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DE LOS MISILES DE BREZHNEV A LA SUPERBOMBA DE TRUMP

 Publicado: 03/05/2017

Los niños de Afganistán


Por Ernesto Piazza


“Dios los guarde de experimentar el bombardeo de nuestra artillería cuando (…) un Grad o un Uragán[1]se concentra sobre un objetivo…”

“Íbamos a Jalalabad… Al borde de la carretera había una niña de unos siete años… Su brazo destrozado colgaba igual que el de un muñeco de trapo, pendía de un hilo. Sus ojos (dos aceitunas negras) no se apartaban de mí… Estaba en estado de shock por el dolor… Salté del vehículo para tomarla en brazos y llevarla con nuestras enfermeras… Ella, aterrorizada, se apartó de mí como un animalito, dio un brinco, gritó, corría (…) La alcancé, la estreché contra mí, la acaricié. Ella se defendía, me mordía, me arañaba, se sacudía. (…) Me quedé fulminado: ella no aceptaba que yo la quisiera salvar, daba por supuesto que la iba a matar… Los rusos no hacían otra cosa que matar…”

Mayor del Ejército Soviético, responsable de propaganda de un regimiento de artillería en la guerra de Afganistán.[2]

“He ido al hospital y he dejado un osito de peluche sobre la cama de un niño afgano. Él ha tomado el juguete con los dientes y así, sonriendo, se ha puesto a jugar: le faltaban ambos brazos. ‘Tus rusos le han disparado. -Me iban traduciendo lo que decía su madre-. ¿Tú tienes algún hijo? ¿Qué es, niño o niña?’ No sabría decir qué era lo que había en sus palabras, si terror o perdón”.

De las libretas de notas (en la guerra)de un soldado soviético, 12 de setiembre de 1988.[3]

La invasión soviética a Afganistán (1979-1989) supuso entre 600 mil muertos (80% civiles), según las estimaciones más conservadoras, y 2 millones, de acuerdo a otros cálculos. Incluyendo a los 15.051 soviéticos ‑más los 417 desaparecidos‑ que, con otra prolijidad, pudo contabilizar el Ejército Rojo del medio millón de sus soldados que, a lo largo de los nueve años, un mes y quince días de guerra, participaron en la misión. Sucedió en un país que tenía 18 millones de habitantes que vivían en 14.000 aldeas y del cual huyeron, según también imprecisas estimaciones, como suelen ser las que se efectúan con relación a los invadidos, casi cuatro millones. Casi cuatro millones hasta el momento actual, porque, tras la evacuación soviética trabajosamente lograda por Gorbachov, tomaron la posta, en 2001, los Estados Unidos, y la guerra en el castigado país asiático continúa hasta hoy. Por lo tanto siguen muriendo y huyendo afganos; los que pueden y tienen algún lugar en el mundo a donde ir.

En estos días se ha puesto de “moda” la superbomba no nuclear arrojada por Trump en ese país. Un hecho que ha preocupado en el mundo, que costó la vida a 36 terroristas del Estado Islámico, según la primera versión, o a 94, de acuerdo a una posterior, acompañado por un amenazante video divulgado por el gobierno estadounidense. Habrá que esperar para conocer, si fuera posible, la cuenta final de muertos del “período norteamericano”, en una contienda en la que se han involucrado, como había sucedido en la “época soviética”, contra o a favor de los invasores, diversas facciones afganas e islamitas.

Que los muertos a manos de Estados Unidos en Afganistán se cifren de acuerdo a algunas estimaciones en torno a las 12.000 hasta ahora no lo ubica en el contexto mundial como menos agresivo que la URSS. EE.UU., el gran gendarme mundial, ha sido responsable desde la Segunda Guerra Mundial por la muerte de decenas de millones de personas en guerras y conflictos esparcidos por el mundo. La URSS, por su parte, no limita a las víctimas afganas su cuota de crímenes contra poblaciones civiles, incluyendo la incontable cantidad de muertos dentro de sus propias fronteras, aun después de Stalin.

Pero ninguna de las potencias implicadas en estos crímenes podría exhibir como un honor tener menos víctimas inocentes que la otra, incluso en el caso de que se pudiese hacer una contabilidad más o menos aproximada de muertos y desaparecidos. No se pueden justificar masacres alegando que el “otro” mató más. Las muertes de civiles inocentes en las guerras no deberían condenarse, justificarse o ignorarse en función de la ubicación político-ideológica de cada quien. No son “buenas” o “malas” de acuerdo a las ideologías; ni convenientes o inconvenientes según los intereses políticos. Son muertes. Muertes de seres humanos, la inmensa mayoría inocentes e indefensos.

Por ello tendrá más autoridad moral y será más efectiva la condena al guerrerismo desatado de Donald Trump ‑impulsado en el clima que propicia la era de la “posverdad”‑ si se mantiene presente el largo drama afgano.

Terrorismos como los del EI y los diversos odios culturales, raciales, xenófobos, religiosos que se manifiestan en el mundo de hoy no pueden desvincularse de la historia de saqueos, avasallamientos y agresiones de las potencias y las diversas facciones que en distintos circunstancias causaron guerras y conflictos.

Lo cierto es que la población de Afganistán ha sido víctima a manos de la URSS ‑mientras ésta caminaba hacia su final‑ de una de las últimas grandes matanzas de fines del siglo XX, y en este “siglo XX largo” para el pueblo afgano su drama continúa con la presencia de EE.UU. y otros actores.

Pero como ha acontecido con tantas guerras africanas y asiáticas, en Occidente aparece como una guerra ignota contra el terrorismo, que sí ha llegado a este hemisferio, donde los hechos de sangre tienen otra repercusión, con despliegues mediáticos amplios y justificados (aunque también distorsionados y falaces) que han faltado para dar cuenta del exterminio de seres humanos geográfica y culturalmente más lejanos.

Quitarle miradas hemipléjicas a esta historia, en todas sus etapas, seguramente servirá, también, para lidiar con Trump, con la ultraderecha europea y con los peligros que amenazan actualmente al mundo desde Rusia (sin amor), China y otros diversos lados. Un mundo que ya no puede interpretarse con las pautas ideológicas y políticas predominantes en la era bipolar, ni con los dogmas de entonces, ni con las adhesiones y pasiones que aquellas confrontaciones despertaron en muchos. Y que perviven en anquilosadas visiones.

En un mundo lleno de incertidumbres, obscenamente desigual y minado de peligros, persiste el afán de apropiarse de las riquezas ‑negras o doradas, sólidas o líquidas‑ que se alojan en los subsuelos, tratan de florecer desde la tierra o intentan respirar en una atmósfera cada vez más contaminada.

Mientras tanto, hoy como antaño, los pueblos siguen pagando el precio más alto de guerras, dictaduras y acciones terroristas. En especial sus víctimas más expuestas y débiles, como los niños de Afganistán. O de Siria. O de Yemen. O de Sudan del Sur...

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