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FRACTURAS SOCIALES EN LA CIUDAD CAPITALISTA TARDÍA
La segregación socioterritorial urbana
Por Néstor Casanova
La ciudad como fenómeno socioterritorial
Ante todo, debemos precisar que nuestro abordaje parte del supuesto teórico de la ciudad como fenómeno socioterritorial, esto es, como un fenómeno basado en unos modos específicos de habitación, de encuentro recíprocamente válido entre una comunidad de asentamiento con un territorio designado bajo una nominación específica. Una ciudad, así entendida, es una comunidad de urbanitas que tienen efectivo lugar de población en un territorio identificado que les sirve de referencia mutua, de concentración territorial de intensos intercambios de toda índole (mercancías, relaciones interpersonales, símbolos) y de distinción de los usos agroproductivos del suelo.
La razón de ser histórica de las ciudades radica en el cruce complejo de intercambios sociales, en la radicación, a la vez competitiva y complementaria, de manufacturas e industrias, así como la concentración relativa de las residencias. Así, la comunidad de asentamiento concurre como tal a un emplazamiento mutuamente ventajoso y desafiante: la diversidad social, económica y cultural de los urbanitas es el componente fundamental de la existencia floreciente de la ciudad como territorio habitado.
En forma recíproca, el territorio pasible de nominarse como “ciudad” constituye un foco de intensidad significativa que distribuye sobre su entorno geográfico tributario (hinterland) un campo de relaciones de dominio político, económico, social y cultural. El núcleo de la ciudad irradia, sobre el campo espaciotemporal habitado, hegemónicas directivas que imprimen formas y figuras al territorio, dando lugar a una peculiar y distintiva arquitectura en la cual se vinculan estilos de vida sociales con formas y figuras urbanoterritoriales, tanto de carácter geográfico como histórico.
Foto reproducida en: Los barrios cerrados y la segregación social urbana. La Réplica, 16.05.2016.
La ciudad del capitalismo tardío
Más allá de una caracterización genérica de ciudad, corresponde especificar ahora qué ha sido del fenómeno urbano en nuestra actual fase histórica, que corresponde a la del capitalismo tardío. En tal fase, caracterizada por Jordi Borja como la propia de una urbanización sin ciudad[1], el territorio se ha extendido a escalas metropolitanas, mientras que el tejido social urbano ha perdido gran parte de su heterogénea complejidad de comunidad de asentamiento unitaria, para configurar ahora un mosaico de urbanizaciones diversas, cada una con su peculiar y distintivo estilo de vida. De esta manera, la ciudad, como tal, aparece en una situación de crisis.
La razón de ser de la ciudad capitalista tardía queda reducida a hegemónicas conductas sociales de mercado, en que los actores urbanitas se disponen en frenética competencia mutua, en una suerte de ajedrez territorial, a la conquista de una posición más conveniente para sus intereses individuales, haciendo acopio de recursos apropiados de capital económico, social y cultural. Lo que signa las conductas efectivas de los agentes es el consumo del suelo urbano en términos de emplazamiento diferencial y su efecto en la distinción social: el mercado inmobiliario suministra a cada uno un emplazamiento territorial según su disponibilidad económica, social y cultural, agrupando estilos de vida relativamente equiparables en enclaves diferenciados en el extendido paisaje urbano. O sea:
“El consumo de bienes, incluyendo la vivienda, tiene que verse como algo no muy distinto al uso de un lenguaje, a través del cual los miembros de una sociedad definen su identidad y lugar en la sociedad. Desde esta perspectiva, vemos la clasificación de bienes de consumo en el mercado como la manifestación material de una clasificación de personas y roles sociales -desiguales o no-. Es decir, los bienes que consumimos definen el tipo de persona que somos dentro del orden simbólico establecido. Sin una visión clara de esta estructura, es difícil entender el impacto de las desigualdades económicas o el origen de las preferencias en el mercado”.[2]
La realidad socioterritorial de la urbanización en el capitalismo tardío se traduce en una segmentación diferencial aguda, no solo de zonas privilegiadas habitadas por ricos, alejadas convenientemente de las zonas depauperadas, sino en hostiles geografías e historias urbanas al punto que cada cruce de ciertas avenidas, ciertos atravesamientos de límites y ciertas incursiones en zonas extrañas de la otrora ciudad son hechos furtivos, riesgosos y de consecuencias materiales y simbólicas dramáticas. Ya no se habita, como antes, en Montevideo o Buenos Aires, sino que se vive en Pocitos, Punta Carretas, Palermo o Recoleta.
