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GENOCIDIO TUTSI

 Publicado: 01/04/2020

Veintiséis años


Por Andrés Vartabedian


“Los muertos fueron arrojados en fosas comunes; los cadáveres fueron apilados uno sobre otro en una profanación que eliminó toda singularidad, dignidad y sentido de la muerte. La dificultad de entender el genocidio yace en la imposibilidad de devolver a cada víctima la atención individual que se debe a todos los humanos en el momento de su muerte. Ya no podemos rescatar a cada una de las víctimas del anonimato de las fosas comunes. Solo la memoria de Dios podría, y solo si pudiéramos creer. Es difícil creer, porque tenemos una buena razón para no creer en nosotros mismos. Somos los que mecanizamos la muerte, los que creamos los instrumentos hornos crematorios, marchas de la muerte que violaron nuestro propio mandato de que a cada muerte humana debería dársele una significación”.

Michael Ignatieff - For most of it I have no words. Genocide. Landscape. Memory. (Prólogo)

 

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“(...) Todo hutu debería saber que todo tutsi es deshonesto en los negocios. Su único objetivo es la supremacía de su grupo étnico (...) Toda posición estratégica, política, administrativa, económica, militar y de seguridad debe confiársele a los hutus. El sector educativo (escolares, estudiantes, docentes) debe ser mayoritariamente hutu. Las Fuerzas Armadas de Ruanda serán exclusivamente hutu. (...) Los hutus deben dejar de mostrar piedad hacia los tutsis. (...) Los hutus deben ser firmes y vigilantes contra su común enemigo tutsi (...)”. (POWER, 2005: 417)

Estas palabras son solo una parte de lo que se conoce como los “Diez Mandamientos del Hutu”, aparecidos en la revista bimensual Kangura (¡Despertad!) que surgiera a principios de los años 90 aprovechando una apertura a los medios que propició el gobierno del presidente Juvénal Habyarimana en Ruanda. Esta apertura acompañaba el decreto que ponía fin al monopartidismo en aquel país africano de la zona de los Grandes Lagos -este de África-; decreto que buscaba integrar a la arena política a los opositores del régimen, tanto a quienes presentaban una ascendencia tutsi como a aquellos hutus moderados, que no eran precisamente los grupos que sostenían al Jefe de Estado.

Esa incorporación de la oposición a todos los aspectos de la vida pública, intentando democratizar el país y lograr una mayor y mejor convivencia entre ambos grupos étnicos, no contó con el respaldo de los grupos extremistas, quienes intentaron socavar las bases de todo posible acuerdo. De todos modos, utilizaron ese clima aperturista para crear la Radio Televisión Libre de las Mil Colinas (RTLM), que se encargó de fomentar el odio y la segregación hacia la población de origen tutsi en la etapa previa al genocidio y tuvo un rol muy activo, de arenga y directa colaboración con los asesinos, durante el desarrollo del mismo.

 

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Sin embargo, a pesar de la denominación de “grupos étnicos” utilizada por las partes, y que hemos empleado aquí, debemos dejar constancia de que la etnicidad es un concepto que viene siendo cuestionado, y la propia historia de Ruanda es aún objeto de investigaciones. Las teorías más recientes concuerdan en que tanto hutus como tutsis son de origen bantú y que sus diferencias se estructuraron en torno a sus formas socio-económicas de organización mucho más que a orígenes étnicos diversos. Esta última idea fue producto de una construcción historiográfica occidental, desarrollada luego de la colonización europea del siglo XIX, que se basaba en criterios racistas y en la concepción feudal de las sociedades. Los poderes que dominaron esta región, primero alemán, luego belga, sostuvieron, profundizaron y se beneficiaron de esta elaboración ideológica.

Es así que desarrollaron mitos que hablaban de estructuras de linaje ancestrales, “bases naturales” de los pueblos que allí cohabitaban, con el corolario que daría la antropología sosteniendo las diferencias en “razas” a partir de datos como el color de la piel, su cabello, la altura de los individuos o la forma de sus cráneos. En ese contexto, surge la “tesis camita”, por la que los tutsis -africanos “no negros”, por su tez más clara que la de los hutus- habrían venido de Egipto o Etiopía y habrían avasallado a los bantúes originarios de la región -hutus- y al grupo twa -pigmeos- (estos representan el 1% de la población de Ruanda).

