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ESTUDIOS SOBRE IDA VITALE

 Publicado: 01/03/2023

Carne del honor


Por Lucía Delbene Azanza


Fui invitada por la Asociación de Profesores de Literatura (APLU) a participar del coloquio sobre Ida Vitale, “Abrir palabra por palabra el páramo”, en calidad de creadora. La consigna de la mesa de poetas que cerraba el evento, según me escribió la Asociación, establecía que investigáramos la conexión de nuestra obra -si es que había alguna- con la de la celebrada autora. Escribo esta “relación” después de acontecida la jornada, y me agrada el nombre de este género que usaban los cronistas de Indias para informar a la corona sobre las tierras conquistadas para contar una experiencia que, por inefable, buscaba un nuevo lenguaje. La perspectiva temporal que los profesores de literatura llamaríamos de analéptica, cambia completamente el relato del evento, que espero se vea enriquecido por la orografía de la vivencia.

En las semanas previas estuve reflexionando si había algo que unía a mi escritura con la de Ida Vitale y, en efecto, había. En el año 2013 comencé a realizar la maestría en Literatura Latinoamericana impartida por la Universidad de la República, título que me llevó bastante tiempo obtener, en tanto tuve que distribuir los tiempos de estudio, de trabajo, familia y vida pública sobre un vertiginoso cordón de equilibrista que debía dirimir entre la “formación permanente”, fundamental en la vida de los docentes y la vorágine de las exigencias mencionadas para una profesional latinoamericana y mujer. Finalmente, en el invierno de 2020, en plena pandemia, defendí la tesis en formato virtual y pude cerrar el ciclo de la maestría, acontecimiento que dejó a mis dedos sin una uña viva. Esta se intituló La constelación crítica en la poesía uruguaya 1960-1980 y estudió un conjunto de poetas que, durante la producción de este periodo, utilizaron la modalidad “crítica”, que definí como aquella poética que discurre acerca del sentido de la poesía en el mundo moderno, el oficio del poeta en su contexto social, y reflexiona sobre el lenguaje como modo teleológico de realización del arte literario, cuya materia prima es la palabra. 

Vitale llegó cuando comenzaba la mesa de poetas y se sentó en primera fila de la Vaz Ferreira de la Biblioteca Nacional, bonita sala nueva con un fondo de libros bosquejados en sus contornos. Habíamos sido convidados a la misma Regina Ramos, Luis Bravo, Gerardo Ferreira, poetas y docentes, y era moderada por Pablo Silva Olazábal, periodista cultural y escritor. La homenajeada vestía una blusa blanca cuyo cuello sobresalía sobre el escote en V de un saco verde inglés sobre el que pendía un collar de cuentas también blancas; como era un octubre frío, la cubría un bléiser oscuro. Su pelo corto y canoso le daba un aspecto de dama decidida, confirmado por el andar ágil de un cuerpo delgado. Los ojos azules aún brillaban como los de una joven y no usó lentes para leer, pensé en que tal vez hubiese sido la más bonita de las poetas del cuarenta y cinco, aunque por suerte, estas enormes mujeres nuestras construyeron su mito mucho más allá del areté legado por el patriarcado occidental a las mujeres: “Yo me jacto de no serle inferior ni en el cuerpo ni en el aspecto, que no pueden las mortales competir con las diosas ni por su cuerpo ni por su belleza”,[1] es el alarde que la ofendida Calipso le dice a Odiseo luego de que las deidades hubieran decidido la partida del héroe de la isla de la ninfa. Por suerte, las diosas contemporáneas ya no se miden por su incomparable hermosura, porque allí sentada en primera fila, Vitale llevaba el aura de la poeta laureada, el aura del Cervantes, del 45, la última de las grandes deidades, y eso imprimía en ella un resplandor hipnótico hacia el cual iban las cámaras de los celulares de los escasos profesores que nos acompañaron en la Biblioteca Nacional. Nadie esperaba que tuviera ganas de leer, pero su enorme vitalidad manifiesta en la semántica de su estirpe, hizo que cuando la mesa acabara su intervención, pidiera integrarla para leer de su último libro: Tiempo sin claves. 

La tesis intentaba demostrar que a lo largo del veinteño que iba de 1960 a 1980 se había producido en nuestro país una poética que acercaba estéticamente a autores/as pertenecientes a distintas generaciones, conformando la mencionada constelación. Es más, cuestionaba la pertinencia de la categoría de “generación” en el abordaje a las cuestiones literarias, algo que la misma Vitale había hecho en una de las múltiples entrevistas realizadas por la prensa con motivo del premio y su retorno definitivo al Uruguay, luego de residir mucho tiempo en Estados Unidos junto a su esposo, el también poeta Enrique Fierro, fallecido en 2016. Esta idea, que parece imponerse hoy día en los críticos más jóvenes, causó el horrorizado vade retro de una parte del tribunal de la Universidad que demostró la rigidez de la Academia a la hora de las innovaciones teóricas, revelando también que un poeta suele ser más flexible cuando del tratamiento y la reflexión sobre la forma se trata.

