Compartir
ESTA ES LA CUESTIÓN, SIEMPRE HA SIDO LA CUESTIÓN: LA POBRE Y HUMILDE METÁFORA “DESMETAFORIZADA”.
Batirse por la metáfora
Por Santiago Cardozo
“Siempre hay comunidad entre los cuerpos: la que corresponde al cuerpo soberano, a la filiación humana y divina, al lugar en el sistema de distribuciones económicas y sociales... La política viene posteriormente como invención de una forma de comunidad que suspende la evidencia de los otros instituyendo relaciones inéditas entre las significaciones, entre las significaciones y los cuerpos, entre los cuerpos y sus modos de identificación, puestos y funciones. La política se practica poniendo de nuevo en cuestión las adherencias comunitarias existentes e instituyendo esas nuevas relaciones, esas “comunidades” entre términos que ponen en común lo que no era común […]”.
Jacques Rancière – El tiempo de la igualdad. Diálogos sobre política y estética
1. La mudez del mundo es una bella metáfora a desbaratar
Cuando estaba en la escuela, la moña siempre desatada, el blanco de la túnica sucio de la tierra del patio donde los recreos transcurrían entre partidos de fóbal y bolitas lanzadas a la troya, la maestra nos mandaba múltiples deberes por día, entre los cuales destacaba, con llamativa regularidad, hacer mapas mudos, que devenían en mapas físicos y/o políticos de diferentes lugares del planeta (así aprendí la minuciosa geografía del globo). Yo, lógica y naturalmente, obedecía. Me gustaba la tarea; me gustaba dedicar tiempo al atento trazado del contorno de las “cosas” sobre un papel manteca o, cuando no había (porque la economía era restricciones), sobre un papel previamente empapado en aceite y secado al sol.
Sin embargo, lo que verdaderamente me llamaba la atención era el nombre del objeto solicitado: “mapa mudo”. Extraño nombre, pensaba, aunque entendía, desde luego, qué significaba, a dónde apuntaba, aunque torcidamente, mediante una sinestesia. Mi relación con el objeto que debía llevar a la clase comenzó siendo, en primer lugar, una relación con la lengua y, a través de ella, y solo a través de ella, con la “cosa-mapa mudo”. El nombre, a pesar del adjetivo, hablaba claramente; el objeto tenía un nombre que, desde su “mudez”, “hablaba”, como si estuviera diciendo “Mi nombre es ‘mapa mudo’”. La mudez del mapa era compensada, me parecía entonces, por las líneas que era preciso dibujar (en definitiva, la palabra escrita y el dibujo de un contorno son lo mismo: trazo, marca sobre el papel). Encuadre de lo vacío, nominación de una ausencia que reclama voz, las líneas del mapa mudo parecían, y me siguen pareciendo, la metáfora del nombre del objeto (nombraban, a la vez, propia e impropiamente): se referían a algo “inexistente”, como, por lo demás, ocurre con cualquier palabra.
2. La lengua como un instrumento: una metáfora nefasta que hiere de muerte al sistema educativo
Pensar la asignatura Idioma Español -o la lengua en general- como una materia instrumental (si, como sabemos, al fin y al cabo, la lengua no sirve para otra cosa que no sea expresar ideas o sentimientos) es un problema contra el cual hay que sublevarse, puesto que esta concepción de las cosas acarrea una serie de consecuencias indeseadas e indeseables, profundamente negativas. Entre estas consecuencias se cuenta muy especialmente -digamos que es la consecuencia más importante de todas- la despolitización de la enseñanza, coadyuvada por una radical pragmatización (la “oikosización” de la vida escolar) de los contenidos, transformados en y/o combinados con las competencias y habilidades para la vida y otros menesteres que se presentan como deseables, horizonte de los planes de estudio, objetivo superior del sistema educativo. En este sentido, la metáfora es una inutilidad que se levanta como un obstáculo hacia el transparente y aproblemático objeto más deseado, el fetiche mismo al que debería subordinarse la lógica escolar: el mercado laboral.La despolitización de la enseñanza es también, desde luego, la despolitización de los alumnos (en tanto es una despolitización de la lengua), a quienes se los concibe como “clientes” que reciben un “servicio”. A partir de esto se puede comprender que, en el terreno de la lengua y su enseñanza -en el terreno de la reflexión sobre el ser como un ser de palabra, un ser de lengua- se hable de “usuarios” (muchos, no sin razón, discreparán con esta interpretación de la palabra “usuarios”, en la medida en que, en ciertas teorías, es un tecnicismo; sin embargo, deberán concederme la posibilidad interpretativa en virtud del equívoco que afecta a la palabra en cuestión).
Así, el resultado está a la vista de todos o de quien quiera/sepa ver: una simplona idea de comunicación domina el ambiente general de las consideraciones sobre el lenguaje en el ámbito del Ciclo Básico uruguayo (ni que hablar en el magisterio nacional). Y no se trata, insistamos en el punto, de un mero cambio de perspectiva teórica, adoptado en función de las corrientes que siguen los estudios sobre el lenguaje y sobre su enseñanza, como si estos fueran inocuos, como si fueran cambios de dirección necesarios para estar aggiornados (palabra detestable) a las últimas tendencias, desconociendo el modo en que se construyen históricamente los conocimientos y las disciplinas.