Estas teorías, con las que fueron educadas las elites locales, se consideraron verdades históricas, fueron internalizadas por aquellas y posteriormente utilizadas para detentar el poder y acceder a formas de vida europeizadas. Al momento del proceso de descolonización y de la independencia de la región (Ruanda-Urundi era un solo territorio bajo administración belga luego de la Primera Guerra Mundial; territorio que equivalía al de los reinos de Ruanda y Burundi que habían sido anexionados por el Imperio Alemán en el siglo XIX), aparecieron los intereses políticos de los grupos que disputaban el poder de los nuevos Estados creados y el cóctel se transformó en explosivo. Ruanda y Burundi se conviritieron oficialmente en Estados independientes el 1° de julio de 1962.

 

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Ambas repúblicas se desarrollaron en paralelo, y sus historias están estrechamente vinculadas, actuando en muchas ocasiones como reversos de una misma moneda. (Como dato adicional digamos que, dada la artificialidad con la que los poderes europeos trazaron los límites políticos en África, la mayoría de los conflictos tienden a regionalizarse). En Burundi el poder fue detentado principalmente por la minoría tutsi, mientras que en Ruanda fueron los hutus quienes estuvieron al mando. Desde fines de los años 50 los discursos de odio se incrementaron notoriamente, estallando en un ciclo de masacres casi permanente con posterioridad a sus independencias. Algo desconocido, en magnitud y escala, en pueblos que habitaban la mismas ciudades y colinas, hablaban el mismo idioma, profesaban la misma religión -mayoritariamente católica- y compartían rasgos culturales desde hacía siglos.

Sin embargo, todo lo perjudicial que tuvo la construcción social basada en etnias se dejó ver especialmente luego de la descolonización. Agreguemos que las propias administraciones europeas previas, que habían focalizado la construcción de una elite tutsi como aliada, basada en las concepciones racistas de que estos eran más “inteligentes” o que poseían un “mayor sentido de mando”, varió a mediados del siglo XX y, con el apoyo de la Iglesia Católica, generó una contra elite hutu, llegando incluso a asociar al grupo tutsi -ya en plena Guerra Fría- al bolchevismo, para desacreditarlo.

De ahí en adelante, comenzaron a operar las oposiciones simplificadoras que hicieron sentir a los grupos de origen hutu la necesidad de poner fin a la “dominación tutsi”, que había monopolizado -ciertamente- el poder político, y generaron la idea de expropiación de ese poder de manos de los “colonizadores” tutsis. Ellos, hutus, bantúes, originarios del lugar, habían sido víctimas del feudalismo tutsi, invasor. Había que derrocar a los “señores”, esos ganaderos que llegaron con sus vacas a dominar a los pacíficos agricultores. Se impuso el “ellos” -minoría arrogante de tez clara- versus el “nosotros” -mayoría negra, hasta ahora sumisa, con derechos hereditarios sobre la región-. La violencia se tornó constante. Los sectores radicalizados buscaron, a través de ese discurso, obtener los privilegios del dominio gubernamental y, luego, conservarlos a toda costa. Las nuevas elites dominaron a la población -mayoritariamente campesina- basada en los estereotipos coloniales. Los documentos de identidad reforzaron las diferencias -legado belga- dejando especificado en ellos la pertenencia a la etnia hutu, tutsi o twa. Al momento del genocidio, esto se transformó en un pasaporte inmediato a la muerte.

En 1957, una minoría de hutus “educados” y cercanos a la Iglesia Católica redactaron la “Nota sobre el aspecto social de la cuestión racial indígena”, la que se conoció como el “Manifiesto de los Hutus”. La propia administración belga sostuvo la voluntad de emancipación y colaboró en la revolución que se efectuó entre 1959 y 1960. Ello devino en la supresión de la monarquía y la estructura de administración tutsi. El Parmehutu (Partido del Movimiento de Emancipación Hutu) ganó las elecciones en 1961. La emigración tutsi se convirtió en un hecho, lo mismo que el inicio de incursiones armadas a territorio ruandés por parte de esos refugiados.

