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ESTUPOR ÉTICO

 Publicado: 07/04/2021

La moneda falsa de la limosna


Por Néstor Casanova Berna


Bajo el título “Bienvenidos al show: «soluciones habitacionales pobres» para gente aún más pobre” nos enteramos, en Caras&Caretas[1] que, bajo los auspicios del sacerdote católico Juan Andrés Verde y del colegio y parroquia Stella Maris se habrían entregado ocho viviendas provisorias en un asentamiento de modestos pobladores del barrio Santa María Eugenia, en Carrasco Norte. En la ocasión, hicieron acto de presencia tanto la Ministra de Vivienda, así como el diputado del Partido Nacional Martín Lema. Allí se anunció que estas ocho “soluciones habitacionales” provisorias se completarían con otras, en el futuro, hasta un total de cincuenta.

Transcribo una parte especialmente vivaz del relato:

“Es un día de mucha alegría para el barrio y para toda la comunidad de la Iglesia”, comenzó diciendo Verde, “se van a inaugurar los primeros 8 contenedores habitacionales que son una solución habitacional transitoria para las familias que viven en el barrio y en máxima precariedad”.

De acuerdo a sus declaraciones, los “beneficiarios de los primeros contenedores fueron elegidos por la comisión del barrio como una solución para las familias que van recibir estos contenedores, son familias que vivían entre el barro, entre la chapa, y ahora tienen un wáter con cadena y un bañito, son contenedores que tienen tres dormitorios, un baño y una piletita que la verdad es un orgullo para nosotros”, declaró el sacerdote con entusiasmo.

En casos como este, la primera pregunta que uno puede hacerse es: ¿por qué nunca se atiende a la totalidad de los afectados? ¿Por qué las “soluciones” o “iniciativas” apenas llegan a unos pocos? ¿Qué pasa con el resto de las muchas personas que tienen el mismo problema que resolver? ¿Es que los milagros o la caridad se resienten en la generalización? ¿Es que la generosidad debe ser escasa para que sea especialmente valorada?

Otra cuestión la constituye la provisoriedad de la solución. ¿Por qué se ensaya, una y otra vez, con soluciones provisorias y nunca se da, de una vez por todas, con la definitiva? ¿Es acaso porque la solución decisiva huye rauda por el horizonte que nunca podremos alcanzar? ¿Por qué la imaginación de los caritativos no alcanza a dar con soluciones conformes de plena inclusión social? ¿Es que la largueza debe administrarse con método y rigor cicatero?

Una tercera cuestión es la rebaja conceptual implícita en el objeto de la donación. Puede pensarse que los modestos pobladores de un asentamiento precario demanden efectivamente habitar moradas adecuada, digna y decorosamente integradas en un barrio, convenientemente articulado con la ciudad circundante, en régimen de tenencia segura y con una gestión de todo el emprendimiento de un modo socialmente inclusivo. Sin embargo, la “solución” es tan provisoria que apenas se deja designar como contenedor habitacional, el que hasta cuenta con wáter con cadena y una piletita (absolutamente textual) ¿Es que algo es algo? ¿Es que la caridad apenas se ejecuta con algo carente?

Si se piensa bien, hay aún un cuarto aspecto. Se trata del carácter excepcional del fenómeno. En un contexto en que decenas de miles de personas habitan en asentamientos irregulares a lo largo y ancho del país, en contadas ocasiones, algo sucede: ocurre un milagro. ¿Es que lo divino, lo providencial, lo celestial conserva su prestigio por su propio poco mostrarse? ¿Es que lo trascendental se revela muy, pero muy de a poco?

Es un día de mucha alegría para el barrio, ha dicho el sacerdote.

Recuerdo

Esa alegría en el asentamiento me trajo a la memoria el estupendo relato de Charles Baudelaire “La moneda falsa”:[2]

Nos encontramos con un pobre que nos tendió la gorra temblando. Nada conozco más inquietador que la elocuencia muda de esos ojos suplicantes que tienen a la vez, para el hombre sensible que sabe leer en ellos, tanta humildad y tantas reconvenciones. Encuentra algo próximo a esa profundidad de asentimiento complicado en los ojos lacrimosos de los perros cuando se les azota.

El don de mi amigo fue mucho más considerable que el mío, y lo dije: «Hace bien; después del placer de asombrarse, no lo hay mayor que el de causar una sorpresa». «Era la moneda falsa», me contestó tranquilamente, como para justificar su prodigalidad.

