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100 AÑOS
La semilla del término “genocidio”
Por Andrés Vartabedian
El martes 15 de marzo de 1921, sobre la Avenida Hardenberg de Berlín, Soghomón Tehlirián, joven sobreviviente del Genocidio Armenio, asesinó a Talaat Pashá, Ministro del Interior del Imperio Otomano durante el gobierno de los Jóvenes Turcos, uno de los principales líderes intelectuales del genocidio.
Tehlirián, quien había perdido buena parte de su familia durante lo atroz sucedido a los armenios, era uno de los miembros de la Operación Némesis, organizada por la Federación Revolucionaria Armenia (uno de los partidos políticos de aquel origen más antiguo) para eliminar a los dirigentes turcos que habían planificado el intento de exterminio. El asesinato en Berlín y el juicio a Tehlirián que lo sucedió tuvieron repercusiones a nivel mundial. El orbe entero supo de lo acontecido durante la Gran Guerra y Tehlirián fue absuelto. (Más allá de la defensa basada en la afectación mental que sufría el joven como víctima del delito cometido por el gobierno turco-otomano sobre su familia y su pueblo, a la Alemania de posguerra también le era muy útil “limpiar” la imagen dejada durante la Primera Guerra Mundial y su corresponsabilidad en aquellos terribles hechos).
En la mitología griega, Némesis es la diosa de la venganza, de la justicia retributiva. La Operación Némesis fue una conspiración sin precedentes para vengar lo que algunos consideran el primer genocidio de la era moderna; por lo tanto, también sin precedentes. Con poco entrenamiento, recursos y experiencia en misiones de inteligencia, un pequeño grupo de hombres de negocios, intelectuales, diplomáticos y antiguos soldados, asesinó a parte importante del antiguo gobierno del Imperio Otomano.
Por orden de desaparición, ellos fueron: Talaat Pashá (Berlín, 15 de marzo de 1921), Khan Javanshir (Constantinopla, 18 de julio de 1921), Said Halim Pashá (Roma, 5 de diciembre de 1921), Behaeddin Shakir y Djemal Azmi (Berlín, 17 de abril de 1922), Djemal Pashá (Tiflís, Georgia, 21 de julio de 1922) y Enver Pashá (Cegan, Tayikistán, 4 de agosto de 1922).[1]
He aquí la nómina de los oficiales turcos pertenecientes o vinculados al Comité Unión y Progreso, el partido político de los denominados Jóvenes Turcos, asesinados como parte de la conspiración llevada adelante por la Federación Revolucionaria Armenia (FRA).
Durante tres años de funcionamiento, siete altos funcionarios -quizá pueda hablarse de otros cuatro- fueron ejecutados por, al menos, diez miembros de la FRA -sin mencionar a sus colaboradores en la tarea-, que operaron en siete países de tres continentes. El más afamado de ellos: Soghomón Tehlirián.
La lista de justicieros, vengadores, asesinos, o como se desee denominarlos según el lugar desde el que elijamos observar estos hechos, incluye también a: Bedros Der Boghosián, Stepan Dzaghigián, Yervant Fundukián, Haroutiún Haroutiunián, Artashés Kevorkián, Misak Kirakosyán, Arshavir Shiragián, Misak Torlakián y Aram Yerganián.[2]
El mito ha sostenido que luego de dispararle a Talaat, Soghomón Tehlirián esperó su detención junto al cadáver, y que al arribar la Policía afirmó que el asesino no era él, sino quien yacía en la acera. Los hechos históricos establecen que, desaviniendo sus instrucciones, el joven armenio entró en shock por unos segundos, luego escuchó los gritos y salió corriendo, doblando la esquina. Al ser atrapado -afirmó un testigo-, Tehlirián, en un alemán muy básico, habría señalado: “Yo armenio, él turco. No hay daño para Alemania. Déjenme, esto no los concierne a ustedes”.[3]
Mientras se esperaba su sentencia en Berlín, Raphael Lemkin, de 21 años, estudiante en la Universidad de Lvov (Polonia, por aquel entonces), comentó el asesinato y el caso con uno de sus profesores, no entendiendo porqué los armenios no habían llevado a juicio a sus asesinos. El profesor le respondió que no había ley que se los permitiera. Le explicó: “Piensa en un granjero que tiene un gallinero. Si mata a las gallinas, eso es asunto de él. Si usted se mete, invade su propiedad”. Pero Lemkin preguntó: “¿Es un crimen que Tehlirián mate a un hombre, pero no que su opresor mate a más de un millón? Es totalmente contradictorio”.[4]
Allí se inició su preocupación por el tema de estos asesinatos masivos y el hecho de que se pudiera invocar la soberanía nacional para perpetrarlos con total impunidad. Dejó la filología y se inscribió en la Facultad de Derecho. Comenzó a discutir con los profesores que traían a colación tal argumento: “«[...] la soberanía de los Estados implica conducir una política interior y exterior independiente, edificar escuelas, construir caminos [...] todo tipo de actividades dirigidas al bienestar de la gente. La soberanía [...] no puede ser concebida como el derecho de asesinar a millones de personas inocentes»”.[5]
En agosto de 1915, Soghomón Tehlirián -el hombre más allá del ícono-, quien aún no cumplía sus veinte, se encontraba en Ereván, ciudad armenia del Imperio Ruso que se convertiría en la capital de la futura República de Armenia. Allí buscaba encontrar algo de solaz en su epiléptico y atormentado ser intentando confortar a niños sobrevivientes del genocidio, intentando mitigar el dolor, el desamparo, de niños enloquecidos, “salvajes”, necesitados del calor filial que ya difícilmente conocerían. Niños que “solo podían ser atrapados en la madrugada, dormidos en las puertas de las tiendas, bajo los troncos de los árboles, en las esquinas de las calles desiertas, o entre las ruinas de edificios destruidos, porque tan pronto como se despertaban, no podían ser capturados”.[6]
El joven Tehlirián trajinaría por el mundo en muy pocos años, primero en busca de su padre, luego para enrolarse con los revolucionarios armenios y andar sus caminos, también en la búsqueda de su familia tras el genocidio, en sus viajes preparatorios del hecho que lo sacaría para siempre del anonimato y, a posteriori del mismo, en los recorridos que lo depositarían en diversos destinos circunstancialmente “seguros” para su vida.