Entre 1963 y 1964, luego de una de esas incursiones, ya se produjeron unas 10.000 muertes de individuos de origen tutsi por parte del gobierno de Ruanda liderado por hutus. Miles emigraron a Burundi, Congo, y principalmente Uganda. Desde allí provino el Frente Patriótico Ruandés (FPR), surgido en 1987, a intentar derrocar al gobierno de Habyarimana en 1990, integrado por la generación nacida en el exilio, descendiente de la perseguida en aquella oportunidad y que reclamaba su derecho al retorno. Los tutsis se transformaron así en los primeros refugiados del África negra independiente.

 

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Mientras tanto, en Burundi, se produjo un fenómeno inverso: grupos hutus intentaron derrocar al gobierno integrado principalmente por tutsis. Ante el temor de perder sus privilegios, también se sucedieron las masacres y las migraciones. Intentos de golpes de Estado se dejaron crecer para luego reprimirlos con fuerza. En 1972, por ejemplo, entre 80.000 y 100.000 fueron los muertos de origen hutu en cuatro meses de furibunda represión al intento golpista que, apoyado por congoleños, buscaron derrocar el régimen establecido. 200.000 personas -hutus- se refugiaron en Ruanda, Zaire y Tanzania. Por una generación más, al menos, la minoría tutsi se aseguró el control del aparato estatal. 1988 y 1991 volvieron a presentar decenas de miles de asesinatos dentro de la mayoría hutu (más del 80% de la población, tanto en Burundi como en Ruanda).

En uno y otro país se intentó, circunstancialmente, generar períodos de diálogo y convivencia en las esferas gubernamentales, terminando con la discriminación en la función pública, por ejemplo. Pero las facciones extremistas se opusieron una y otra vez y el integrismo étnico tiñó las calles de violencia, nuevamente. Estas fluctuaciones se dieron a lo largo de los años 80, paralelamente al crecimiento de la economía y su posterior deterioro a fines de esa década. Para ese entonces, entre 600.000 y 700.000 eran los ruandeses en el exilio.

 

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El 1°de octubre de 1990 comenzó el ataque del FPR desde Uganda con miras a la toma del poder en Ruanda, con la consiguiente guerra civil que esto provocó. Esa amenaza exterior se utilizó, una vez más, como chivo expiatorio para reprimir a la población interior de origen tutsi y sirvió para afirmar la autoridad una vez más. En Burundi, por su parte, se asesinó al presidente electo en 1993 por parte de militares tutsis subalternos, por lo que la represión se volvió a sentir y 100.000 tutsis fueron asesinados en el norte, este y centro del país. Este hecho fue considerado posteriormente el banco de pruebas del genocidio que se iniciaría en Ruanda en abril del año siguiente. La RTLM, desde sus emisiones en Kigali, alentaba la matanza de tutsis y hutus moderados, de todos aquellos que no pertenecieran al Frodebu (Frente Democrático Burundés). En octubre de 1993, un nuevo intento de golpe de Estado fue abortado y Cyprien Ntaryamira se confirmó como nuevo presidente de Burundi.

Por su parte, en Ruanda, el FPR logró ciertos avances y el presidente Habyarimana -como dijimos al comienzo-, obligado por las circunstancias, y con la presión de la potencia que tutelaba la región desde fines de los años 80 -Francia-, firmó los Acuerdos de Arusha -en Tanzania- con el grupo rebelde. Esto sucedió el 4 de agosto de 1993. Los acuerdos preveían la instalación de un gobierno de transición y el despliegue de una fuerza internacional, la MINUAR (Misión de las Naciones Unidas para la Asistencia en Ruanda).

La MINUAR logró instalarse, pero el proceso de democratización fue minado por los más radicales; entre los que se encontraba la propia esposa del presidente Habyarimana, quien reivindicaba la purificación étnica y lideraba un aparato represivo organizando milicias desde el propio gobierno. Dichas milicias recibieron entrenamiento por parte de militares franceses en el marco de la cooperación que operaba entre ambos países. Ante un informe de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU que dio cuenta de ello es que Francia flexibilizó su posición y decidió apoyar el proceso de paz de Arusha junto a las Iglesias, la OUA (Organización de la Unidad Africana) y los Estados Unidos.