Hilando tantos cabos, me preguntaba por qué me había interesado en ese periodo en general y en esa poética en particular. Junto a Luis Bravo empezamos a preparar una antología de poemarios para la editorial chilena LOM con los textos más representativos de libros destacados desde la década del 70 hasta la actualidad. Allí tuve que leer muchísimos autores/as, fascinándome especialmente por la década del 70 y comienzos de los 80, ese momento oscurísimo de nuestra historia que, sin embargo, hizo nacer libros insuperables como Libro de Imprecaciones (1975) de Cristina Carneiro, Composición de lugar (1976) de Amanda Berenguer, Apalabrar (1980) de Salvador Puig, Las oscuras versiones (1970) de Enrique Fierro u Oidor andante (1972) de Ida Vitale, entre muchos otros que sería inútil seguir enumerando. Al mismo tiempo, comencé a vislumbrar que esos poemarios tenían en común la puesta en foco del arte literario en todos sus aspectos y que me interesaba investigar esa veta. Solo más tarde comprendí que esa era también una de las líneas estéticas que yo seguía explorando en mi humilde obra y que aún siento al lenguaje como una materia problemática en el momento de escribir poesía. 

Entre Oidor andante y Tiempo sin claves, mediaban cuarenta y ocho años, mi vida entera, puedo decir ya sin pudor. Pero, hasta entonces, yo no sabía lo que significaba la palabra honor, o, mejor dicho, sí la semántica, su entrada en el diccionario, pero hasta esa noche nunca había sentido el honor hecho carne. Y es muy fuerte cuando una palabra se vuelve carne. Porque amor, dolor, felicidad y otros sentires son más fáciles de hacerse carne en las mujeres, pero honor, no. Me refiero al honor social claro está, no a aquel que se relaciona con la buena reputación, la virtud dolcestilnovista que la RAE[2] tipifica en la acepción número tres como: “Honestidad y recato en las mujeres, y buena opinión que se granjean con estas virtudes”. En conclusión, el honor como disciplina sexual aplicado por el patriarcado como cepo sobre el cuerpo de las mujeres. Hablo del otro tipo, el que en la acepción cinco explica: “Acto por el que alguien se siente enaltecido” y continúa con un ejemplo “Su visita fue un honor para mí”. Esta experiencia fue totalmente distinta a las que conocía en mis años de existencia, pero antes de poner palabras a la vivencia y así animar la abstracta sustantividad del diccionario, contaré cuál fue la relación entre la poesía de Ida Vitale y mi interés estético-creativo en su obra.

Y ahora vuelvo a la tesis y a Oidor andante, libro del que leí algunos poemas y reflexioné durante el coloquio y al que había tratado en la tesis. Ya desde el título notamos ese humor en sordina, intertextual, en la alusión al triste caballero de la llanura manchega. Es el cuarto libro de Vitale, publicado en 1972, después de La luz de esta memoria (1964), Cada uno en su noche (1960)[3] y Palabra dada (1953), antes de partir al exilio en México, en 1974. Pues, ¿hay alguna empresa más absurda y gloriosa que la poesía?, ¿existe algún ser, en pleno capitalismo, más desvalido moralmente que el poeta? El libro abre con el siguiente acápite de Cintio Vitier, poeta del grupo cubano de la revista Orígenes: Se van quedando atrás tantas palabras/ ¿de qué sirvieron nunca?/ ¿qué gloria hubo alguna vez sin ellas? Oidor andante es quien escucha y canta, un guerrero de antemano vencido en la conquista de la palabra: Luego soltamos nuestros perros/ azuzamos la cacería,/ la imagen serenísima, virtual,/ cae desgarrada.[4] Un esgrimista consciente de su pulseada contra el automatismo del lenguaje, el lugar común, la maquinaria casi irrompible de la sintaxis, las rigideces del léxico, las ambigüedades inexorables de la semántica, los impulsos incontrolables de la voz en la poesía oral. El poeta conoce el artificio -o debería- y se convierte en un operador cuya pelea está gobernada por un ideal estético, por la búsqueda de la emoción que un instante depara en la rasgadura que el sistema entraña como una malla inconmovible. Expectantes palabras/ fabulosas en sí,/ promesas de sentidos posibles,/ airosas,/ aéreas,/ airadas,/ ariadnas./ Un breve error/ las vuelve ornamentales,/ Su indescriptible exactitud/ nos borra, reflexiona, poetizando el primer texto de Oidor. Y es en el metatexto, característico de la poesía moderna, en que el poema se autoabastece convirtiéndose en un doble del universo, ruptura del espejo y constitución del borgiano aleph, atávica primera letra del alfabeto, la esfera mágica desde la cual es posible observar cada rincón del mundo porque contiene en su fórmula tal condensación, crítica del poema a la vez que el poema en sí. 