La perspectiva instrumental de la lengua que se ha instalado hace largo tiempo, para la cual el hablante, decía, es un “usuario” de la herramienta comunicativa, conlleva un desinterés por el sentido, por las formas en que se produce la significación en el juego de las prácticas discursivas, donde se articulan la lengua, la historia y la ideología; un desinterés, en suma, por la interpretación. En la misma medida, implica un rechazo del equívoco como un fenómeno irreductible, que define estructuralmente al sistema lingüístico, atravesándolo de un lado a otro.
Para esta manera plana de ver las cosas, el equívoco es un escollo que se interpone en la límpida línea recta de la comunicación, en el transporte expresivo que opera el lenguaje desde el emisor hacia el receptor. Así, los efectos del equívoco (el significante queda desnudo, desprovisto de significado, momento en el cual exhibe su materialidad más concreta y su existencia más anodina, a partir de la cual podemos experimentar la necesidad de la relación entre las dos caras que constituyen el signo lingüístico y de la demanda de sentido que todo hablante realiza, al mismo tiempo que la angustia de la imposibilidad de una acoplamiento pleno y su recto decir) deben ser conjurados mediante una pragmática caricaturesca del “mientras haya comunicación”, ajena al hecho crucial de que esta comunicación (la comunicación en cuanto tal) ocurre por y a pesar del malentendido resultante de dichos efectos. Ergo, la perspectiva instrumental de la lengua, en el sentido dado aquí, “superficializa” su funcionamiento, lo que implica, igualmente, una “superficialización” del lugar del sujeto hablante en las prácticas discursivas. Y esta “superficialización” es, casi no hace falta decirlo, una profunda despolitización de lo social, en la medida en que lo social está hecho de sentidos ambiguos, polisémicos, equívocos; sentidos superpuestos, indefinidos, indecidibles, no calculables (la materia prima de lo social son las relaciones entre los significantes), algo que la perspectiva instrumental de la lengua procura evitar, ignora campantemente o propone desconocer.
3. Los poderes persistentes de la metáfora
Batirse por la metáfora es, entonces, una actitud, un modo de ser, de decir y de actuar que pretenden poner en el centro de esta cuestión la opacidad inherente al lenguaje, el hecho de que, además de hablar la/una lengua, somos hablados por ella, tanto como somos hablados por el inconsciente y sujetos deseantes de representación, lo que implica el movimiento cuya lógica es la de la referencia. Lejos de constituir un terreno de propiedad y dominio plenos de las palabras lanzadas, o mejor, arrojadas (en todos los sentidos de la palabra, especialmente el infantil del vómito, de esas intempestivas devoluciones gástricas) al otro, el discurso es un campo en el que el sentido se ve inevitablemente enfrentado a oquedades, vacíos, desplazamientos, ambigüedades, indefiniciones, resistencias referenciales, etcétera, todo lo cual trabaja, digámoslo así, en la producción del sujeto como sujeto del lenguaje y, por ello, animal constituido de sentido, tanto como la realidad de la que hablamos. Producido y produciéndose el sujeto, el lenguaje es decisivo en la configuración de la política, entendida como la práctica de tomar la palabra y ejercer el desacuerdo, a fin de abandonar, digamos, el espacio de un decir impertinente y transformarlo en un decir que no grita, que no hace ruido, sino que fabrica logos, afectando la relación entre los cuerpos, los lugares que los cuerpos ocupan en la estructura social y los nombres con los que hablamos de esos cuerpos y “sus” lugares.
“Siempre hay demasiadas palabras y demasiadas significaciones disponibles en las palabras como para que los estados de cuerpos y los estados de significación coincidan sin resto alguno”.[1]
Este ejercicio del logos se fundamenta en la inexistencia de coincidencias entre los significantes y los significados y entre los signos y sus referentes. Como decía Lacan,[2] en la lógica de la relación entre el significante y el significado, el tercero indispensable y, a la vez, excluido de la cuestión, el referente, nunca puede ser dicho/significado con plenitud y eficacia: el signo, permanentemente, lo yerra, por lo cual, concluía el psicoanalista francés, el colimador no funciona.
En este sentido, “metáfora” es el nombre del funcionamiento defectuoso del lenguaje, de una imperfección irreductible que constituye la gracia misma de la “herramienta comunicativa”, a partir de la cual (hablo de la gracia) el sujeto aparece como sujeto y la política puede tener lugar. Asimismo, “metáfora” también es el nombre de la relación de las palabras con una falta inherente que no puede ser llenada ni compuesta, en la medida en que la falta en cuestión es constitutiva de la lengua, la estructura desde adentro.
