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VADENUEVO DE COLECCIÓN: DEL NÚM. 56 (MAYO DE 2013). ¿SE PUEDE FORZAR A SER LIBRE?

 Publicado: 07/04/2021

Libertad y obligación


Por Marcelo Fernández Pavlovich


La otra vez discutíamos con un amigo sobre la importancia de la participación. Y lo hacíamos respecto a diversos ámbitos -político partidario, sindical, comunal, educacional- que, en última instancia, podrían definirse como políticos en un sentido amplio, aristotélico. El viejo Artistóteles sostenía que el ser humano es un zoon politikón, un animal político, que solamente puede desarrollarse como tal a través de la justa interacción con los miembros de su comunidad, ya que los únicos que pueden vivir fuera de la polis[1] son las bestias o los dioses. De ese mismo concepto es que derivamos el valor de la participación en una sociedad democrática como la que aspiramos.

Hemos escuchado hasta el hartazgo -y coincidimos- que la democracia es, por lo menos, el sistema de gobierno menos malo frente a todos los que el ser humano ha conocido. El problema que tiene esa frase es que no queda demasiado claro a qué tipo de democracia se refiere, ya que no hay una estricta paridad -más bien lo que hay son un lote de diferencias- entre aquella vieja democracia ateniense y ciertos modelos de democracia que se discuten hoy, como el modelo de democracia deliberativa o la llamada democracia liberal de mercado.

Estas diferencias merecerían un artículo en sí mismo, pero al menos como adelanto ilustrativo podemos decir que la primera era sumamente elitista respecto al “demos”, ya que la ciudadanía se limitaba exclusivamente a los hombres libres, nacidos en Atenas y mayores de edad (vale decir que quedaban excluidas las mujeres, los menores, los esclavos y los “metecos”, extranjeros que residían en la polis). La democracia liberal de mercado, a la que José Luis Rebellato aludía como “democracia de baja intensidad”,[2] no está interesada particularmente en que el individuo se involucre en los temas políticos; bastaría con que exprese su preferencia, de la misma forma en que puede expresarla cuando va al supermercado y compara un producto con otro de distinta marca, llevando adelante su elección a través de la compra. Las democracias de corte deliberativo, en cambio, insisten en el involucramiento de los ciudadanos en aquellos temas que les competen, de forma de llegar a acuerdos a través de la deliberación y no exclusivamente mediante las descarnadas sumas de votos.

Supongamos que estamos a favor de una democracia deliberativa, en la cual el ciudadano participe en la resolución de todos aquellos temas que pueden considerarse importantes para su comunidad. En ese sentido, debemos asumir la participación ciudadana como necesaria; no podría haber ese tipo de democracia sin ella. En cierto modo, y por lo menos en determinadas áreas, parece ser algo que la izquierda que llegó el gobierno nacional en 2005 se ha propuesto, incluso en el plano municipal. En este último ámbito, el ejemplo más claro se encuentra en los Concejos Vecinales, así como también en las experiencias de presupuesto participativo que se realizan anualmente o los cabildos abiertos que se vienen efectuando a nivel de los recientemente creados municipios. En lo nacional encontramos las experiencias de las Audiencias Públicas, necesarias en el marco de grandes proyectos que pueden tener impacto en el medio ambiente, y también las encontramos en el ámbito educativo, ya que la última ley de educación prevé la existencia de Consejos de Participación en las instituciones, con representantes de docentes, estudiantes, funcionarios, padres y también de la comunidad.

Estas loables intenciones corren el riesgo de estancarse en el ámbito formal. Está claro que esos espacios existen, que su curso es legal y que de allí han surgido ciertas iniciativas. Pero la pregunta que surge inmediatamente es si se han transformado en espacios reales de participación. Como pregunta añadida, podríamos plantear si basta con la mera instalación de esos espacios para que podamos afirmar que la comunidad -en el ámbito específico que fuere- está funcionando de manera participativa. En este sentido, adelantaré una respuesta negativa: en la medida que no haya una participación directa de la mayoría de las involucrados no hay una participación real, más allá de que los resultados que emanan de esos espacios puedan efectivamente considerarse legítimos.