De todos modos, la radicalización continuó creciendo. El 23 de octubre de 1993 se realizó la primera reunión pública del llamado “Hutu Power” en Kigali, la agrupación política que reunía a los más intransigentes entre la población hutu del país. La consigna era la “limpieza”, eliminar a los inyenzis (cucarachas) tutsis. Algunos datos dan cuenta de la preparación del terreno: entre enero de 1993 y marzo de 1994, llegaron a Ruanda 581.000 machetes -el doble de lo que era habitual en las importaciones de dicho instrumento agrícola-, se repartieron 85 toneladas de municiones -muchas granadas, por ejemplo- y hubo un gran crecimiento en la importación de radios portátiles y pilas. En 1992 el MNRD (Movimiento Republicano Nacional para la Democracia y el Desarrollo) creó la milicia interahamwe (“los que están juntos”) y la CDR (Coalición para la Defensa de la República) la milicia impuzamugambis (“los que tiene el mismo objetivo”) entre los jóvenes, los refugiados y los desocupados, fundamentalmente. Dichas milicias paramilitares fueron puestas, por los responsables políticos, bajo el mando militar.

 

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Es así que se llegó al 6 de abril de 1994, día en el que un misil -aun hoy no se ha determinado de dónde provino- derribó al avión que transportaba a los presidentes de Ruanda y Burundi, Habyarimana y Ntaryamira. A partir de ese momento, los hechos devinieron en una de las escaladas de violencia más radicales que conoce la historia. Alrededor de 800.000 tutsis -también hutus moderados- fueron asesinados en unos 100 días.

El 7 de abril fue el turno de la primer ministro -de origen hutu-, quien era la sucesora del presidente en el gobierno y, junto a ella, se asesinó y mutiló a diez cascos azules belgas de la MINUAR, que la protegían. Los opositores políticos hutus y los intelectuales tutsis siguieron en la lista -listas confeccionadas con suficiente antelación-, para luego continuar indiscriminadamente con toda la población tutsi a la que se pudo dar -literalmente- caza. Las milicias -mayoritariamente los interahamwe- se pusieron en funcionamiento inmediatamente y, dado que estos eran unos pocos miles, se apeló a la población toda. La Radio de las Mil Colinas los incitó a sumarse, alentó, otorgó instrucciones precisas, presionó al ejército para el rápido reparto de armas, y hasta drogas, para realizar el “trabajo” -como lo llamaban-, e incluso reprendió al aire a quienes se dedicaban a saquear más que a matar.

La imagen de jóvenes hutus con el machete en una mano y una radio en la otra se convirtió en un cliché del genocidio en Ruanda, si bien estuvo lejos de ser la única realidad. Ante la anarquía instalada, la violencia fue ilimitada, al igual que sus formas. No hubo excepciones ni siquiera en orfelinatos, hospitales ni iglesias. Desde el rifle hasta el quemado vivo, todo fue utilizado como recurso asesino, pasando por los distintos utensilios propios del trabajo de la tierra: picos, azadas, etcétera. El musa, especie de garrote enorme con puntas de clavos también fue un arma habitual. La violación de las mujeres se transformó en moneda corriente y en otro elemento asesino, tanto físico como psíquico y cultural. Se estima que se abusó sexualmente de unas 250.000 mujeres durante ese período.

El mundo asistió en directo al desarrollo del genocidio, a través de la propia televisión, y poco hizo para impedirlo. Es más, ante el horror vivido por miembros de la fuerza de paz de la ONU allí instalada, los países europeos y Estados Unidos buscaron alejarse inmediatamente de la zona llevándose a todos sus ciudadanos y funcionarios y, al contrario de lo solicitado por el General Roméo Dallaire -canadiense al frente de la UNAMIR-, quien reclamó una ampliación inmediata de la misión y el envío de tropas, la ONU decidió reducirla, ante las presiones de algunos de los miembros de su Consejo de Seguridad. Solo una fuerza francesa llegó a la zona, con un mandato de dos meses previsto por la ONU, para instalar una zona de seguridad en la región suroeste del país y así resguardar a los refugiados que huían hacia Zaire. Para la mayoría ya era tarde.

Para desarrollar una resistencia al acontecimiento, se lo inserta inmediatamente en las representaciones occidentales de África, que siempre consisten en calamidades naturales y sociales: sequía, hambre, sida, guerras étnicas, etc. La tonalidad dominante es, por consiguiente, la de la fatalidad”. (SÉMELIN, 2013: 167) Esto se aplicó tanto para los responsables políticos como para los periodistas.

