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LOS SINDICATOS Y LA DICTADURA
Un recuerdo penoso
Por Eduardo Platero
Una mañana en el local de ADEOM, temprano, entra un tipo rapidito, casi colándose entre las dos hojas de la cancel, y en seguida se pone de costado pese a que la había cerrado tan pronto entró y la puerta tenía los vidrios opacados con pintura.
Ya conocíamos esa manera de entrar: era alguien que temía ser visto. Que venía a nosotros por algo urgente pero con precauciones, tratando de ocultarse.
Yo me asomé y lo vi girando la cabeza en busca de alguien en el patio desierto.
Tan pronto me vio me agarró del brazo y prácticamente me arrastró hasta una pieza en que Lindner estaba apaciblemente leyendo el diario, y también lo tomo del brazo ansioso.
La cara me era vagamente conocida, pero lo notaba cambiado y no lo reconocía como presencia frecuente.
Se dio a conocer y lo ubiqué: había sido chofer de la Intendencia y lo habían despedido, no recuerdo por qué desastre.
Con las vueltas de la vida se había metido de milico, con el mismo oficio de chofer, lo que hacía que frecuentara algún ámbito de los aparatos represores.
Y conservaba la fidelidad a su sindicato y a sus dirigentes. Lo que habla bien de todos y contribuye a abonar aquello de que la lucha de clases no se detenía en la puerta de los cuarteles.
Lo que venía a decirnos era simple y aterrador: Estábamos en el “manyamiento” de la Marina.
Nos aclaró: cuando los servicios proyectaban cazar a alguien, antes de que se diese la orden formal ponían su retrato en carteleras colocadas al lado de las puertas de forma tal que todo el que entrase o saliese se fuera familiarizando con su cara.
Y el compañero aprovechó un franco y se escapó para avisarnos.
Y como vino se fue... ¡Nunca más lo vi ni supe de él!
Inmediatamente señalamos los contactos y nos separamos.
En lo que a fondearse se refiere teníamos ya bastante aceitado el aparato y era relativamente rápido el pasar de una a otra situación.
No en vano el movimiento sindical había pasado ya por cinco o seis Medidas de Seguridad cada vez más duras.
Se puede decir que en lo que a clandestinidad se refiere teníamos una gran ventaja respecto al resto de los militantes del Partido, ya que no hay mejor maestro que la práctica.
Una clande, por lo demás, muy especial, ya que de nada servía, y de nada sirve, un dirigente de masas que, en función de criterios de seguridad, se entierre tan bien que pierda contacto con ellas.
Perdés ese “cable a tierra” que significa hablar con compañeros y no únicamente con militantes; empezás a informarte por terceros que, por más leales y cuidadosos que sean, no pueden evitar que en el cuadro que te pintan esté su -digamos- “toque personal”; y terminás por tomar decisiones sobre la base de lo que te parece que piensan las masas y no por lo que realmente piensan, creen y desean.
A lo que agrego los peligros de que te gane el aislamiento, te creas el centro de toda la persecución y te entre el canguelo.
Porque, el coraje no es cuestión personal; como dijo un compañero, “el machismo te lo meten para adentro con la primera patada en el culo”. Lo demás es ideología, confianza en los compañeros y en que la lucha continuará, y suerte.
Si: ¡también suerte!
Me revientan los autodesignados jueces de la moral revolucionaria de quienes pasaron por la tortura sin haber ellos aprendido en esa dura escuela que también precisás suerte para que tu momento de debilidad no coincida con un “aprete” especial.
El “momento justo” que enseñaba Dan Mitrione. En el fondo, la tortura también es una lucha de inteligencias.
¡Si hasta Jesús tuvo su momento de angustia en el Monte de los Olivos...!
No es exactamente igual la clandestinidad militar o política, ya que esta tiene y puede ser profunda y con pocos contactos, en tanto que los dirigentes de masas únicamente servíamos si ese vínculo se mantenía. Lo que más preocupaba era la salida del local en donde podrían estar esperándonos, sea para detenernos, sea para seguirnos. Los que “andábamos legales” debíamos poner especial cuidado, justamente, en no arrastrar nada detrás.
Por otra parte, la noticia abría un mar de interrogantes. ¿Sería cierto el dato? ¿Por qué nos estarían buscando?
Formulado de otra forma, ¿ese era el momento o no era nada más que un requerimiento para “hacer un acta”?
Todos vivíamos con la certeza de que el momento se iba acercando y que nos iba a tocar.
