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DE CRISIS, DUELOS Y REENCUENTROS
“Nomadland”: la serenidad en el camino
Por Andrés Vartabedian
¿Por qué igualarte a un día de verano
si eres más hermoso y apacible?
El viento azota los capullos mayos
y el término estival no tarda en irse;
si a veces arde el óculo solar,
más veces su dorada faz se nubla
y es norma que, por obra natural
o del azar, lo bello al fin sucumba.
Mas no se nublará tu estío eterno
ni perderá la gracia que posee,
ni te tendrá la muerte por trofeo
si eternas son las líneas donde creces:
Habiendo quien respire y pueda ver,
todo esto sigue vivo y tú también.
William Shakespeare – Soneto XVIII
Luego de 88 años, un pequeño pueblo fundado por mineros en torno a un yacimiento de yeso, se transformó literalmente en una localidad fantasma. Empire, en el estado de Nevada, Estados Unidos, existía desde 1923 siempre vinculado a la empresa de turno que explotara el mineral allí existente. Desde 1948, la encargada era la United States Gypsum Corporation.
En enero de 2011, afectada por la crisis de 2008 y ante el descenso de la demanda de volcanita, la empresa decidió cerrar la mina, lo que derivó también en el “cierre” del pueblo. A los habitantes de Empire se les permitió continuar ocupando sus casas -propiedad de la compañía- hasta junio de aquel año. En julio de 2011, incluso el propio código postal de Empire se discontinuó.
Como esta, fueron muchas las tragedias cotidianas que se sucedieron en Estados Unidos y buena parte del mundo por aquellos años. Quizá alguien podría denominarla pequeña en el caso de Empire, por el número específico de afectados -algunos cientos de individuos-; resulta enorme si pensamos en cada una de esas personas y el fenomenal cambio en sus vidas que supuso lo acontecido. Un verdadero drama: un suceso absolutamente infortunado de la vida real que los conmovió vivamente.
Para el caso de Fern (una descollante Frances McDormand), a esta tragedia comunitaria se le sumará una más personal: la pérdida de su esposo Bo, al que cuidó celosamente en sus últimas semanas de sufrimiento. Aceptar tanta derrota imprevista no resultará para nada una tarea sencilla. Abandonará su casa ya vacía, tomará los objetos necesarios de un pequeño depósito en alquiler -una especie de garaje-, uno de una serie, todos iguales, como las casas del lugar, preparará su furgoneta y saldrá a la ruta. Será sin un norte claro. El camino la espera. Quizá allí encuentre su norte. Cual nómada posmoderna, no tendrá un punto de establecimiento; el vehículo será su vivienda y su hogar. Como ella lo establece en cierto momento, jugando con los matices del inglés: no se transformará en una homeless, simplemente será una houseless. No estará sola; descubrirá que son muchos los que han optado por no permanecer inmóviles.
Chloé Zhao (Beijing, 1982), aquí a la altura de su tercer largometraje, luego de Songs my brother taught me (2015) y The rider (2017), nos sumerge casi directamente en esa ruta. No realiza grandes presentaciones, apenas una sucinta, hecha de pequeños detalles. La información irá apareciendo aquí y allá a lo largo del camino, al transitarlo. Al igual que Fern, será de poco hablar.
Ese camino, al comienzo blanco y gélido, de invierno cerrado, irá adquiriendo colores y matices durante el trayecto de Fern. Un trayecto que, cual compañeros de ruta, también será el nuestro. Nos ubicaremos a su lado a lo largo de siete estados y un año y medio, aproximadamente, de recorrido. La acompañaremos en diversos trabajos zafrales, ya sea empaquetando pedidos para Amazon, durante la cosecha de remolachas, o como empleada en diferentes parques temáticos. Estaremos junto a ella durante ese viaje, que será también el de la elaboración del duelo.
