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VADENUEVO DE COLECCIÓN: DEL NÚM 71 (AGOSTO DE 2014). “¿POR QUÉ OLVIDAR LA NECESIDAD EVIDENTE DE LA MEMORIA?”
“Hiroshima mon amour” y “Rapsodia en agosto”: la vida siempre puede más
Por Andrés Vartabedian
Puede ser que si vieras Hiroshima
digo Hiroshima mon amour
si vieras
si sufrieras dos horas como un perro
si vieras
cómo puede doler doler quemar
y retorcer como ese hierro el alma
desprender para siempre la alegría
como piel calcinada
y si vieras que no obstante
es posible seguir vivir estar
sin que se noten llagas
quiero decir
entonces
puede ser que creyeras
puede ser que sufrieras
comprendieras.
Idea Vilariño – Puede ser
“Una columna de humo asciende rápidamente. Su centro muestra un terrible color rojo. Todo es pura turbulencia. Es una masa burbujeante gris violácea, con un núcleo rojo. Todo es pura turbulencia. Los incendios se extienden por todas partes como llamas que surgiesen de un enorme lecho de brasas. Comienzo a contar los incendios. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis... catorce, quince... es imposible. Son demasiados para poder contarlos. [...] El hongo se extiende. Puede que tenga mil quinientos o quizá tres mil metros de anchura y unos ochocientos de altura. Crece más y más. Está casi a nuestro nivel y sigue ascendiendo. Es muy negro, pero muestra cierto tinte violáceo muy extraño. La base del hongo se parece a una densa niebla atravesada con un lanzallamas. La ciudad debe estar abajo de todo eso. Las llamas y el humo se están hinchando y se arremolinan alrededor de las estribaciones. Las colinas están desapareciendo bajo el humo. Todo cuanto veo ahora de la ciudad es el muelle principal y lo que parece ser un campo de aviación”.[1]
Así describía Bob Caron -artillero de cola, y fotógrafo, del bombardero que arrojara la primera bomba atómica de la historia- lo que veía aquel lunes 6 de agosto de 1945, segundos, minutos después del ataque a la ciudad de Hiroshima.
Y hubo fechas, claro está: 6 y 9 de agosto; y hubo tiempos: 8:15 de la mañana y 55 segundos para alcanzar la altura a la que estallaría la primera bomba, 11:01 de la mañana, 43 segundos para que lo hiciera en el segundo caso. Y, por supuesto, hubo ciudades tristemente arrojadas a la Historia: Hiroshima, Nagasaki. Y hubo nombres propios: Little Boy, la bomba arrojada en primera instancia, Fat Man, la segunda; B-29 Enola Gay se denominó el bombardero del primer ataque, el coronel Paul Tibbets lo comandaba, B-29 Bockscar el del segundo, el mayor Charles Sweeney su responsable; Harry Truman, el presidente de los Estados Unidos que tomó la decisión, Franklin Delano Roosevelt, el mandatario anterior, quien iniciará el proceso que devendría en el “hongo atómico”; Proyecto Manhattan fue el nombre con el que se conoció el proyecto secreto que Roosevelt aprobara el día anterior al ataque de Pearl Harbor por las fuerzas japonesas en 1941 -Manhattan Engineering District, su denominación original-; Robert Oppenheimer, el responsable principal en el Laboratorio Nacional de Los Álamos en Nuevo México.
Y todo pareciera sencillo de resumirse de esta manera.
Si alguna duda sostenía Albert Einstein -en su ya “famosa” carta al presidente Roosevelt del 2 de agosto de 1939- sobre la capacidad destructiva que nuevas bombas, construidas a partir del hallazgo del uranio como fuente de energía y la capacidad de generar una reacción nuclear en cadena, desarrollarían... La nueva Era en marcha la despejaría.
Poco importa si la resistencia japonesa era “inquebrantable”, si esta era la forma de obtener su rendición incondicional y acabar con la guerra, si la motivación fue evitar la muerte de soldados estadounidenses, intentar que la Unión Soviética no reclamara demasiado del “botín” del derrotado o si simplemente era la revancha de Pearl Harbor. Poco importa.
Importa, quizá, la explosión equivalente a 13 kilotones de TNT, el millón de grados centígrados, la bola de fuego de 256 metros de diámetro y su expansión; los 22 kilotones en Nagasaki, los 3.900 grados, los 1.005 kilómetros por hora que alcanzaron los vientos.
Importa la “lluvia negra”, cargada de hollín, polvo y partículas radiactivas cuyos efectos se desconocían por parte de los individuos.
Importan, sin más, las 70.000 personas que murieron inmediatamente, entre las 90.000 y 140.000 a finales de 1945, únicamente en Hiroshima; o las entre 40.000 y 75.000 personas que fallecieron en el acto en Nagasaki, y las 80.000 a finales de 1945, producto de los efectos posteriores: quemaduras, radiación, carencias de recursos médicos, y la fatal ignorancia de todo lo que ello representaba. Importan el cáncer, las malformaciones, las generaciones y generaciones afectadas. Importa.