La segregación socioterritorial
El fenómeno urbano de la época es aquello que aquí elegimos denominar “segregación socioterritorial”. En la literatura disponible, por lo general, se utilizan expresiones como segregación espacial o segregación urbana. De momento, pasaremos por alto la puntillosidad terminológica.
La segregación socioterritorial que nos ocupa obedece a tres caracterizaciones principales, a saber:
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- La fragmentación o segmentación del tejido socioterritorial urbano extendido, a través de dos procesos recíprocos, descritos a continuación.
- La localización de distintos estilos de vida, clasificados básicamente por su estratificación económica, aunque también social y cultural, ocupando cada uno de ellos una región urbana diferenciada, proceso que homogeneiza relativamente la población de cada enclave.
- La constitución de zonificaciones socio-urbanas antagónicas, signadas por procesos de exclusión social de pobladores diferentes a los sectores relativamente hegemónicos en cada localización, proceso recíproco al anterior que delinea en el territorio urbano una suerte de mosaico socioterritorial.
Es de hacer notar que solo con la concurrencia concertada de estas tres caracterizaciones es que se puede hablar, con propiedad, de segregación socioterritorial urbana. En efecto, tal fenómeno no puede verificarse en una ciudad hasta que esta no adquiera una condición territorial extendida, de tal suerte que se establezcan claramente diferenciaciones geográficas, físicas y económicas suficientes para destacarse suficientemente con relativa claridad.
Por otra parte, el mero avecindamiento de una población, que desarrolla, de por sí, un estilo de vida propio, no es signo de segregación como tal, sino cuando se la complementa, dialéctica y necesariamente, con procesos de exclusión de pobladores de diferente estilo de vida.
La historia de las ciudades modernas muestra que son los sectores sociales acomodados los que mudan su localización hacia regiones aventajadas ambientalmente, alejándose recatadamente de los enclaves populares. Pero también es cierto que estos últimos reaccionan, no simétricamente, sino de forma recíproca: las barriadas populares afirman su identidad y referencia por oposición a los enclaves burgueses. Por su parte, los sectores medios encuentran sus intersticios, cercanos en lo posible a las zonas de los acaudalados y tan distantes o diferenciadas de los barrios humildes como les sea relativamente factible. Al mismo tiempo, otros solo se resignan a inmiscuirse, allí donde puedan quedar tácitamente invisibilizados, poblando de modo furtivo las regiones olvidadas del territorio en cuestión.
Ahora bien, estos fenómenos de fragmentación, homogeneización y exclusión mutua se llevan a cabo con innumerables, recurrentes y ordinarias acciones cotidianas propias de consumidores de un tipo especial de mercancía: la locación urbana. La efectiva constitución de la ciudad capitalista tardía como liza general de consumidores en disputa competitiva es deudora de, al menos, dos condiciones principalísimas.
En primer lugar, el suelo urbano debe constituir de modo pleno una mercancía, esto es, debe comprarse y venderse libremente en un mercado abierto y generalizado, donde las fuerzas innominadas de la economía dicten su férrea ley: cada emplazamiento urbano merece el valor que algún agente económico pueda estar dispuesto a desembolsar por él, en virtud de las más que sólidas razones de la racionalidad especulativa de los actores económicos. Según esta premisa, el valor del suelo urbano está determinado por la maximización posible de la inversión inmobiliaria prevista precisamente en ese lugar y en esas circunstancias.