El momento en que arremetiesen contra todos los focos de resistencia que seguíamos luchando a como se podía y estorbándolos. Y el otro, el momento individual, el momento que todos sabíamos que estaba en nuestro futuro.
Cuando cerrasen contra nosotros.
Cuando el gigantesco dedo del destino girase impersonal y secreto y te apuntase a vos.
¡Si, a vos, y la cosa se personalizase! Cuando fuese contigo y sólo contigo.
Todos, absolutamente todos vivíamos esperando ese momento. Y seguíamos haciendo lo que teníamos que hacer. El asunto era ¿cuándo?
Para mejor, estábamos en un momento muy particular... Bueno: ¡todos lo eran en ese largo tiempo de plomo! Pero, en esos, la cosa pintaba raro.
Estábamos viviendo un cambio de etapa y, pese a que nadie, ni ellos ni nosotros, lo habíamos formulado así, lo sentías en los huesos.
Uno iba desarrollando como un sexto sentido, ¡olias el viento!
Era como si uno intuyera que venía la virazón.
- - -
Pero la cuestión era que se olía en el viento que el proceso iba a otro quiebre.
Fue cuando empezaron a sacar presos del Cilindro para tapar con cal las pintadas contra el Golpe que hacíamos noche a noche.
Forcejeo, negativa, llevada del Cilindro a los cuarteles, plantón, amenazas con perros y algún palo, y estalla la Huelga de Hambre en el Cilindro.
De un lado del Cilindro, porque en el otro, incomunicados con los demás, había un lote del SUNCA de los caídos a raíz del paro del 8 de octubre.
A nosotros nos agarró a Quinteros adentro y como fue uno de los organizadores marchó en el primer flauteo para el Kilómetro 14.
Que era “la pesada de los pesados” del Ejercito.
Junto con Quinteros marchó Jorge Hernández, un “trosko” con quien habíamos tenido mil disputas antes de unificarnos cuando el Golpe y que, en las discusiones acerca de la Huelga de Hambre había estado en contra.
De ley, como todos los “troskos” de entonces, a los de ahora no los conozco, Jorge se plantoneaba en la celda cuando ponían de plantón a Quinteros.
Nosotros, afuera, habíamos hecho una juntada de firmas por Quinteros y recolectamos más de dos mil que entregamos a un Coronel Wuiza que estaba en el Ministerio del Interior como enlace con el ESMACO.
En todos los organismos habían puesto esos “enlaces” que oficiaban de Comisarios Políticos, y este Wuiza resultó, casualmente, hijo de un municipal.
No nos trató mal pero, por supuesto, no pudo hacer nada. Si es que lo intentó…
Eso sí, quedó impresionado por las firmas, y la verdad es que yo hoy me pregunto cómo pudo ser posible que la gente firmase, ¡con contrafirma, eh!, en aquellos momentos.
Pero las cosas eran así.
No podíamos parar y romper, pero no nos sentíamos acobardados.
La cuestión es que el “manyamiento” en la Marina era porque “Márquez quería hablar conmigo”.
Me lo aclaró el Capitán de Navío Bonfrisco, con el que siempre mantuvimos buenas relaciones. El 9 de febrero había sido “legalista” y eso lo condenaba. No tendría ascenso ni mando. En cambio, para nosotros siempre fue una persona en la que podías confiar. No nos “ayudaba” ni pasaba información, pero podías confiar en su información. Supongo que Márquez sabía y lo utilizaba para contactarnos.
Fue una sorpresa pero tenía su lógica: no hay guerra sin contactos.
Charlamos en un boliche y yo le pedí que no me mandaran a buscar así. Que tenían el teléfono de ADEOM y de esta forma no habría sobresaltos.
¡Andá que por ahí me detuviese una patrulla, yo intentase algo y me limpiaban! Mejor el teléfono.
Y una helada madrugada en que la llovizna apenas dejaba ver la mole de Fusileros desde el portón de la ANP, fuimos con Bonfrisco, que se identificó y dijo algo más que no pude entender.
Pero sí sentí clarito cuando el que estaba a cargo de la posta comunicó por radio solicitando permiso para dejar pasar al Capitán de Navío Bonfrisco y “en clave uno al señor Carlos Neris Techera”.
Yo, CNT, yo era “la extinta CNT” que no podía nombrarse. Confortaba saberlo porque, pese a las garantías y todo eso, se te arrugaba todo en entrevistas como esa.
Pero había que ir, y se iba.
Pasamos escoltados, nos recibió otra escolta con brillos en los hombros y las bocamangas y no en el brazo, y terminamos en el despacho de Márquez.