Fue el Frente Patriótico Ruandés el que, en definitiva, con sus victorias, puso fin al genocidio a mediados de julio de 1994. Pero ellos también habían cometido atropellos varios -se habla de entre 25.000 y 100.000 hutus asesinados en las represalias-, por lo que la convivencia no fue fácil de lograr. Ahora fueron los hutus los que escaparon y conformaron campos de refugiados ante el temor de la revancha y ante la violencia ya constatada. Su retorno fue lento, al igual que la recuperación de un país devastado, con la explotación de la tierra abandonada, y semi vaciado de su población. Hubo 2.000.000 de refugiados en los países limítrofes.

 

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El nuevo gobierno ruandés se instaló basado en acuerdos de los partidos opositores al régimen de Habyarimana preexistentes al conflicto, intentando la convivencia pacífica y la coparticipación en el poder. Algo que hasta hoy se discute como logro, aludiendo que la preeminencia tutsi es notoria. La justicia buscó sus formas entre la tradición y la modernidad. Es así que aparecieron las cortes Gacaca y el Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR).

El TPIR completó su actuación el 31 de diciembre de 2015. Establecido por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas en noviembre de 1994, con base en Arusha, Tanzania, con la finalidad de “perseguir a los responsables de genocidio, y otras violaciones graves del derecho humanitario internacional, cometidas en territorio ruandés, y en los Estados limítrofes, entre el 1° de enero de 1993 y el 31 de diciembre de 1994”, el mismo condenó a 61 mandos militares, gobernantes y empresarios, además de religiosos, milicianos y responsables de medios de comunicación, habiendo escuchado el testimonio de 3.000 testigos de lo atroz. 14 personas fueron absueltas, 10 casos fueron transferidos a juzgados ruandeses y 3 fallecieron antes o durante el proceso. Además, hay 3 individuos fugitivos.

Entre sus hitos se hallan: haber sido responsable de la primera condena por genocidio de la historia, en 1998 -con la sentencia de Jean Paul Akayesu, exalcalde de la ciudad ruandesa de Taba-, cuarenta años después de la firma de la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio; haber sentado el precedente jurídico de considerar la violencia sexual como acto genocida; condenar por primera vez a una mujer por genocidio -en 2011-, la antigua Ministra de Familia, responsable de haber organizado el secuestro y la violación de mujeres y niñas de origen tutsi; sentenciar a un Jefe de Gobierno -el primer ministro Jean Kambanda- por este crimen específico también de forma inaugural.

Las cortes Gacaca son un sistema de justicia participativa comunal centenario que, a través del servicio de ciudadanos confiables que han hecho las veces de “jueces”, ha llevado adelante procesos a gran escala en los que se intentó la condena de los responsables pero también la reconciliación entre las partes a partir de la asunción de la falta frente a la comunidad y el pedido de perdón. Fue un mecanismo buscado para acelerar los juicios a los acusados -más de 100.000-, establecer la verdad de los hechos, combatiendo así la impunidad y tratando de garantizar una mejor convivencia entre víctimas y victimarios -muchos volverían a ser vecinos-, apelando, además, a un sistema propiamente ruandés de justicia, basado en la costumbre. Han sido más de 10.000 los condenados por este procedimiento.

De todos modos, hay quienes apuntan importantes reparos sobre las formas de reconstrucción de la sociedad ruandesa, señalando el control tutsi del gobierno y los medios de comunicación y cierta discriminación a la población de origen hutu; los organismos de derechos humanos han criticado la falta de sanción a muchos de los abusos cometidos por el FPR; se han señalado muchos de los vicios que puede comportar la Gacaca -intimidación de acusados, corrupción, falta de formación en los “jueces” y de reales garantías legales para los procesados-. Para algunos es el precio de cierta paz y estabilidad logradas desde 1994.

Existen muchos programas que trabajan sobre la memoria de lo ocurrido en las nuevas generaciones y los memoriales se extienden por todo el país. Sin embargo, en el pequeño territorio, de unos 26.338 km², cuya economía todavía se basa en herencias coloniales como la producción de café, y donde se concentran poco más de 12.000.000 de habitantes -el Estado africano más densamente poblado-, la reconciliación es aun una tarea, y una necesidad, cotidiana.

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