Importa la destrucción física, moral y psicológica. Se buscó la concreción de un “daño efectivo” y se logró. Y ahí está el Arte, tan humano como La Bomba, para reflejarlo.
Hiroshima Mon Amour: Una actriz francesa filmando una película sobre la Paz en aquella ciudad del espanto; un arquitecto japonés; un encuentro amoroso que puede durar solo veinticuatro horas; dos ciudades -Nevers (Francia), Hiroshima- que son también sus nombres, su identidad. Ciudades, sufrimientos, que los marcaron para siempre y los hacen ser lo que son. La guerra, vivida desde dos lugares distantes, que hoy los reúne. Intentarán ser los sujetos de una historia que a su vez los sujeta. Las imágenes se confunden, tanto en la mente como en la pantalla. La memoria vuelve a fluir. La cámara hurga por la ciudad como ellos en sus recuerdos. La memoria duele, pero también reconstruye. El amor tal vez ayude. Catorce años después, Hiroshima vive día y noche.
Rapsodia en Agosto: Un verano; una anciana cuyo marido falleció el 9 de agosto de 1945; cuatro nietos; sus padres en Hawái; un posible hermano de aquella que desea un reencuentro antes de morir. La vieja cuenta historias de juventud, reales o fantásticas. Los jóvenes se fascinan en esa casa en las afueras de Nagasaki, pero también van a la ciudad, comienzan a conocer parte de su historia trágica, comienzan a acercarse a la abuela desde otro lugar. Recorren, junto a ella, un camino que desconocían, que parece lejano, pero que los acerca paso tras paso. Su aprendizaje es en varios planos. Un órgano que comienza muy desafinado, se va afinando a medida que la historia se va reconstruyendo y la memoria re-vive lo sucedido. Un familiar llega desde el país agresor e intenta completar la afinación. Trascender el resentimiento también puede ser un gesto de amor.
A poco puede contribuir este intento de sinopsis argumental y atisbo de pistas reflexivas. Pero es una forma de acercarse a ellas. Invitar a revisitarlas. El tema, en este caso, es importante. Pero el arte, como siempre, está en la forma. De todos modos, ¿qué no se habrá escrito ya sobre estos dos poemas visuales? ¿Tendría sentido hablar hoy de Akira Kurosawa y Alain Resnais? Los creadores de Noche y niebla (1955), El año pasado en Marienbad (1961), La guerra ha terminado (1966), Smoking y No Smoking (1993), Yo conozco la canción (1997), Rashomon (1950), Vivir (1952), Los siete samurais (1954), Ran (1985), Madadayo (1993), y tantas otras. El Cine, sin dudas, también es antes y después de Alain Resnais y Akira Kurosawa.
No habría mucho más para agregar. ¿Intentar rebatir objeciones? No tendría sentido. ¿Que, tal vez habituado a cinematografías estandarizantes de los gustos, alguien pueda cuestionar el ritmo de estos filmes? Sería desmerecer su poesía, su necesaria e imprescindible cadencia.
Allí están los tiempos del verano en el que se desarrollan, el calor sofocante que enlentece los movimientos, los tiempos de los viejos, los tiempos de las consecuencias de aquellas bombas, los tiempos de la reflexión aguda, los tiempos del dolor-duelo, de la asunción de lo vivido. ¿Del perdón? También es la noche que no quiere transcurrir. Y por detrás, en definitiva, los tiempos de la memoria: recuerdos, olvidos... silencios. Nada sencillo.
Sin embargo, allí permanecen Rapsodia... e Hiroshima..., trascendiendo los terribles sucesos propiamente dichos y extendiendo las reflexiones que proponen a todo el género humano: la guerra y sus consecuencias, el sufrimiento que genera y las huellas que perviven por generaciones y marcan de por vida a millones de seres humanos, la historia individual encontrándose con la colectiva, la historia con minúscula y con mayúscula, la experiencia vital que confunde lo público y lo privado.
En los filmes los hechos no son recreados, se los aborda desde el presente, desde los sobrevivientes y sus descendientes, desde las ciudades reconstruidas, su evocación surge desde distintas formas del amor, que tanto puede sanar. Son, en definitiva, una apuesta a la continuidad de la vida, además de una profunda reflexión sobre la memoria y sus mecanismos. Todo ello sin odio ni resentimiento, con un profundo sentido humanista, siempre desde el recuerdo permanente, nunca desde el olvido.
Si como refiere el gran historiador británico Eric Hobsbawm: “La destrucción del pasado, o más bien de los mecanismos sociales que vinculan la experiencia contemporánea del individuo con la de generaciones anteriores, es uno de los fenómenos más característicos y extraños” que nos toca vivir, y si “en su mayor parte, los jóvenes, hombres y mujeres, [...] crecen en una suerte de presente permanente sin relación orgánica alguna con el pasado del tiempo en el que viven”,[2] allí también están Rapsodia en Agosto e Hiroshima Mon Amour para contribuir a que ello no suceda.