En segundo término, y a consecuencia de la primera condición, el concreto carácter de lugar que tiene el territorio urbano habitado cede paso a un abstracto carácter de espacio. Mientras que los lugares son emplazamientos plenos de existencia humana que los puebla, ocupa y significa, los espacios urbanos son simplemente predios, espacios vacíos disponibles para una intervención a cargo de un emprendimiento social y económico con el fin de explotar un recurso. “Los «lugares» son arenas estables, «plenas» y «fijas», mientras que los «espacios» son «vacíos potenciales», «posibles amenazas, zonas a las que temer, resguardarse o huir»” (Smith, 1987: 297). El pasaje de una política del lugar a una política del espacio, agrega Dennis Smith, está estimulado por el debilitamiento de los vínculos fundados sobre una comunidad territorial dentro de la ciudad. Se alimenta también de la tendencia de los individuos a retirarse a la esfera privada del hogar y del reforzamiento de la sensación de vulnerabilidad que acompaña la búsqueda de realización personal o de seguridad o del debilitamiento generalizado de los colectivos.[3]
Esta distinción entre lugar y espacio está lejos de resultar de un preciosismo terminológico o teórico. Obedece a una importante diferenciación antagónica de prácticas sociales. Mientras que los lugares urbanos son resultado de una labor comunitaria de producción, el espacio urbano es apenas un recurso especial del consumo depredador. Las ciudades han necesitado continuos, acumulativos y esforzados procesos de producción material, social y simbólica de lugares, tarea a la que solo se aplica el esfuerzo concertado de una comunidad de asentamiento a lo largo de la historia y mediante la producción social total de una geografía humana. Pero, si la acción urbanizadora es dejada en manos de las fuerzas del mercado, lo que prima es el consumo distintivo del paisaje urbano. Es por ello que la segregación territorial es expresión contundente del accionar de una horda competitiva de consumidores de locaciones urbanas a título de blasones de exclusividad distintiva.
¿Qué otra cosa que una aguda segregación socioterritorial puede emerger de una sociedad despiadada de meros consumidores de suelo urbano, de una economía que confronta los cada vez más desiguales estilos de vida, de un urbanismo de puros espacios construidos y lugares abolidos? En verdad, ¿puede esperarse otra cosa que una urbanización difusa que yuxtapone monocultivos socioterritoriales mutuamente hostiles y diversamente empobrecidos de vida ciudadana? Lo que no han conseguido los más dementes urbanistas, los más perversos politicastros, los más sórdidos empresarios, lo han alcanzado, por fin, las pacíficas, silenciosas y razonables fuerzas impersonales del mercado. El problema es que nos observamos en el espejo miserable del territorio urbano y este nos devuelve la efigie de un estúpido sin atributos, un anónimo fragmento de victimario urbano.
Perspectivas
“¿Será que la separación física y social de los individuos tiene un trasfondo más profundo, que va más allá de la situación de pobreza y del ámbito laboral?”[4]
Los urbanitas, abocados a la empeñosa tarea de consumir la ciudad, hemos de terminar por agostarla. Mientras que las sensatas comunidades de asentamiento de otros tiempos consiguieron consumar por todo lo alto realidades socioterritoriales de las que hoy muchos turistas visitamos sus despojos escenográficos, apenas si nos queda ya la evocación memoriosa de entidades como Madrid, Roma o Florencia. Creemos, ingenuos, habitar hoy Montevideo, pero apenas si nos atrevemos a darnos una vuelta por nuestro barrio. Pero Montevideo, como tal, ha sido. Dependerá de nuestra sensatez, de nuestro empeño y de mucho trabajo reconstruirla algún día. Digamos, si vale la pena.
Muy buen enfoque teórico inalcanzable para un extenso número de ciudadanos. Paradójicamente los excluidos de las zonas de privilegio no están en condiciones de entender este texto. Pero lo más grave, es que la ley de «vivienda social» agudizó lo que se crítica y ahora sabemos que el BROU puso 54 millones de dólares en el Diamantes……reitero muy bien enfoque, que no se refleja en la acción de la izquierda en el gobierno……
Muchas gracias por aportar tu opinión. En sucesivos artículos intentaré mejorar el régimen comunicativo.