Los motivos que llevan a que la gente no participe pueden ser varios: desinterés por los temas en cuestión, ya que no todos estamos interesados en las necesidades estrictas del barrio, por ejemplo; falta de tiempo, pues habría que hacerse un lugar para ello por fuera de las responsabilidades habituales que ejercemos; desilusión respecto a las expectativas, puesto que muchas veces hubo interés e inversión de tiempo, pero los resultados obtenidos no fueron los esperados. Ahora bien, más allá de esos motivos, podemos preguntarnos también cómo hacemos para que la gente se compenetre en esos temas y participe. Y uno de los caminos que a veces resulta tentador es el de la obligación.

Reflexiones totalitarias aparte, pues seguro las habrá, quiero recordar que esa obligación es la que se aplica para que participemos electoralmente en nuestra democracia, y tampoco resulta demasiado alocado preguntar cuál sería el porcentaje de participación electoral -ese del cual solemos sentirnos orgullosos cada cinco años- si al voto se le quitara el adjetivo de “obligatorio”. Una de las cuestiones de fondo es si este tipo de obligaciones recorta nuestras libertades, cosa que responderíamos afirmativamente con nuestra habitual interpretación de la libertad, que suele estar ligada al liberalismo. El asunto es que el concepto de libertad, así como sucedía con el de democracia, tampoco es unívoco. En filosofía política -es decir, sin irnos a los terrenos de la metafísica- suelen distinguirse dos sentidos de libertad: el negativo y el positivo.

La libertad en sentido negativo es la que tiene uno de sus primeros antecedentes en Thomas Hobbes y que reivindican las corrientes liberales: “Yo no soy libre en la medida en que otros me impiden hacer lo que yo podría hacer si no me lo impidieran; y si, a consecuencia de lo que me hagan otros hombres, este ámbito de mi actividad se contrae hasta un cierto límite mínimo, puede decirse que estoy coaccionado o, quizá, oprimido”, como explica claramente Isaiah Berlin.[3] Por lo tanto, la coacción implica ausencia de libertad, pero no hace lo mismo la mera incapacidad. Si estoy paralizado por una determinada enfermedad y no puedo alcanzar la puerta de mi casa, el sentido negativo de la libertad indica que soy tan libre como quien goza de una salud completa, aunque lamentablemente no pueda llegar a ejercerla.

En cambio, la libertad entendida en sentido positivo requiere de un elemento crucial que no toma en cuenta el sentido opuesto: la voluntad, el querer hacer algo, la facultad de tener una meta. De este modo, la libertad positiva resultaría casi un sinónimo de autonomía, pues esa voluntad o meta debe estar fijada por mí y no por otros. Pero además de ser una “libertad para”, este sentido liga la libertad a la igualdad, ya que para llevar mi meta adelante debo contar con ciertos mínimos necesarios (como la capacidad de movimiento en el ejemplo que usamos para el caso de la libertad en sentido negativo), para ser tan libre como los demás. Desde luego, este sentido de la libertad es el que ha sido propuesto por autores de izquierda, en el entendido de que debe ser necesaria cierta conciencia de sí que nos lleve a la autonomía para poder ser personas libres.

En caso de seguir dicha lectura, volvemos a poner sobre la mesa la pregunta respecto a la obligación de la participación: ¿no lograríamos de esa manera ser más virtuosos, más cívicos, más interesados en la comunidad, lo que en definitiva redundaría en un mayor y mejor interés en nosotros mismos, que somos parte del todo? En todo caso, es una pregunta que dejaremos abierta, aunque sabemos cuál sería la opinión de Jean-Jacques Rousseau, quien en El Contrato Social nos dejó una frase tan célebre como polémica: “cualquiera que se niegue a obedecer a la voluntad general, será obligado a ello por todo el cuerpo: lo que no significa otra cosa que se lo forzará a ser libre”.

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