Indudablemente, no todo será certezas. El trabajo escasea o es inestable y eso será parte de sus primeras búsquedas y dudas. Ella necesita trabajar, le gusta trabajar. Sin embargo, aprenderá a convivir con dicha inestabilidad. Durante su recorrido, descubrirá que otros, directamente, han optado por esa vida y han creado comunidades en las que sostenerse. Transitan juntos. Como es habitual entre los seres humanos, las motivaciones son variopintas: sanación personal, aprovechar el tiempo de vida restante, buscar la libertad, conectar con la naturaleza, escapar de la “tiranía del mercado”, encontrarse desahuciados...
En general, estos seres se encuentran viviendo la tercera edad o están a punto de ingresar en ella. Sobre ellos, y cierta forma de concebirlos y concebirse, también parece tener algo para decir Zhao. Aquí los vemos, a su mayoría, solitarios, independientes, autosuficientes (Fern a la cabeza; aun cuando, por momentos, esto asome excesivo y no la favorezca), en contacto con sus familias, sí, pero sin supeditación alguna, solidarios; los vemos bailar, cantar, realizar ejercicio, divertirse, intentar amar, ¿por qué no? Los vemos vitales, intentando disfrutar, a su modo, de sus últimos años o décadas; intentando sortear los obstáculos y el corsé de las convenciones sociales más arraigadas. No por tal motivo dejan de enfermarse, de sufrir, de doler… Es parte de la vida misma, y ellos la están viviendo. Las pérdidas que los acompañan también les han templado el ánimo.
En Nomadland, nada de lo expresado hasta el momento se muestra entre gritos y llantos o carcajadas estruendosas. Su tono es el de las emociones contenidas, como el de la propia Fern. Además de la melancolía con el que esta tiñe su camino, cierta serenidad lo envuelve todo, cierto aplomo, cierta sabiduría, quizá. La naturaleza es una presencia constante, y estamos inmersos en ella siendo conscientes de esto (en la pantalla, marcará los estados de ánimo de Fern). Una extraña -por lo infrecuente- y bella simbiosis entre lo más puramente “natural” y lo más “civilizado” se produce sin forzamientos. Nos deslizamos hacia el encuentro con nosotros mismos y nuestro entorno con simpleza y sobriedad. Ingresar en el terreno que nos propone Zhao no será fácil, pero valdrá la pena. Los amplios paisajes se abrirán ante nosotros invitándonos a habitarlos, a hacerlos nuestros. Más allá de termómetros, la calidez se impondrá. La música acompañará ese recorrido también en base a dulzura y candidez -las notas de un piano, alguna cuerda que se suma, una melodía country- y nos permitirá sumergirnos en sus anchos espacios y en esos cielos omnipresentes que parecen acompañarnos a cada paso, además de esperar nuestra llegada transformados en estrellas. La gente común de que está hecho el filme le otorga, por momentos, un tono documental que colabora con la autenticidad y el convencimiento de su planteo. La forma del registro lo destaca. Únicamente McDormand y Strathairn (Dave) son los profesionales en la ocasión.
Nomadland se muestra honesta y valiente como su personaje central; firme en sus convicciones desde la ternura y la compasión hacia los seres retratados. Está hecha con calma y desde la calma, nos animamos a inferir. La película se da tiempo y nos permite el tiempo: el de la reflexión, el del reposo, el de la introspección, el de la contemplación; también el del desprendimiento y el descubrimiento. Destacando la importancia del camino, al caminar, se halla muy cerca de la paz.
¡Buenísimo, Andrés, buenísimo! Fue como si te hubieras metido en mi cerebro. Si yo tuviera la capacidad que tenés vos, de escribirlo, de contarlo, lo hubiera hecho igual. Impresionante. Creo que no dejás ningún cabo suelto, lográs documentarlo todo. Excelente trabajo. ¡Felicitaciones! ¡Abrazo!
¡Muchas gracias, María! Siempre es bueno saber que nos leen. Gran abrazo.