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EN CARTEL

 Publicado: 01/03/2023

Dos europeas de las importantes


Por Andrés Vartabedian


El triángulo de la tristeza[1]

Podríamos definir el último filme de Ruben Östlund (Gotemburgo, Suecia, 1974) como una cruda sátira, con mucho de ensayo, sobre el mundo y, por ende, el capitalismo que habitamos y, más ampliamente, sobre la condición humana.

Dividida en tres capítulos: “Carl y Yaya”, “El yate” y “La isla” (¿triángulo?), Östlund construye con meticulosidad una comedia absolutamente sardónica que ataca por distintos frentes -tal vez demasiados para poder abordarlos todos con la misma calidad- a nuestra sociedad contemporánea y a nuestra propia existencia como especie, si se quiere. Abarca desde los discursos políticamente correctos que nos han invadido -meros discursos- hasta nuestro ser salvaje, esencialmente egoísta y mezquino, pasando por los roles de género y la brecha siempre creciente entre los ricos cada vez más ricos y el resto de los mortales, entre otras cosas. Incluso habla de clases sociales, aunque para muchos resulte demodé.

Lo hace a través de una serie de personajes estrambóticos, desmesurados, absurdos, ridículos, graciosos, queribles, frágiles... poco sensibles, poco empáticos... en buena medida, cargados de soledad... que se reúnen, sin conocerse, en un crucero de súper lujo durante algunos pocos días y que, en determinado momento, se ven afectados por el naufragio. Un naufragio concreto que será también metáfora de varios otros que nos afectan como humanos.

El preámbulo a ese encuentro, viaje y posterior naufragio, es la presentación de la relación entre Yaya (Charlbi Dean) y Carl (Harris Dickinson), una pareja con muchas cuestiones a resolver, algunas de ellas vinculadas al patriarcado y su cuestionamiento o al feminismo y su verdadero sentido, y otras más mezquinas, relacionadas a la utilidad que pueden proveerse el uno al otro. Ambos son modelos e influencers, le sacan rédito a su juventud y su belleza, y la ecuación se plantea en términos de beneficios económicos, suma de “seguidores”, aprovechamiento de su imagen... Es así que llegan hasta ese crucero para mega millonarios, como parte de un canje promocional; ellos, que discuten por saber a quién le corresponde pagar la cena y cuyas tarjetas de crédito no cuentan con saldo suficiente para afrontar gastos de mediano porte. Todo esto relatado desde un lugar de criticidad y sarcasmo que logra que Östlund pueda burlarse tanto de sus personajes y los tipos que representan, como de nosotros, pasivos consumidores y espectadores de vidas ajenas, tanto, en la oportunidad, desde la sala de cine, como desde nuestra cotidiana utilización de redes sociales.

Abordado el lujoso yate, Carl y Yaya conocerán a una serie de hipermillonarios con diversas manías y caprichos, como no podía ser de otra manera, y a una tripulación adiestrada para complacerlos. El “No” será una palabra casi prohibida.

El único que asoma reticente a dicha genuflexa tarea es el capitán del barco (un descollante Woody Harrelson), quien rehúye el contacto con los pasajeros escondiéndose en su camarote y sumergiéndose en el alcohol. Quizá su condición de “americano” de izquierda tenga que ver con ese alejamiento. Alejamiento que se mantendrá hasta que deba cumplir con una de las instancias obligatorias del crucero: “la cena con el capitán”. Dicho acontecimiento se transformará en el clímax de esa travesía y, por qué no, de todo el filme, ya que se dará en un contexto de tormenta en altamar, lo que, mezclado con la variedad de platos servidos y el abundante alcohol consumido, provocará indigestiones individuales y colectivas y catástrofes de diversa índole. Llegando a una literalidad casi extrema, la mierda -sí, la mierda- terminará tapándonos a todos.

