no tiene bases empíricas de sustentación, pero es funcional, ya que permite ocultar las múltiples y silenciosas relaciones entre pandemia y desigualdad (Kliksberg, 2020: 14). Sin embargo, la vulnerabilidad social se ocultó tras la esencialidad de identidades nacionales que permitieron la ilusión de unidad nacional frente al virus.

 

El control de las amenazas

Todos en casa” fue, en nuestro país, el eslogan con el que se promocionó la acción del gobierno para el regreso de uruguayos que se hallaban en diferentes partes del mundo en el momento que fue decretada la emergencia sanitaria. Los Estados fueron adoptando medidas tendientes a “encerrarse” dentro de sus fronteras nacionales; replegándose sobre sí mismos. Los discursos sobre la globalización y mundialización, aquellos que presentaban la debilidad del Estado-Nación en las ultimas décadas y auguraban su licuación a partir de poner el foco en dinámicas económicas, se derrumbaron rápidamente ante la coyuntura pandémica. El extranjero, nunca mejor pensando y sentido como un extranjero, se transformó en esa amenaza tan temida, como si la nacionalidad de un sujeto trajera implícita las posibilidades de contagio.

En nuestro país, la disposición de marzo de 2020 que prohibía el ingreso de ciudadanos extranjeros, habilitó que fueran víctimas de organizaciones delictivas que posibilitaban el ingreso no solo a cambio de dinero, sino bajo condiciones precarias en las que ya no solamente no se respeta el derecho a migrar, sino donde se menosca la dignidad humana (la diaria, 5 de junio, 2021).

Por otro lado, la pandemia no solo ha habilitado la restricción del derecho a migrar, sino que, al interior de los propios países, los discursos desarrollados han favorecido el despliegue de medidas tendientes a la restricción de la movilidad -toques de queda, cuarentenas obligatorias, cierres de espacios públicos y privados, entre otras- que tensionan y vulneran derechos como la libertad de expresión, de movilidad y de reunión. En nuestro país, el 19 de diciembre de 2020, por ley se limitó el derecho de reunión, por riesgo sanitario. En este marco, la amenaza ya no solo provenía del extranjero. El discurso que en marzo de 2020 hacía énfasis en el cierre de las fronteras y el repliegue de corte nacionalista, se desplazó hacia el interior de aquellas, convirtiendo a muchos “otros” nacionales en una amenaza. 

Como ejemplo de este movimiento podemos ver que “Gran parte de la población cree que el alto número de contagios se debe a los jóvenes” (Lagos, 2021: s/p). Y no solo los jóvenes han caído bajo este estigma. A partir del discurso construido desde el poder, tendiente a restringir la movilidad en pos de disminuir las posibilidades de contagio, quienes no cumplan con ese mandato verán caer sobre sí un manto de sospecha que los convierte en peligrosos para el bienestar común. Desde este posicionamiento, se posibilitan discursos y acciones que no solo discriminan y estigmatizan, sino que permiten una “concepción universalizada del ser humano, prescindente de las circunstancias y de los espacios que singularizan a sectores mayoritarios de la humanidad” (Carrasco, 2001: s/p).

Se instalaron generalizaciones y homogeneizaciones que descuidan la diversidad de miradas y la contextualización que permite la comprensión de que no todos tenemos las mismas posibilidades para sostener lo que nos atraviesa. La “libertad responsable” no solo entiende y promueve la idea de que todos tenemos los mismos niveles de responsabilidad, las mismas posibilidades y el mismo deseo de cumplir las consignas imperativas instaladas desde el poder, sino que, alimenta una concepción individualista en donde “Las redes sociales se desmiembran y la vida se transforma en un proyecto personal en la que se es responsable individualmente de los éxitos y fracasos (Montenegro, Rodríguez, Pujol, 2014: 36).

El miedo, sostenido y potenciado desde construcciones discursivas, que tensiona y contradice el derecho a migrar, que limita la movilidad, el derecho de reunión, el uso de los espacios públicos donde hacer y decir en el libre ejercicio del derecho a la expresión, ha posibilitado que un derecho considerado fundamental, como lo es el derecho a la educación, este francamente en tensión. Si bien no parece estar en discusión que educarse es un derecho humano fundamental, las disposiciones gubernamentales de no presencialidad y la educación a distancia, contradicen este derecho, en tanto las soluciones generales no dan respuesta a la multiplicidad de singularidades que se presentan al momento de sostener esta realidad; ampliándose brechas y desigualdades ya existentes.

La incertidumbre es por definición un momento de movimientos y, por tanto, un espacio de tiempo que habilita la transformación, a razón de poner en cuestión el sistema previamente establecido. Los movimientos o desviaciones del camino, hasta entonces hegemónico, son sucesos hacedores de posibilidades, de creación, de restructuración. Sin embargo, por lo general estas oportunidades tienden a ser clausuradas por el miedo y la inseguridad. 

Estas coyunturas que son fuente de ese desorden llamado libertad, son también favorables para la instalación de discursos conservadores que ven en la incertidumbre la necesidad de mayores controles. El orden es y ha sido requerimiento y búsqueda de las clases poseedoras como forma de garantizar y preservar el statu quo. Así, en nombre de la seguridad del presente, ante la amenaza de un futuro donde es posible se esté peor, los discursos del orden llaman a enajenar aún más nuestra libertad en favor del Estado.

Los discursos conservadores se direccionan hacia la represión de la libertad, en tanto germen de transformaciones, y proponen dispositivos de orden y control social que desplacen el temor hacia el Estado, entendiendo que un miedo superior es capaz de determinar la sumisión de todos al estado de cosas que pretende preservarse. Las búsquedas, legislaciones y gobiernos que se ubican en esta formulación del orden, muestran la potencia que tienen el presente y el futuro en los temores, en tanto, mirando atrás en la historia política, se observa que las sociedades del orden han sido causantes de los mayores exterminios y atrocidades en nombre de sostener una estructura jerárquica, ya sea anterior o construida por ese sistema.

Resulta evidente que la coyuntura pandémica presentó un cuestionamiento al estado de cosas hasta entonces establecido y en esas circunstancias se abrieron posibilidades de transformación social en el sentido de la libertad y de respuestas colectivas, pero, en general, se asumieron modelos de seguridad, control social y limitación de las libertades, en favor de la supervivencia. Haciendo realidad la premonición de Byul Chung Han de que “Cuanto la vida sea más una supervivencia, […] sacrificamos voluntariamente todo lo que hace que valga la pena vivir, la sociabilidad, el sentimiento de comunidad y la cercanía […] acepta[ndo] sin cuestionamiento la limitación de los derechos fundamentales […]” (2020: s/p.). Aceptando las restricciones a nuestra libertad y a nuestra participación social y política.

2 comentarios sobre “Esclavos del miedo”

  1. Me pareció excelente el artículo y a la vez aterrador. Aporta elementos para reflexionar. Sabemos q el miedo ha sido una herramienta de imposiciòn q se ejerce de forma solapada o directa. Induce al aislamiento y al individualismo y contribuye a fracturas del entramado q favorecen el control social. La enfermedad, la muerte acechante o el enemigo político, sirven, según las circunstancias, al logro de ese fin.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *