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VADENUEVO DE COLECCIÓN: DEL NÚM. 31 (ABRIL DE 2011). UNA REFLEXIÓN SOBRE EL ROL DE LOS DIRECTORES TÉCNICOS
El mal de Cooper
Por Ricardo Piñeyrúa
En Uruguay se afirma que hay tantos directores técnicos como habitantes; somos, pues, tres millones de técnicos. Y en realidad los uruguayos tenemos cierto conocimiento del fútbol, pero como en tantas cosas sobrevolamos los temas y no reflexionamos sobre ellos.
Entonces, la valoración de los entrenadores pasa por debates alejados de la complejidad del trabajo en sí mismo y marcados solo por sentimientos, e influidos por los creadores de opinión, quienes desde los medios de comunicación crean categorías de entrenadores.
Defensivos u ofensivos, trabajadores o intuitivos, buenos preparando el equipo pero malos a la hora de dirigir en el campo de juego, o viceversa.
Sin duda, las dos mejores son las de "Técnico de cuadro chico" (no conozco las de “Técnico de cuadro grande”) y la máxima, la de "Ganador"; y lapidaria es la de "Perdedor".
Recuerdo una vez a un periodista deportivo que afirmó que el argentino Héctor Cooper era un perdedor porque sus equipos cayeron en varias finales; entre otras, dos que el Valencia de España perdió por la Champions League en 2000 y 2001 con Real Madrid y Milán, respectivamente: un “pobre” técnico que llevó a un equipo medio de España dos veces a definir el máximo torneo interclubes del mundo.
En los debates a voces elevadas en programas deportivos se utilizan argumentos como el de que "Sin jugadores no se gana nada" y que "al Real de Zidane lo dirigía yo".
Como el fútbol es materia opinable, muchas veces sin fundamento alguno, se escucha decir cualquier cosa y eso se transmite al conjunto de la sociedad como verdades.
Hace pocos días le realicé una nota a Pablo López, técnico de básquetbol de Malvín, último ganador de la Liga Uruguaya, y en broma lo recibí diciendo que iba a hablar con un perdedor, pues como técnico participó en cinco de las ocho finales de la Liga y solo ganó dos.
En las temporadas 2003 y 2004-05, dirigiendo a Paysandú, perdió la final con Defensor Sporting y Salto Uruguay, respectivamente; en la de 2006-07 la ganó con Malvín, ante Biguá; también con Malvín perdió ante Defensor Sporting la final del 2009-10; y volvió a ganarla con el mismo equipo un año después, en 2010-11, en finales nuevamente ante Biguá. Todo un perdedor, según la categorización que juzga a Cooper.
No es mi intención zanjar este debate, que debe tener tantos años como el deporte mismo y que se extiende a otros juegos como el básquetbol, por lo menos en nuestro país. Pero me gustaría hacer una afirmación por convicción: en los juegos de equipo, el entrenador es la base del todo, sus partes pueden configurarse de tantas formas como la combinación entre ellas pueda dar (pregúntenle a Daniel Bouquet; yo de teoría de las combinaciones no entiendo).
Es el entrenador el que determina la forma, y seguramente su trabajo se verá facilitado si tiene los mejores componentes, pero eso no asegura el resultado. Un entrenador debe determinar una estrategia, que deberá ser su referencia a la hora de elegir los jugadores, planificar el trabajo y definir la forma de jugar.
Según el propio López, "Hay que elegir cómo ganar siguiendo un sistema de valores" que implica una ética del juego.
El entrenador, además de elegir los jugadores, si es que puede, pues muchas veces llega a un equipo donde estos ya están, debe seleccionar sus colaboradores e incorporar al equipo de trabajo a los que son de la institución que dirigirá.
Amalgamar ese conjunto humano, organizarlo y darle claros elementos para funcionar, conquistar la confianza y convencer del camino a seguir es uno de sus principales objetivos y muchas veces allí está el principio de un camino de buenos resultados.
Es bueno recordar que el entrenador no es elegido por los que va a dirigir. Es un líder impuesto, que deberá definir cuáles son las pautas a seguir para lograr efectivamente imponerse y que su equipo siga el camino que desea.
Encontrar el "cuadro" y su forma de juego pasa por el ensayo y el error, y es él el que debe descubrir cuál sí y cuál no, y cómo combinarlos según las circunstancias.
Estas decisiones provocan conflictos, pues en un equipo todos quieren jugar, y no jugar puede significar perder oportunidades de progreso, tanto deportivo como económico. Las decisiones de un técnico afectan la vida y el estado de ánimo de sus dirigidos y por eso debe tener un sistema de valores que sea una guía y una comprensión para los que sufrirán o disfrutarán de sus resoluciones.
Resolver este complejo entramado de relaciones humanas no lo es todo; es una parte, la otra será la estrictamente futbolística.
El conocimiento de los atributos técnicos, físicos y sicológicos de sus jugadores deberá servir de base para estructurar su juego. El conocimiento de los rivales, sus fortalezas y debilidades, servirá para tomar decisiones, muchas veces incomprendidas por quien lo mira como simple espectador.
Cuántas veces se enfrentará al dilema de anteponer un sistema que cree idóneo, a la utilización de jugadores que quizás no son los más adaptables a ese sistema, pero son destacados.
Un técnico planifica, pero no puede determinar cómo serán las circunstancias de un partido, cómo reaccionará el rival y cómo será el rendimiento de sus propios jugadores. Allí, sobre la marcha, deberá resolver cambios: de hombres, de posiciones, de estrategias de juego, y no siempre se cumplirán sus objetivos.
A veces se propone cambiar a un hombre porque no cumplió con lo solicitado o para que haga algo distinto a lo que estaba haciendo el que sale.
Medir los tiempos, las posibles reacciones a sus decisiones, las respuestas posibles de sus rivales, exige concentración, frialdad, conocimiento y, fundamentalmente, una estrategia que aun en esos momentos marque los pasos a dar.
Aquello de ganar de cualquier manera es el peor camino, pues estará marcado por vaivenes incontrolables que llevarán en definitiva a perder la búsqueda del principal objetivo de un equipo: el equilibrio. Cierto es que en algún momento se puede buscar el desequilibrio táctico provocado por una circunstancia que puede ser el resultado, la pérdida de un hombre propio o del rival.
Un técnico sin información está destinado al fracaso. Aquellos que creen que solo importa lo que hace su equipo son muy peligrosos; no es que sea imprescindible adaptarse al rival, pero tener información no es necesario: es imprescindible.
Los deportes colectivos y de contacto son muy complejos, pesan muchos factores; y en especial el fútbol combina esa maravillosa cosa de lo simple con lo complejo. Es tan democrático que un débil puede ganarle a un fuerte; allí también está el mérito del entrenador que sea capaz de sacar el mejor partido de sus jugadores. En el fútbol no se suma: se potencia, y eso es parte del liderazgo de un técnico.
Un liderazgo que exige autocrítica y, como me decía un amigo: ante los problemas, no mirar por la ventana, sino mirarse al espejo. Los problemas siempre empiezan en el entrenador y terminan en él, pues las decisiones son suyas.
Argentina tuvo en Maradona un genio al que Bilardo rodeó de todo lo necesario para que explotara al máximo y su equipo obtuviera el campeonato mundial. Quizás la historia no le dio al entrenador tanto mérito como al jugador.
Veinticuatro años después, en circunstancias parecidas, Maradona no le dio a Messi el apoyo necesario para que fuera también en la selección el gran jugador de Europa, y quizás quedó la idea de fracaso del jugador: pero, ¿fue así?
Los entrenadores ganan y pierden partidos y campeonatos a través de sus instrumentos, que son los jugadores. Él los elige, prepara, convence, pone y saca, se apoya o no en sus colaboradores, estudia, investiga, se informa: no puede haber improvisación.
Así y todo, las circunstancias de un juego son determinantes e innumerables son los factores que inciden en la conquista de resultados, porque en definitiva es un juego. Todo se puede hacer bien y quizás no alcance; pero llegar con la mejor preparación a ese momento en que suena el silbato y corre la pelota es responsabilidad suya, aunque después no sea suyo el reconocimiento.