He aquí el momento más desopilante de este Triángulo de la tristeza, que se desarrollará paralelamente -factor clave en la construcción de esta secuencia- a una de las charlas/discusiones/intercambios más irreverentes, e inocentes a la vez, que haya dado el cine en los últimos tiempos: la que protagonizan, justamente, el alcohólico capitán -yanqui, pero defensor del comunismo- con el oligarca ruso Dimitry -por oposición, defensor acérrimo del capitalismo-, un magnate de los fertilizantes (o “la mierda”, como él llama a su producto estrella) que comenzara a desarrollar su fortuna durante la ya extinta era soviética. Citas teóricas y referencias a sucesos concretos del mundo se mezclarán de forma por demás contundente y acertada, dando lugar a una calesita in crescendo de carcajadas y reflexiones, reflexiones y carcajadas.

El tercer capítulo del filme aplacará el tono caótico con el que se cierra el segmento anterior y apuntará más al cuestionamiento de la condición humana en su sentido más primigenio. Los roles sociales que ocupaban nuestros personajes hasta el momento variarán sustancialmente, la fragilidad de los vínculos que sostenemos se hará carne, el poder incorporará nuevos componentes y hará que las manos que lo portan sean otras... Sin embargo, nuestras miserias más hondas seguirán siendo las mismas; estas trascienden a las del capitalismo salvaje; nuestra redención como especie continuará siendo un horizonte utópico. La película se hace larga.

Östlund fluctúa entre lo elegante y sutil y la brocha gorda y lo escatológico. Pasa, sin tapujos ni rubores, del bisturí a la cuchilla desafilada, de la bijouterie más ramplona a la joyería más fina... Surfea con éxito tanto el feminismo como el patriarcado, puede parecer elitista y demagógo -o populista- a la vez. Es difícil de aprehender, aunque podamos leerlo, mayoritariamente, como a un burgués divertido, ácido y de pensamiento “progre”, de pretensión iconoclasta. Socialdemócrata, por supuesto. Y soberbio.

* * * * *

El triángulo de la tristeza es una formación de la piel que se produce en nuestro rostro, a la altura en que nuestra frente se ubica entre nuestros ojos y que indica, como signo, la emoción referida. Precisamente por ello es que solo podemos verla mirándonos en un espejo.

 

Alcarrás[2]

Desde sus locaciones hasta su empleo de actores no profesionales, pasando por el argot propio de la región y la tarea retratada, este es un filme que desborda verosimilitud y búsqueda de autenticidad. Se trasmite desde la pantalla, se percibe, se siente desde la butaca. Denota paciencia en su elaboración y un abordaje a partir de un interés real por la materia de la que está compuesta. Carla Simón (Barcelona, 1986) es su responsable mayor.

Una familia catalana del medio rural -del pueblo de Alcarrás, precisamente-, con el “jefe” de familia (aquí no existe la corrección política de mis comillas ni se busca “lavar” los roles de género tradicionales, sino, simplemente, reflejarlos tal como se han concebido hasta el momento) como principal abanderado en tal sentido, intentará resistir los embates de lo que se suele denominar modernización y progreso. El campo en el que trabajan los Solé produciendo duraznos/melocotones, a partir del que se sostiene todo el grupo familiar -más la hermana de aquel hombre, su marido y sus hijos-, les será arrebatado; este será el último verano allí, la última cosecha. La cesión del terreno en el que viven y laboran desde hace cuatro generaciones, había sido producto de un acuerdo de palabra entre los abuelos de los actuales responsables, por lo que, muerto uno de ellos y sin papeles a la vista, el nieto empresario del fallecido, ha decidido transformar todo aquel entorno natural. Lo único que les quedará a los afectados será la casa en la que viven. El resto, probablemente, se transforme en una enorme “granja” de paneles solares.

