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VADENUEVO DE COLECCIÓN: DEL NÚM. 64 (ENERO DE 2014). MANDELA Y LA TRANSICIÓN SUDAFRICANA
Los muros, el apartheid y la economía: un pre-texto para repensar el socialismo
Por Gabriel Quirici
Tras la partida de Mandela se puede volver a hablar de “leyes” históricas. O al menos erradicar las preconcepciones eurocéntricas y “civilizatorias”. Una de las mejores creaciones del siglo XX -siglo trágico y fundamentalista si los ha habido- fue la política de reconciliación iniciada por el gobierno democrático que él lideró.
La vida de Mandela, como conductor conducido, es un desmentido a cualquier etnocentrismo y confirma, una vez más, la conocida demostración difundida por Terry Eagleton, de que también en ciencias sociales existen relaciones objetivables: aquello de que es tan falso afirmar que París queda en África como falso es suponer que un grupo humano es superior a otro.
Siglos de racismo y de diversas concepciones sobre lo bárbaro, salvaje o “incivilizado” quedaron refutados a mediados de los 90 con la síntesis creadora de la Comisión de Verdad y Reconciliación. Retomando valores ancestrales de la cultura bantú, como la filosofía ubuntu,[1] reconociendo las condiciones históricas de la cultura boer-afrikaner blanca y generando un marco jurídico novedoso, la democracia sudafricana permitió la construcción de una convivencia democrática en la sociedad que más sufrió el totalitarismo imperial,[2] sin señales de revanchismo ni fundamentalismo.
Comisión de Verdad y Reconciliación que logró aclarar casi 70.000 violaciones a los derechos humanos.[3] A partir de una propuesta que tuvo como premisa “entender al otro” por más que fuera el peor enemigo y acercarse a él en su condición humana, limitada e imperfecta, con el objetivo de alcanzar la verdad y el perdón.
Pero la historia no solo se desarrolla a partir de las ideas y la construcción política. Otros elementos objetivos jugaron un papel fundamental para que aquella política pudiera consolidarse.
En primer lugar, debe señalarse la debilidad que presentaba el régimen racista del apartheid, fruto de la incansable protesta social (cientos de huelgas anuales a lo largo de la década del 80, protagonizadas por las masas trabajadoras negras), el cerco internacional que mantuvo mayoritariamente aislada a la primera economía del África negra y la derrota militar, en que tuvo destacada participación la República de Cuba.
Muchos se sorprendieron por el cálido saludo entre Raúl Castro y Barack Obama, pero el presidente norteamericano, como joven militante por los derechos raciales y por la liberación de Mandela, sabía de la importancia central de la ayuda que el régimen cubano prestó para la caída definitiva del apartheid.
Desde mediados de los años 70 hasta 1988, casi 200.000 voluntarios cubanos participaron en misiones de ayuda (militares, educativas, médicas) en Angola, desde donde se estableció la muralla que evitó la expansión del sistema racista sudafricano. Y es que, bajo el pretexto de buscar guerrilleros y terroristas refugiados en países limítrofes, la Sudáfrica blanca ideó un plan de expansionismo militar -y económico- para convertirse en un subimperio regional autosuficiente (en virtud del aislamiento internacional). La principal ocupación la sufrió Namibia, al norte, virtualmente colonizada por los blancos. Fue desde Angola que tanques y pilotos africano-cubanos repelieron el avance y lograron derrotar en la batalla de Cuito Canavale (1988) a los soldados del racismo.
Casualidades de la historia: la caída del Muro de Berlín, que sirvió como detonante ideológico final de las justificaciones del régimen racista, dejó a la vez en las sombras la colaboración de un país subdesarrollado y socialista en tamaña empresa.
Durante toda la Guerra Fría, los afrikaner nacionalistas arguyeron un silogismo terrible que les valió el apoyo estadounidense y que puede resumirse de esta forma: “Si el comunismo es una amenaza contra los valores occidentales dirigido por el proletariado… // …y en África el proletariado es negro (y el Partido del Congreso tiene un programa socialista)… // … entonces, el apartheid es la mejor forma de defender los valores occidentales del peligro comunista”.
El final de la Guerra Fría eliminó la primera de las premisas al mismo tiempo que invisibilizaba a Cuba, como un régimen con pocos propagandistas que recordasen su accionar solidario.
La caída del muro también cayó sobre el programa económico social del Partido del Congreso. Y debe subrayarse cómo Mandela y sus demás dirigentes negociaron la transición democrática, rebajando las reformas de contenido socialista que los inspiraban en los años 60 y 70, no solo en una situación interna de debilidad (no olvidemos que el poder seguía en manos de los blancos a comienzos de los 90), sino de repliegue mundial de las propuestas socializantes.
Tal contexto internacional facilitó la opción por una transacción política y cultural, antes que económica. Así se evitaba poner sobre la mesa de negociaciones cuestiones como la propiedad privada y la reforma agraria, que hubieran agudizado los “miedos” blancos.
Por otra parte, tolerar a los negros, convivir democráticamente con ellos y aceptar su humanidad representó una transformación revolucionaria para los blancos afrikaner de los 90, pero no les supuso la pérdida de sus privilegios materiales.
Simplificando la ecuación, bien puede decirse que la doble transición sudafricana implicó el intercambio de verdad por perdón desde la perspectiva jurídica y cultural, clave para una convivencia social en relativa armonía, en que la síntesis entro lo bantú y lo europeo resultó genuina y original.
Al mismo tiempo se trocaron democracia por capitalismo, iniciando un sistema de gobierno y ciudadanía nuevo sobre la estructura económica del régimen anterior europeo. En este último caso, el acuerdo no parece haber aportado elementos innovadores. Libertad y tolerancia convivieron, desde entonces, con una situación de desigualdad económica y pobreza difícil de remontar y que tiene entre sus peores indicadores hoy día las dificultades de ascenso social para los sectores negros.
En cierto sentido, la historia reciente de Sudáfrica no solo prueba aquella ley histórica antirracista, sino que además permite observar cómo no son solamente los factores económicos los determinantes de los cambios y pueden desarrollarse transformaciones duraderas en clave humanista a partir de la síntesis cultural.
Pero, por otro lado, la actual situación sudafricana confirma la relevancia de las contradicciones económicas como motor -no exclusivo, pero sí central- en la evolución de las sociedades. La parcialidad de los cambios narrados da cuenta de una nueva sociedad democrática, pero con graves desigualdades que son causa de tensiones cada vez mayores.
Y esta situación, a más de veinte años de la caída del Muro, reivindica no ya los modelos sociales históricamente experimentados desde la perspectiva marxista, sino la vigencia de un análisis y una propuesta de transformación que atienda simultáneamente las contradicciones estructurales y supraestructurales.
Vale la pena preguntarse, entonces: ¿será posible construir un “ubuntu económico”? Pregunta que no debe responder Sudáfrica en solitario, ¡y vaya que el legado de Mandela es luminoso para la humanidad en el primer terreno!
Es una respuesta para construir entre todos.