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LA ESCRITURA PASA, INDEFECTIBLEMENTE, POR EL CUERPO.
Lectura y lengua materna: lo que esta engendra en aquella
Por Santiago Cardozo
“El placer del texto es ese momento en que mi cuerpo comienza a seguir sus propias ideas -pues mi cuerpo no tiene las mismas ideas que yo-” (Roland Barthes, El placer del texto).
Disociación inevitable: efecto de ponerse a escribir, de “agachar el lomo” para estampar sobre el blanco lumínico de la hoja las trazas que, como una estela en el inacabable océano, van dejando a su paso las palabras escritas. Se trata, en suma, del modo en que las ideas emergen a la superficie del enunciado a través de la carne que las hace posibles como desgarros corporales. Es en ese preciso instante, entonces, en el que nos damos cuenta de que la materia dura del cuerpo ha sido vencida por la palpable abstracción del pensamiento y, sin embargo, la materia del cuerpo sigue ahí, resistiendo la gravedad, confrontando los infinitos vientos que soplan desde la literatura.
“Es difícil decir la verdad cuando se ha abandonado la lengua materna” (Ricardo Piglia, Respiración artificial).
El problema es que, si seguimos a raja tabla lo que señala Piglia -algo que, desde luego, podemos hacer, aunque, a decir verdad, no sin importantes reservas-, la verdad nunca puede ser dicha, en la medida en que nadie habla pura ni enteramente su lengua materna, porque todos pasamos, bien, mal o más o menos, por la escuela, es decir, por una lengua hecha fundamentalmente de escritura, que parece levantarse denegando la lengua materna como lengua de la que no podemos dar cuenta, dado que nos constituye de tal forma que, por principio, no podemos verla como constitutiva.
“Ningún objeto está en relación constante con el placer (Lacan a propósito de Sade). Sin embargo, para el escritor ese objeto existe: no es el lenguaje, es la lengua, la lengua materna. El escritor es aquel que juega con el cuerpo de su madre […]: para glorificarlo, embellecerlo, o para despedazarlo, llevarlo al límite de solo aquello que del cuerpo puede ser reconocido: iría hasta el goce de una desfiguración de la lengua […]” (Roland Barthes, El placer del texto).
Por lo demás, ¿qué es la lengua materna?, ¿cómo podríamos definirla? Tarea imposible: solo podemos decir, si cabe, que es el agua y la tierra con las que nos hemos hecho.
Agreguemos también, aunque muy rápidamente quizás (los agregados parecen responder, siempre, a cierta urgencia digresiva de la exposición, que introduce un nuevo sesgo argumental para comprender lo que se está diciendo), que “lengua materna” nombra una forma particularísima del deseo y del amor, que no tiene que ver, aun, con la escritura, con esas mil maneras en que alguien, parado frente a una clase, nos ofrece múltiples descripciones y explicaciones acerca de la gramática, la semántica y la pragmática de la lengua que hablamos en el barrio o, incluso, en el recreo escolar. ¿Esto quiere decir que la escritura propia del proceso de alfabetización, la escritura que da forma al mundo letrado tal como lo conocemos, está a resguardo de los efectos que causa la lengua materna, como si esta haya sido objeto, al cabo de un proceso más o menos consciente o inconsciente, de una amplia sustitución por esa otra lengua tridimensional que, aunque precaria, se nos aparece como la “lengua de la escuela”, una “lengua adulta”?
En absoluto. De hecho, la lengua materna, si convenimos en darle algún lugar a esta forma evanescente del deseo y del amor originarios que nos constituye como hablantes en el desconocimiento de nuestro propio condicionamiento y nuestra propia condición de seres parlantes, no deja de provocar toda clase de efectos disruptivos en esa lengua escrita que se identifica, demasiado fácilmente, con los largos procesos de estandarización de un idioma (porque, a decir verdad, la idea de estandarización le cabe mejor a la noción de idioma que a la de lengua). (Pero, aquí, es preciso tener cuidado: la escritura es otra cosa que lengua escrita estandarizada).
En este sentido, podría parecernos que, según las palabras de Piglia, debemos renunciar a la verdad, porque esta solo puede ser dicha en la lengua materna (“Yo, la Verdad, hablo”, escribió Lacan en “La ciencia y la verdad”). No obstante, si la verdad solo puede ser dicha -signifique esto lo que signifique, tenga el alcance que tenga, porque, finalmente, qué entiende Piglia por verdad- en la lengua materna, hay que llamar la atención sobre el hecho de que la lengua materna, por ser la primera, la que proviene del vientre y es, a la vez, ventrílocua, no cesa de actuar como una interdicción en la lengua estándar que la escuela inculca y pretende inocular, desde sus nobles o a veces promiscuos objetivos, como un mandato o una prescripción estatales bajo las formas más ubicuas de la corrección sociológica y psicológica que demanda la adecuación a las situaciones comunicativas, a los temas de los que hablamos y a un largo etcétera que la lengua materna se empecina en desbaratar. Así, la lengua materna es el lugar del conflicto iniciático con el sentido, con la representación, con los diversos modos en que entramos a una palabra infinitamente usada por otros y, a partir de ello, nos constituimos imaginariamente como un “yo” que se abre un territorio de lo propio en la ajenidad propia de la palabra.
Entonces, ¿en qué consiste la afirmación de Piglia, que reúne lengua materna y verdad, esa lengua indecible que, antes que nada, nos captura como sus hablantes, y los enunciados apofánticos que, de alguna manera, nos permite formular, es decir, llegado el caso, herencia de la maternidad y verdad de la experiencia del mundo?