Con respecto a la poesía de Vitale, y al libro en particular, afirmé que hay dos aspectos de su estilo que me admiran muchísimo: la exactitud que el texto anterior menciona y el remate de sus poemas. Alegoricé que veía a la autora como una “espadachina” -otra vez la esgrima- que ejecutaba este arte con la precisión del filo y la punta que busca derrotar al contrincante, finalizando la pieza con tal contundencia y belleza que obligaba a revisar mentalmente el texto otra vez, como si una resonancia venida del desenlace ascendiera nuevamente vibrando en los versos. Esto y una sutil musicalidad, sin llegar a ser seca o rotunda, como la de Idea Vilariño. La musicalidad de Vitale está entre el arpa del modernismo hispanoamericano que Amanda Berenguer tañe con maestría y la de Idea Vilariño, como ya sabemos, contenido minimalismo del ritmo. Como si estas tres gracias de la poesía del medio siglo representaran la escala completa y, de alguna forma, integrasen una summa a cuya plenitud cada una hubiera aportado un ingrediente esencial. En “Pájaro, comienzo” percibimos estas características, en tanto el canto, sempiterno trasunto de la voz de la poesía, maridaje con la música y el cuerpo hecho caja de resonancia, es el tema principal del texto. Sin embargo, agenciando esta tradición, Vitale reflexiona sobre el hecho “lector” de la poesía, el abandono de la oralidad y el sonido físico a partir de la revolución de Gutemberg, haciendo que la armonía -o disarmonía- se realice de otra forma. Transcribo el texto para poder ejemplificar mejor: Sigo esta partitura/ de violentos latidos,/ inaudible,/ esta alocada médula/ escandida por dentro,/ canto sin música, sin labios.

Los versos describen el flujo mismo de la poesía en su voz silenciosa, la fuente corpórea de la que brota la música hecha significado que es el lenguaje. Canto./ Puedo cantar/ en medio del más cauto,/ atroz silencio./ Puedo, lo descubro,/ en medio de mi estrépito/ parecer una callada playa/ sin sonidos,/ que atiende, suspensa,/ el grito permitido de un pájaro/ que llama a amor/ al filo de la tarde. El poema se derrama en un ritmo tajante, más bien veloz, característico del verso, por lo general, de arte menor de la poeta. ¿Qué más agregar cuando el texto ya todo lo dice? No obstante quiero señalar el final hacia el cual se dirige como en búsqueda de un destino inexorable. El locutor ahora es una playa callada que escucha el grito de un pájaro. En este desdoblamiento del paisaje interior, el canto encuentra su objetivo en la exhortación del amor, enhebrándolo a la poesía amatoria. Reflexión sobre sí, análisis del procedimiento como meta-texto, es un ejemplo cabal de poesía crítica.   

Al final de la mesa y del coloquio, bien entrada la nochecita de aquella jornada fresca de octubre, la poeta firmó libros, se sacó fotos con el público, charló un rato con nosotros. Le obsequié mi último poemario La tela maga y me preguntó por mi apellido: “había un médico”. “”, le respondí, “mi abuelo”. Yo sabía que su hija Amparo había sido amiga de mi tía en la Facultad de Arquitectura, antes de que esta se exiliara en Venezuela y probablemente también los Rama-Vitale. En ese momento, tuve un ramalazo mental de aquellos años, aquellos esplendores de los clanes italo-americanos favorecidos por las vacas gordas que ya se habían ido para siempre. Para nosotros no existía el “abuelicidio”, sino, más bien, lo contrario. Sintiéndonos más vacíos y huérfanos que nunca, hijos de la dictadura, buscábamos desesperadamente a aquellos abuelos y abuelas que habían sido embalsamados en aquella edad dorada. 

Salimos todos juntos a la puerta de la Biblioteca, a esa hora las lámparas de la avenida 18 de Julio daban esa luz de apagado naranja que golpeaba a los autos y últimos transeúntes, sometiéndolos a aquella luz de patio característica de Montevideo. Mientras Amparo iba a buscar el auto para llevarse a Ida, estuvimos conversando animadamente, sobre todo agradeciendo la presencia de esta madre del 45. No recuerdo bien por qué, pero Ida me tomó ambas manos, tal vez en expresión espontánea de simpatía y saludo. Entonces sí, me fue posible vivenciar aquella luz viva del honor incendiándome por dentro como una nueva emoción. Amparo estacionó el auto y se llevó a la madre, que continuó mirándonos desde la ventanilla hasta desvanecerse en los semáforos de 18 y Tristán Narvaja. Quienes quedamos en la escalerilla, todavía un poco encendidos, decidimos ir al Sportman a escribir el epílogo, con cerveza y muzzarela, de aquella inolvidable jornada.

 

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