Su búsqueda de apoyos para llevar adelante la ejecución de líderes turco-otomanos (también de traidores armenios) como una empresa personal coincidiría con la planificación de la FRA de la justicia retributiva, la que consideraban había quedado pendiente cuando aquellos escaparon del Imperio Otomano y de su condena a muerte in absentia, declarada por los tribunales militares posteriores a la Primera Guerra Mundial.
Luego de aquellos sucesos, Raphael Lemkin, ya devenido en abogado, comenzó a plantear -sin éxito- la necesidad de legislar en la materia en distintos foros internacionales. A fines de los años 30, al mismo tiempo que huía de la persecución nazi por su origen judío, “la cruzada de Lemkin adquirió un nuevo propósito: la búsqueda de una nueva palabra. [...] Quizá si lograba dar a ese crimen un nombre que tuviera connotaciones únicas y malvadas, los pueblos y los políticos harían más para impedirlo. Comenzó a pensar cómo combinar su conocimiento de derecho internacional, su meta de impedir la atrocidad y su interés lingüístico de larga data. Convencido de que era solo la forma de empaquetar su causa legal y moral la que requería refinamiento, comenzó a buscar un término apropiado para su experiencia y la de millones. Le pondría nombre a este crimen fundamental”.[7]
La palabra que eligió -inventó, en 1944- era un híbrido que combinaba el derivativo griego geno, que significa “raza” o “tribu”, con el derivativo latino cidio, de caedere, “matar”. La palabra, hoy reconocida por todos, usada y abusada, satisfizo a Lemkin por su brevedad, novedad y facilidad de pronunciación. Además -pensaba-, su asociación con los horrores provocados por el nazismo la harían duradera y provocaría el escozor en quienes la escucharan.
Este individuo, de un espíritu de lucha por sus convicciones casi inclaudicable, fue no solo el creador del término, sino también el principal impulsor de que el mismo pasara a formar parte de la jerga jurídica internacional y se impusiese en las Naciones Unidas a través de una Convención específica, ya fuera a través del lobby casi individual con juristas y delegados estatales previo a su aprobación, como contactándose posteriormente con organizaciones no gubernamentales y distintos representantes de gobiernos nacionales para la pronta ratificación que permitiera su entrada en vigencia. Esto, inclusive, a través de la escritura manuscrita de cientos de cartas dirigidas a distintas partes del mundo, aprovechando los varios idiomas que conocía.
Una novedosa forma de destrucción, merecía una nueva palabra, explicaba el propio Lemkin.
Rosenthal, un periodista del New York Times, lo desafiaba constantemente: “«Lemkin, ¿de qué serviría tipificar como crimen el asesinato masivo? ¿Un pedazo de papel va a detener a un Hitler o a un Stalin?». Lemkin, el creyente, se endurecía y replicaba: «Solo el hombre tiene la ley. La ley debe construirse, ¿me entiende? ¡Uno debe construir la ley!». Como observa Rosenthal: «No era ingenuo. No esperaba que los criminales se acostaran y dejaran de cometer crímenes. Pensaba sencillamente que si la ley estaba en su lugar tendría efecto, tarde o temprano»”.[8]
Su lógica era muy clara: los países poderosos tienen la protección de las armas, los pequeños necesitan la de la ley.
Lamentablemente, la Realpolitik impidió que todos estos aspectos se contemplaran en la definición surgida en 1948, la misma que tomó el Estatuto de Roma y aplica la Corte Penal Internacional que surgiera a fines de los años 90: los grupos protegidos por la Convención no incluyeron a los grupos políticos, los ideológicos u otros grupos sociales. Del mismo modo, tampoco contempló lo que se suele denominar “genocidio cultural”.
Ya en la propia década del 20 del siglo pasado, cuando en Malta los ingleses liberaron a los criminales turcos inculpados por el asesinato masivo de armenios, Lemkin había comprendido que, en materia política, el principismo, humanitarismo y los altos valores morales debían lidiar con aspectos mucho más prosaicos y sin rostro humano. “[...] se dio cuenta de que los Estados difícilmente buscarían la justicia solo por un compromiso con ella. Lo harían únicamente si los presionaban políticamente, si los juicios servían a intereses estratégicos o si los crímenes afectaban a sus ciudadanos”.[9]
Por fin, el 9 de diciembre de 1948 en el Palais de Chaillot de París, 55 delegados (unanimidad) votaron por el sí a la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio en el seno de las Naciones Unidas. Ese día, Lemkin, que tanto había perturbado a los periodistas durante años, no quiso prensa. Prefirió la soledad en la “victoria”. Describió el acuerdo alcanzado como “un epitafio para la tumba de su madre” y un reconocimiento de que “ella y muchos millones no habían muerto en vano”.[10] Entre ellos, agreguemos, la familia de Soghomón Tehlirián.