El poeta se enfrasca en hipótesis sobre lo que sobrevendría de tal acto y se sume en el estupor ético. ¿Qué consecuencias morales podría tener tal conducta? El poeta nos da un respiro para que nosotros, sus lectores, reflexionemos a nuestra vez sobre la catadura moral de servir una limosna con una moneda falsa.

Pero él rompió bruscamente mi divagación recogiendo mis propias palabras: «Sí, estáis en lo cierto; no hay placer más dulce que el de sorprender a un hombre dándole más de lo que espera».

Para el amigo de Baudelaire, en efecto, no hay placer más dulce que el de sorprender a un hombre dándole más de lo que espera... eso sí, con una moneda falsa, a efectos de no dilapidar el patrimonio propio, como es natural

El goce de la caridad, para el generoso, no radica, en el fondo, en la sustancia de lo donado, sino en la alegría sorprendida del donatario, que nos sigue contemplando con ojos de perro azotado. A la recíproca, al menesteroso mendigo no se le reserva, en esta historia, otro papel que el de alegre embaucado con la milagrosa moneda falsa de la dádiva.

Hay que rendirse a la evidencia. Es que la generosidad debe ser escasa para que sea especialmente valorada. Es que la largueza debe administrarse con método y rigor cicatero. Es que la caridad apenas se ejecuta con algo carente. Es que lo divino, lo providencial, lo celestial conserva su prestigio por su propio poco mostrarse. No hay otra forma de mantener el statu quo: porque tiene que haber, por fuerza de las cosas, donantes y donatarios, generosos y defraudados, caritativos y carentes, milagrosos y asombrados. La generosidad, la largueza y la caridad milagrosa son la moneda falsa que permite que todo siga, más o menos, como está.

Ya lo decía, hace muchos años, don Francisco Espínola: 

Sosa sentía algo imposible de expresar, pero que era como el desarrollo de aquél "¡Qué lástima, qué lástima que la gente sea tan pobre!", que le había hecho parar la oreja. O, tal vez, era un "¡Qué lástima!" solo, que crecía y embargaba todas las cosas del mundo, y con ellas subía más allá de las nubes y las mostraba así, desoladas, míseras, a alguien capaz, si mirara, de acomodarlas mejor. (“¡Qué lástima!”, 1933)

Ahora, si lo pensamos...

¿Y si el Fondo Nacional de Vivienda se financiara con recursos adicionales provenientes del Impuesto al Patrimonio, como propone FUCVAM (Federación Uruguaya de Cooperativas de Vivienda por Ayuda Mutua)? ¿Y si los propietarios de inmuebles aportaran de su capital una contribución a la Cartera Social de Tierras de la ciudad? ¿Y si se reconstruyera una sustentable política de inserción inclusiva de pobladores en barrios adecuados, dignos y decorosos? ¿Y si se adoptara una política estratégica de Estado con relación al desarrollo urbano de nuestras ciudades? Entonces, el statu quo sería otro, sin duda.

La generosidad escasa de los pudientes no sería ya tan especialmente valorada, porque imperaría acaso una suerte de justicia social. La largueza particular y cicatera cedería lugar al Estado del Bienestar. La siempre carente caridad haría sitio a la respuesta social y política de la comunidad. Mientras que lo divino, lo providencial y lo celestial conservarían el silencio de las alturas, mientras aquí abajo bulliría la vida corriente y pacífica. Para las amplias mayorías sociales, conseguir un lugar adecuado, digno y decoroso en la ciudad no constituiría un milagro o una dádiva mendaz y provisoria. Y no circularían más las monedas falsas.

¡Qué lástima, qué lástima que la gente sea tan pobre!”.

3 comentarios sobre “La moneda falsa de la limosna”

  1. Fuerte, directo y bien escrito. El problema sigue allí y seguirá: el presupuesto para vivienda del estado (incluyendo el BHU) es menor a lo ejecutado (lo hecho) en el quinquenio anterior.

  2. Muy aguda la observación y la caricaturización de los donantes, lo más triste, si hay algo más triste que la resignación de los más pobres, es el invocar a la tan manida «caridad cristiana» en esas donaciones ejemplares y ejemplarizantes, con pompa del autor nada anónimo. Triste que nuestro querido estado tan arraigadamente batllista haya perdido la laicidad y las limosnas sean lo único que les cabe esperar a más de 400.000 compatriotas.

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