Vicealmirante, creo, y Jefe de la Flota de Mar, porque González Ibargoyen aún estaba. Pero no se ocupaba de nada, ni quería hablar con civiles.
Un despacho amplio, cómodo y caliente. Con ventanales que posiblemente diesen al mar, pero a los que ni me asomé.
Márquez era un lindo tipo de hombre, rubio y con aire de marinero, de hablar pausado y llano que nada tenía que ver con los discursos delirantes que después le dieron fama.
Se excusó de habernos hecho esperar, en realidad muy poco, y le explicó a Bonfrisco que lo tenían muy ocupado las calificaciones, con lo cual todos entendimos que él sería quien manejase los ascensos.
Y entramos en materia: ¿había o no Huelga de Hambre en el Cilindro? Y, en caso afirmativo, ¿por qué?
Me dijo que quería saberlo de mí porque la Policía, “los azules”, le informaban que no, que había sido un conato fracasado de unos pocos, y él quería mi versión porque sabía que teníamos gente nuestra en el Cilindro.
Yo tomé por buena la excusa pese a su endeblez y contesté esperando a ver si había un segundo motivo.
Todavía estoy por saberlo aunque, me parece -¡me parece!- que en aquellos tiempos tener canales de comunicación abiertos con nosotros era una baza de cierta importancia para la interna.
Y que recibirnos era una parte del asunto.
Muchas veces nos pasó en la vida sindical que llegabas a un Sector, o a algún Departamento, y un comité de recepción te estaba esperando con tanta oficiosidad que no te dejaban hablar con nadie más.
Y que se mostraban ante todos del bracete contigo.
Y después cuando te habías ido contaban su versión de la visita.
Le aclaré el asunto de los que sí ayunaban y los que no, y que, además, en ese momento ya se había levantado porque habían devuelto a los flauteados.
Entonces me preguntó, siempre sonriendo como para restarle importancia a lo que estaba pasando, por qué no colaborábamos blanqueando algún muro y cumpliendo la orden.
En realidad ese era el problema. En la vida militar las órdenes son para ser cumplidas aunque más no sea formalmente.
Porque de no ser así se quiebra la línea de mando y todo se viene abajo.
No fue él quien lo planteó en esos términos; más bien entró por el lado de lo macanudo. Total, unos brochazos para cumplir, nada de matarse, de noche que nadie te ve, de vuelta a la unidad y todos conformes.
Yo lo lleve al centro filosófico del asunto. Mi planteo era que nadie puede discutir ese principio en la vida militar, estructurada en torno a la hipótesis extrema de la guerra, pero que ahora ellos se habían metido en la vida civil y tenían que comprender que las cosas eran justamente al revés.
Bueno, creo que me puse muy teórico con el asunto del derecho de los ciudadanos a no hacer lo que la ley no manda y todo ese hermoso oropel del estado de Derecho que, en realidad, de nada sirve en las dictaduras.
Pero el hombre aguantó paciente, creo que me estaba semblanteando, hasta que decidí dar por terminada la perorata y esperar respuesta.
Márquez, con sonrisa de angelito, volvió a insistir, hicimos algunas fintas verbales más y, dando por terminada la entrevista -ya era avanzada la mañana- se levantó, abrió los brazos sin levantarlos mucho y me dijo:
-“Platero, yo lo único que le puedo ofrecer es que, si alguna vez es detenido por fuerzas a mi mando, pida que se me informe, que no le va a pasar nada”.
No me animo a jurar que es textual pero me quedó tan grabado que no creo andar muy lejos.
Y lo mismo vale para mi contestación, que fue sincera, redonda y no sé de dónde la saqué porque lo que menos me esperaba era algo así.
-“Contralmirante -le dije- yo no viene a pedirle nada sino porque usted me llamó. Y, fíjese, que las cosas serían primero de mala suerte y después precisaría mucha suerte. Una desgracia que fuerzas a su mando me detuvieran y mucha suerte para que quien estuviera a cargo me hiciese caso y, antes de tocarme, le avisase a usted”.
El se iba sonriendo y yo rematé : “Además, dígame, ¿usted no me cobraría nada por librarme de todo mal?
Se rió más abiertamente y terminó la entrevista con “eso es todo lo que puedo ofrecerle en estas circunstancias”.
Nos dimos la mano, nos escoltaron a la puerta y de allí al portón de salida por donde hoy se entra para Buquebús, y nos fuimos.
Creo que las únicas palabras que cambiamos con Bonfrisco se refirieron a que el tiempo había mejorado.
No daba para más.