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AL PIE DE LAS LETRAS EN MEMORIA DE UN NIÑO MUERTO

 Publicado: 03/05/2017

La muerte del lecherito


Por Nelson Mezquida


Y lo llamo así porque iba parado en el pescante de una camioneta cargada de casilleros con botellas de leche. Todos los días lo veía pasar por la calle, frente a donde yo vivía. Desde el antepatio en que había una canilla, y a veces coincidía el pasaje de la camioneta con el momento en que yo sacaba agua para lavarme, o para calentarla para el café.

Era un privilegio tener una canilla en el antepatio, porque más abajo vivian niños, compañeros míos en la escuela, que no tenían agua en sus patios, ni tenía paredes sólidas como las de la pieza y garage donde yo vivía con mis padres. También algunos niños no tenían padre y madre. En muchas de las casuchas en que ellos vivían, que no eran casas sino albergues de chapa, madera o cartón colocados como se podía para dar un mal abrigo. En esos albergues faltaba el padre o la madre. Algunos niños tenían la suerte de tener una abuela que los amaba. Los niños de calle abajo contaban que pasaban frío en el invierno y para dormir se tapaban hasta la cabeza aunque no respiraran bien a través de las cobijas.

Yo no comprendía la suerte que tenía de vivir entre paredes sólidas, con ventana con vidrios.

Todos íbamos mal calzados a la escuela, pero algunos teníamos las zapatillas menos deshilachadas que otros. Y algunos llegaban de otras calles con mejores ropas y hasta  calzados con zapatos.

También llegaba un niño muy prolijo y tierno que fue mi compañero de banco todo un años escolar. No imaginaba su destino cuando me enseñaba un cantito de juego: que no muchos años más tarde moriría asesinado forcejeando con un policía en un acto político en que el fue un militante.

El lecherito era un niño más. Él era diferente de todos los otros niños. Él guapeaba todas las mañanas colgado del pescante de la camioneta del reparto.

¿A quién ayudaría con su sueldo?

De tanto verlo, una vez que nos cruzamos en la vereda frente a la parroquia nos saludamos.

Su rostro era blanco, hermoso, y su gesto simpático y afable cuando me devolvió el saludo. Su sonrisa se quedó en el tiempo, en el tiempo de mi memoria.

En las mañanas de un claro abril me preparaba en el antepatio para ir al liceo. Con cielos límpidos me la lavaba en la canilla juntando agua en una palangana. En la vivienda que no tenía el lujo de un lavatorio, y de apenas una lluvia de agua juntada en tarro que se abría para que saliera en lluvia tirando de una piola.

A esa hora en que era feliz preparándome para ir al liceo por la calle pasaba, veloz, la camioneta. No pasaban en esos tiempos muchos autos, antes que las calles se infectaran de vehículos.

El sol brillaba y el silencio se sentía entre las copas de las acacias.

El ruido del motor viejo de la camioneta en que venía el lecherito se sentía de lejos, lo reconocía.

El ruido de la camioneta cortando el silencio con el estruendo de un choque. En la esquina de Torricelli y Pozzolo.

Corrí con curiosidad malsana. Había ocurrido una catástrofe y quería verla. Era el mal de otros.

Llegué a la esquina donde mi amigo italiano el almacenero Mario Dal Pozzo se movía agitado, desolado, él que me contaba historias de la guerra, de la segunda, en los años en que nosotros éramos felices y él contaba de niños despedazados por las bombas. —Quedó solo una bota contra la pared- contaba Mario, que al poco tiempo se fue al campo porque era más campesino que bolichero; y contaba cuando el choque: —El lechero decía: ¡Mi muchacho! ¡Mi muchacho!, y no entendían. El muchacho estaba aplastado, debajo de la camioneta volcada.

Y algunos, Mario y los que estaban en el bar de la otra esquina, levantaron con fuerzas desesperadas la camioneta y los casilleros.

El primer intento falló... Y otra vez los hombres desesperados levantaron el peso y sacaron al chico exánime a un costado.

El muchachito ya no estaba cuando llegué.

Más tarde llegó la noticia: —El lecherito se murió. Y con la noticia un detalle: ‑Ya le habían cortado un brazo.

Yo quedaba en la calle, en el barrio, bajo el sol radiante de abril, cuando el lecherito moría y me dejaba sus años por vivir.

Inconsciente seguía viviendo y su rostro, su sonrisa de niño inocente, guapo, trabajador, se quedó en mí.

Para contar su fin, de niño pobre, que aportaba un sueldo vaya uno a saber a quién, como otros tantos niños en la miseria del mundo.

El lecherito muerto fue mi niño. Sin saber su nombre.

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