Así pues, la actividad interpretativa, especialmente puesta en funcionamiento y de relieve por la metáfora (a fin de cuentas, se trata de darles relieve a las cosas), es su sucedáneo más notable, aquello que debe ser reclamado una y otra vez. En suma, “metáfora” es el nombre del espacio en el que el lenguaje tolera la ambigüedad, la contradicción (la posibilidad de que un enunciado diga, al mismo tiempo, A y no-A, sin que podamos eliminar ninguna de las posibilidades), por lo que constituye, si se quiere, una negación de la comunicación tal como la vengo criticando, su puesta en suspenso y su superación (aufhebung).
4. Metáfora y enseñanza de la lengua: un asunto de política
Ahora bien, en el interior de la enseñanza de la lengua, y quizás de la consideración corriente sobre el lenguaje, la metáfora es una figura retórica que integra un abigarrado inventario de figuras de la misma especie y calaña, entre las cuales recibe, vale decir, cierto destaque o, por el contrario, cierta ingenua atención; en el mejor de los casos, parece estar ahí para auxiliarnos en la necesidad de referirnos a las cosas del mundo, en el embellecimiento del discurso (la metáfora y la metaforicidad misma como cosmética del decir, como adorno o maquillaje de lo que decimos). Esta perspectiva sobre la metáfora, deudora de la condena platónica de la retórica, es perfectamente congruente con la idea de comunicación criticada, aunque, ciertamente, no se gestó en las últimas décadas (es, como decía, una perspectiva que tiene siglos y que siempre está presta a volver, a dejarse tomar por quienes rehúsan el lenguaje y prefieren la comunicación).
Así pues, la metáfora queda desprovista de todo su espesor teórico, su poder analítico y su capacidad de metaforizar al propio funcionamiento del lenguaje, reducido finalmente a instrumento o vehículo de comunicación, como si el contenido a transmitir estuviera dado de antemano (¿en la conciencia del emisor, en la esencia de los objetos del mundo?) y el instrumento viniera a ofrecerle el soporte formal para su expresión. En este contexto, la metáfora, por sofisticada que sea, es vista siempre de la misma manera: o bien como un soporte más complejo, más refinado, para expresar contenidos preexistentes igualmente complejos y refinados, o bien un obstáculo a sortear o con el que no hay más remedio que convivir, intentando eludirlo cada vez que se pueda.
Para la idea defendida en este texto, en cambio, la metáfora es el lenguaje, la figura que se contiene a sí misma, poniendo de manifiesto, pero también soportando (diciendo y no diciendo) la estructura imperfecta del lenguaje, en cuyo interior ocurre como metáfora. De esta manera, la metáfora redobla la distancia entre las palabras y las cosas, mostrando o, al menos, sugiriendo que las primeras no están en lugar de las segundas, en tanto no hay una relación de lugartenencia según la cual las palabras “representarían” a las cosas en el orden del lenguaje. Distancia irreductible e irrepresentable entre las palabras y las cosas y distancia de la distancia (mostración de la distancia como distancia y del juego mismo de la distancia), la metáfora exhibe el desajuste crónico entre los signos lingüísticos y sus referentes, el decir excesivo, deficitario y/o torcido que domina el decir y que la comunicación, en el sentido superficial criticado, quiere permanentemente conjurar.
Volviendo al principio: el mapa mudo me resultaba atractivo como objeto, como tarea, como solicitud o demanda de la maestra (era, además, la promesa de algo que habría de “hablar”). Pero ¿cómo un objeto de ese tipo -aunque, ciertamente, político, porque ocurría en la escuela- podía causar tal impresión a un niño de quinto o sexto de escuela? El objeto estaba ligado, desde siempre, a su nombre (en este se ubicaba, pienso, el requerimiento que despertaba al deseo); su inteligibilidad y su atractivo dependían completamente de la sinestesia: “mapa mudo” escribía algo sobre el silencio, dibujaba trazos en diversas direcciones sobre la superficie blanca del papel, que era una superficie sin palabras, sin significados, una superficie política que esperaba su verificación como política por los efectos de las palabras pertenecientes al logos. Entonces, el trabajo con el mapa mudo devenía en la deseosa tarea de dar significado a las cosas, esto es, al mundo (o al fragmento de mundo concernido en el mapa mudo). Algo estaba siempre por hacerse; algo estaba esencialmente inacabado e invitaba a su construcción, pero lo hacía desde el “resplandor silencioso” del papel de calco o de la hoja bañada en aceite.
¿No es, en este sentido (recordemos: sentido como significado, dirección, percepción y afectación), el mapa mudo una metáfora de sí mismo, la metáfora del vacío sobre el cual se apoya el funcionamiento del lenguaje? ¿No es, también, la metáfora del deseo por el conocimiento, por la lengua?
5. En suma: batirse por la metáfora es batirse por la lengua
Otra vez al principio, otra vez insistiendo: batirse por la metáfora es, también, bregar por la política, en la medida en que esta aparece (debe ser forzada) en el zócalo mismo en que las palabras y las cosas no coinciden, emergiendo como desacuerdo, disenso; es, en definitiva, el perpetuo reclamo de interponer una cuña crítica en la relación entre el sujeto hablante y su discurso y en el interior del propio discurso puesto en funcionamiento, que habla de una realidad esencialmente hecha de sentido, un tejido de significantes.