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AL PIE DE LAS LETRAS
Golpes en el sótano
Por Pablo Silva Olazábal
Los golpes venían del sótano. Hace años que no bajo allí porque no quiero resfriarme y… no, mentira, en realidad no bajo porque tengo miedo del asma. La sufrí de chico y solo aquel que ha padecido un ataque severo de asma conoce el terrible significado de la experiencia que representa atravesar una agonía a paso lento, con los quejidos del pecho afinándose cada vez más y el aire que se escapa sin retorno. Nunca supimos qué causaba esos ataques ni por qué cesaron al final de la adolescencia, pero tanto mi madre como la abuela sostenían que la humedad era la culpable de todo. Y como el sótano es la zona más húmeda de esta casa, cada vez que me veían mirando la puerta que hay debajo de la escalera me decían con tonos terribles que tras esa puerta me aguardaban los ataques más feroces e inimaginables. ¡Splosch!
Ahí está otra vez. Son golpes en el piso: ¡splosch!, es como si alguien descalzo los diera en el piso, pero alguien muy pesado, porque el sótano está muy abajo, deben ser como diez metros bajo suelo, esta casa es muy grande y muy antigua, de paredes de piedra, techo de teja y cimientos inmensos. En realidad creo que el sótano era la cava donde se guardaban los vinos en los tiempos en que se hacían acá. Abarca todo el largo de la casa y también es de piedra, una piedra caliza y muy irregular, de picos desgastados por el tiempo y el pasaje de gente, que forman una larga pared húmeda y rugosa. Al menos esa es la idea que me quedó de cuando era muy chico, porque nunca más volví a bajar. ¡Splosch! ¿cómo pueden oírse tan bien si están tan lejos y tan abajo? La única explicación es que son golpes de un tipo muy pesado. Debe aplastar el pie con fuerza en charcos de agua y eso resuena en el sótano. Pero no puede ser, el sótano no es tan húmedo. No debe ser tan húmedo. Estoy seguro de que no hay tantos charcos ni agua empozada en ningún lado. Además, si la hubiera, un problema así mi madre lo hubiera solucionado hace tiempo. Claro que ya van a hacer dos años que murió. Cómo pasa el tiempo. ¡Splosch! ¡Otra vez! ¡Qué pesado! Lo peor es que no sé por qué, pero no puedo dejar de imaginarme un señor gordo, desnudo, vestido solo con un taparrabos, que golpea el piso cada tanto, cada vez con un pie distinto. Apoya las manos en los muslos y refunfuña, y pisa más fuerte. En realidad no es gordo, es gordísimo, panzón, y tiene el pelo tirante, atado con un moño sobre la nuca. ¡Splosch! ¡Otra vez! ¡parece que oyera! ¡y cada vez más fuerte! En realidad creo que me traiciona el subconsciente, pienso que esa imagen que me anda por la mente y que no me puedo quitar es de una pelea de sumo, esa lucha libre japonesa de señores gordos grasientos, con panzas enormes, que en Japón son más famosos que los astros de fútbol.
¡Splosch! ¡Splosch! Dos golpes. Sonaron casi al unísono. Entonces no está solo. Debe ser el rival, se están estudiando, se miran fijo y golpean el suelo casi a la misma vez. Son serios, los ojos finos como rayas, esperan atentos, un brillo mortífero, aguardando el momento exacto en que el otro se distraiga. O al menos el instante en que dé un paso en falso, o simplemente cuando esté con el pie en el aire y el otro sin apoyar completamente ¿se entiende? Sin apoyar todo el peso del cuerpo, ese momento exacto en que un empujón leve bastaría para derrumbar los 140 kilogramos de grasa y músculo, que caerían como cae un árbol podrido. Claro que el otro también lo sabe. Por eso los dos ojitos negros, alegres, casi risueños, por el daño inminente, están calculando el golpe exacto. ¡Splosch! ¡pero la puta… no dejan tranquilo a nadie! Siguen bajando el pie, y estudiándose con odio. No les importa el resto del mundo. No piensan lo que le pueden hacer los ruidos a la gente nerviosa, no, esas rayas agónicas solo esperan el momento oportuno para atacar ¡Y qué momento! Es el instante que parece estar siempre a punto de llegar pero que no llega nunca. Los imagino así, imperturbables, pero devorados internamente por los nervios. Por eso siguen pisando, cada vez más fuerte, casi sincronizados y rítmicos. Aplastan con rabia el pie en la losa fría y húmeda del sótano. ¡Splosch! Pero…
¡Splosch! ¡Splosch! ¿y eso? ¿Vieron? ¡ahora tres! Ahí están. Ahora, qué hacen dos luchadores de sumo de 140 kg en mi sótano, y cómo se las arreglan para vivir sin salir nunca, en un lugar húmedo y penumbroso que no tiene baño, ahí dentro, sin salir, eso, la verdad, es un verdadero misterio. Si lo supiera, tal vez pudiera darme cuenta… es decir, tal vez la razón de por qué están hipnotizados en un círculo sin fin, en una pelea que nadie ve, sería más clara, al fin y al cabo nadie los atiende y a nadie le importa, es una pelea que no figurará ni servirá para ganar ningún campeonato internacional de sumo y ni siquiera servirá como exhibición. Ni eso. Aunque por otro lado están sin juez, pelean sin un juez, seguramente lo suyo no tiene nada que ver con el mundo de los premios, con las medallas ni con los trofeos. Lo más probable es que hayan huido de Japón cansados del estrellato, y que hayan llegado al sótano por casualidad, impulsados por la necesidad de encontrar un lugar silencioso, aislado y neutral que sirva como escenario sin testigos para librar ese combate tan raro, el último combate, una lucha a muerte sin las reglas del sumo, donde puedan dar rienda suelta a los más bajos instintos y sentimientos del odio y del rencor, heridas que desde siempre han anidado en sus corazones, tal vez producto de resentimientos amorosos (¿por qué se me aparece la imagen de una bella y fina japonesita con una rosa entre los labios dejándose caer en las aguas cenagosas de un lago calmo, cercado por el verde de una vegetación tupida y majestuosa mientras los dos la miran?) o tal vez no, tal vez todo sea a causa de celos profesionales, ya se sabe que de ahí surgen los impulsos más bajos del alma, y en ellos, en dos divos exiliados en el sótano es algo brutal, un odio explosivo les envenena la sangre, por eso se mueven, por eso patean el suelo, para que no se les estanque, para que no se detenga, para que les circule aunque sea intoxicada por el resentimiento…
¡Splosch! Otra vez, ahora volvieron a uno por vez. ¡Splosch! ¡Qué pesados! Debería bajar y decirles que no me importa su historia. Claro, eso en el caso de que puedan expresarse en español, o en su defecto en un inglés básico, yo no me defiendo mucho pero tampoco quiero que me cuenten su vida. Por mí que hagan lo que quieran, pueden golpearse, matarse, seguir dando vueltas y pisando fuerte hasta que se caigan cansados o hasta que se mueran de aburrimiento. Incluso si quieren háganse amigos, por mí no importa, pero no me molesten. Hagan de cuenta que el sótano es suyo, porque yo no puedo bajar. Mamá no me deja.