Aquel arreglo honorable entre los Pinyol y los Solé se había dado, en el marco de la Guerra Civil Española, como forma de agradecimiento de los primeros, dueños de aquellos terrenos, tras haber sido escondidos y, por ende, salvados por los Solé de los republicanos que buscaban “ajusticiarlos”. Sin decir más que esto, sin atribuir editorialmente grados de maldad ni de bondad a ninguna de las partes, ni hablar de justicias o injusticias, Carla Simón nos deja entrever, nos permite reflexionar en torno a, mundos que perecen y mundos que nacen, valores que cambian, vínculos basados en nuevas propiedades (valga el juego de significados); también nos dice sobre pervivencias históricas, herencias, concentración de la riqueza, sobre clases sociales y medios de producción...

En este marco, el filme puede leerse como un lamento por lo que ya no será. La oposición entre formas tradicionales de producción y formas más industrializadas, tecnologizadas, en las que el factor humano, y su propia presencia en la tierra, se desdibuja, está teñida de frustración y melancolía. El alejamiento del medio rural y, por tanto, del terruño, que el nuevo modo de producción implica, nos aleja de la propia naturaleza, tornándola casi ajena, desafiando nuestros lazos y compromiso con ella. Los niños aprenderán a jugar nuevos juegos, cantarán y se ensuciarán menos, recibirán menos sol, posiblemente incrementen temores y ansiedades... Llueve.

A pesar de que el proceso resulta irrefrenable, Quimet (Jordi Pujol Dolcet), el jefe de familia, cual héroe trágico, hará todo lo que esté a su alcance para impedir o, al menos, postergar la desgracia. Esto lo llevará a cometer errores de diversa índole, incluso con los suyos. Tomarse a golpes de puño con su cuñado, quien cree conveniente, por simple necesidad material y oportunidad, “pasarse al otro bando”, no impedirá la imposición de los cambios. Tampoco echar en cara a su padre la confianza depositada en la palabra dada. Sin malicia alguna, con sus herramientas, muchas veces desde su simple brutalidad y hosquedad, hará lo que pueda por defender su lugar en el mundo; se resistirá, frente a propios y extraños, desde lo que sabe hacer, intentará disfrazar su frustración trabajando más que nadie, incluso a costa de su salud física. Asumir lo inevitable no es opción. Simón logrará que nosotros lo intentemos con él y su familia. Su esposa e hijos tendrán cosas para decir y, más que decir, mostrar y enseñar en materia de dignidad. Incluso su hijo, habitualmente subestimado por él, le indicará un camino alternativo en esa lucha. Afortunadamente, a pesar de sus resistencias y reticencias, logrará divisarlo. La dignidad no es algo que se pierda por la fatalidad de la derrota. Es más, sostenerla es la única forma de sobrevivir fortalecido para iniciar un nuevo camino.

A pesar de lo señalado, no debe confundirse a Alcarrás con un filme centrado en el individuo. Justamente lo contrario: Alcarrás habla de familias, de gremios, de comunidades, de proyectos colectivos, y de la afectación que sufren estos en una sociedad individualizante, despersonalizante, que intenta atomizar nuestras fuerzas. Alcarrás es un filme coral, y en esa composición de protagonista plural, cada uno recibe su atención y su destaque, todos poseen su voz: desde el gruñón de Quimet y su fuerte y zurcidora esposa, hasta los alegres y locuaces niños, pasando por el paciente abuelo, quien comprende perfectamente la importancia de esos nuevos eslabones en la cadena de la memoria y comienza a forjarlos sabiamente.

El tono documental que comporta Alcarrás comprende una composición sumamente compleja. Evitar los subrayados discursivos y el juicio hacia sus personajes resalta, aún más, su valor netamente cinematográfico. Quizá falle en sostener su tensión dramática y hacerla crecer lo suficiente; sin embargo, a Alcarrás le sobra naturalidad, sencillez, belleza, sensibilidad, humanidad... Le sobra ternura por el hombre y preocupación por su destino colectivo. Más que suficiente; Alcarrás es una película soleada.

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