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AL PIE DE LAS LETRAS

 Publicado: 01/04/2020

Marcado


Por Luis Do Santos


Lo primero que llega en oleadas es el olor dulzón ensopando el aire. Después, un enjambre de ceniza llueve desde las nubes, como una nieve negra y lenta que se desprende del cielo.

En el vaivén de la hamaca, cerré los ojos y respiré hondo, embriagándome con ese aroma a primitiva melaza, como hacemos todos en el pueblo cuando el tiempo nos anuncia los primeros incendios de la zafra. Mi abuela solía decir que esos bichitos sin luz desprendidos de la quema, eran los demonios de la caña purificados por el fuego, que ahora volvían a dormir en el viento.

La hamaca construida con piola trenzada y una tabla de chalana vieja colgaba de una  rama grande del níspero, en el costado izquierdo de la casa de los Barrientos. Pintada de un rojo furioso, tenía nudos en los brazos, volaba sobre el pedregullo como una insólita mariposa, y esa tarde huérfana de nubes era toda mía.

Había trinos de pájaros entre los árboles y el ladrido asmático de un perro raspaba el silencio. Pero el mundo me pertenecía a esa hora en el patio de mis vecinos, a los cinco años, sin rastros todavía de cualquier ausencia, sin nada que presagiara aún los estragos del remordimiento, con la felicidad toda metida en la sonrisa, manos firmes aferradas a la cuerda y piernas estiradas impulsando aquel vuelo inolvidable. Esos días de sentir lo extraordinario, donde nada puede detener el aluvión de la alegría verdadera.

Al regreso de la hamaca, justo cuando volvía de las nubes, en esa sensación de vacío que siempre produce un nudo en las tripas, algo me frenó en seco, atajando el aire. Abrí los ojos. Era el brazo de mamá cortándome la aventura.

-  ¡Tené modo! - dijo bajito, sacudiéndome con rabia disimulada en los dientes, como si no quisiera ser oída por la procesión de vecinos que de pronto estaban invadiendo el patio.

Después me bajó contrariada, casi a empujones, alisó mi camisa blanca, que se había soltado en el balanceo, y me arrió de las solapas para que entrara a la casa pintada de celeste, que se veía extraña y ajena, envuelta en un murmullo agorero, con restos de humedad vieja bajo las ventanas.

Yo quise resistirme a entrar. Después de conquistar la tan codiciada hamaca no tenía intenciones de abandonar el juego. Pero no obtuve compasión. Enfundado en mis pantaloncitos de franela marrón, mis recién lustrados zapatos de ir a los cumpleaños, atravesamos a paso muy lento la puerta del frente. Lo primero que me extrañó fue ver al Verdún, el perro lanudo de mi amigo, echado cuan largo era bajo la mesa, con el hocico lánguido de los cachorros tristes. Estaba al tanto de la negativa implacable de don Barrientos y me parecía imposible que fuera desobedecido. Entramos a la sala donde sabía que iba a toparme con el comedor de cármica, las seis sillas de caño, el cristalero lleno de tazas, platillos y copas inalcanzables, la mecedora negra del abuelo. El aire en el interior ya era distinto. Impregnado de un olor mareador a flores arrancadas de cuajo. Yo visitaba diariamente esa casa desde que tenía memoria. Conocía cada rincón del comedor donde doña Mercedes nos preparaba tarde a tarde su merienda inolvidable. Pan con manteca casera batida a mano, en recipientes de vidrio, y leche tibia en tazones de orejas enormes, que también se usaban en invierno para servir la sopa.

El interior de la sala también se veía diferente. La mesa de cármica había sido movida hacia la izquierda, pegada a la pared, donde casi no llegaba la anémica luz de la lamparita. El cristalero lucía lleno de velas encendidas. Velas blanquecinas, anchas, de fuego desvalido y sin sangre. A la derecha ya no estaba la mecedora. En su lugar, un banco de hierro y madera ocupaba todo el largo de la pared, bajo la ventana de cortinas lilas. Sentadas una muy junto a la otra, envueltas en un abrazo invisible, reconocí a doña Mercedes y dos de sus hermanas, que se veían ahora mucho más viejas y ojerosas, fundidas en esa  tristeza mansa que deja en los rostros la lucha contra lo inevitable. Sus arrugas se habían acentuado tanto que al fondo de ellas me pareció verles los huesos.

En ese mismo instante que atravesábamos la puerta del frente, apareció desde la cocina grande, don Barrientos y su camisa a rayas fuera del pantalón, el rostro amable ahora también devastado, los ojos quebrados de llorar, sosteniendo un grito que había dejado hace rato de ser grito, para convertirse en gemido apretado, de caballo herido.

Mamá se sacudió en un estremecimiento repentino y me apretó los hombros con fuerza, llevándome muy cerca de su cuerpo.

Recién entonces reparé en la mesa de cármica. Ya no tenía el mantel floreado, ni la canasta de mimbre llena de frutas plásticas, que adornaban el centro como una ofrenda de belleza falsa y sin brillo. En su lugar habían colocado un cajón de madera lustrada, con dos argollas doradas colgando a los costados, lo único que llegaba ver a la altura de mis ojos de enano. Por entre las patas de la mesa observé las piernas temblorosas de don Barrientos muy cerca del ataúd, su voz herida a ras del silencio.

- Chiquito, mi chiquito.

Desde siempre han sido las palabras más desoladoras que escuché en mi vida. Palabras que se desprendían atrás de la garganta, en pedazos, como si una llaga le estuviera dejando el alma en carne viva. La culpa es un huevo de serpiente que a veces late en la espalda de los que se quedan. Para entonces yo no sabía que ese desgarro desconocido entre los huesos, ese pozo insondable, no es más que la marca indeleble del adiós verdadero. Mamá me subió con manos firmes más arriba de su pecho, sujetándome de la barriga.

- Despedite de tu amigo - dijo en un susurro bajito, suavizada por la ternura, mientras el aire saturado de incienso me estaba dejando flojo y sin piernas...

Cerré los ojos. Y todo mi mundo se llenó de aquel lamento herido del hombre roto hecho cenizas. Me encontré de pronto en un abismo desconocido y sin ventanas.

Sentí el contacto de mi cara con la dureza más fría y abrí los ojos.

Mis labios chocaron con la frente azulada. Los brazos me sostuvieron un instante eterno.

Ahí estaba mi amigo Javier. Mi compinche de vivir los días. El único hijo de Mercedes y don Barrientos. El Javier de las meriendas, las bolitas y los trompos. El Javier de mis cinco años.

Preso de las náuseas, ahogado ya por terrores que nunca se fueron, me colgué al cuello de mi madre, ocultándome entre la selva de su pelo negro. La sala se llenó de pronto con una procesión de vecinos, todos convertidos en siluetas sin nombre, desintegrándose lentamente, como un montón de hojarasca que se esfuma en el viento. Creo que nunca más pude detener aquel llanto. La muerte tiene eso de perro rabioso: cuando muerde marca y a veces te enferma para siempre. 

4 comentarios sobre “Marcado”

  1. Tremendo cuento. Nos mueve el piso de los sentimientos. Nos transporta a la forma en que veíamos el mundo con ojos de niños y nos deja repicando, como una campana de luto, el desahogo angustioso de don Barrientos diciendo: «Chiquito, mi chiquito».

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