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LOS EXPERIMENTOS CON SERES HUMANOS Y LA ÉTICA DE LA INVESTIGACIÓN CIENTÍFICA
Los trabajos de la Dra. Hertha Oberheuser en Ravensbrück (1942 1943)
Por Fernando Britos V.
Este texto está estructurado en la siguiente forma: 1) Datos biográficos de la Dra. Hertha Oberheuser y de algunos de sus jefes y colegas; 2) Los escenarios de la experimentación; 3) Los experimentos llevados a cabo; 4) El juicio a los criminales y sus secuelas inmediatas (Código de Nuremberg); 5) Cuestiones éticas de la investigación científica.
- DATOS BIOGRÁFICOS DE LA DRA. OBERHEUSER
La Dra. Hertha Oberheuser (1911-1978) fue en cierto sentido un personaje secundario en una trágica y sádica carnicería, por cuanto era la mano derecha del Dr. Fritz Fischer (1912‑2003), quien a su vez fue el principal ayudante quirúrgico del cirujano Dr. Karl Gebhardt (1897‑1948) para llevar a cabo los experimentos con seres humanos que se desarrollaron sistemáticamente en el campo de concentración femenino de Ravensbrück y en el hospital de Hohenlychen, hace más de setenta años.
Hertha nació en Colonia, estudió medicina en la universidad de su ciudad natal y se especializó en dermatología. Antes de cumplir 29 años, en enero de 1940, se presentó como voluntaria para un cargo de médica en el campo de concentración femenino de Ravensbrück. Allí trabajó hasta 1943 y después lo hizo en el hospital de Hohenlychen hasta 1945. Pueden verse fotos de prontuario, con Hertha ya presa, y también fotos donde aparece muy producida (una joven rubia muy bonita), que declaraba en el estrado de los acusados en Nüremberg, impecablemente vestida con un traje saco negro, bien peinada y ataviada con un fino sombrero.
Ella y sus jefes fueron sometidos al llamado Juicio de los Doctores que se celebró entre 1946 y 1947, por parte de los estadounidenses. Hertha fue la única mujer entre los 23 médicos juzgados (7 fueron absueltos, 9 condenados a penas de prisión y 7 ahorcados, entre ellos Gebhardt[1]). Estos profesionales habían ejecutado más de 30 diferentes experimentos con prisioneros de campos de concentración y eran altos oficiales de las SS (Schutzstaffel) o empleados civiles de la organización paramilitar, policíaca y de combate (Waffen SS), que tenía el control absoluto del monstruoso complejo de los campos de concentración y de exterminio. Por esta razón las SS fueron declaradas por los aliados una “organización criminal” y teóricamente el solo hecho de haber revistado en ella significaba la comisión de crímenes de guerra y de lesa humanidad.
Como veremos al referirnos a los procedimientos que desarrollaron los acusados y su escenario ‑en este caso en Ravensbrück (que en alemán significa “el puente de los cuervos”)‑ los juicios a estos criminales tuvieron un significado simbólico pero escaso efecto práctico vista la magnitud de las atrocidades cometidas. No solamente el número de los imputados fue ínfimo (y está demostrado que cientos y tal vez miles de los médicos militares alemanes participaron o toleraron atrocidades y vejaciones contra la población civil y contra prisioneros de guerra), sino que los condenados a prisión recibieron conmutaciones tempranas, quedaron en libertad y la mayoría siguió ejerciendo su profesión o se jubiló con suculentas pensiones y falleció en la ancianidad sin ser molestado en la República Federal Alemana.
El jefe de Hertha, Fritz Fischer, fue declarado culpable de tres de los cuatro cargos que se le imputaron, a saber: crímenes de lesa humanidad, genocidio y guerra de agresión (igual que Gebhardt). Fue condenado a cadena perpetua pero la pena se redujo al poco tiempo a 15 años de prisión de los cuales cumplió apenas 6 años. A principios de 1954 quedó en libertad, recuperó su licencia profesional e hizo carrera en la gran compañía químico‑farmacéutica Boehringer Ingelheim hasta su muerte a los 90 años de edad.
Hertha Oberheuser, declarada culpable de dos de los cargos (crímenes de lesa humanidad y genocidio), fue condenada a 20 años de prisión pero se le conmutó rápidamente a 10, de los que cumplió solamente 5 por “buena conducta”. De este modo ella también ejerció la medicina como médica de familia, desde 1952, en una pequeña localidad de la RFA, hasta que una de sus víctimas la reconoció en 1958. Entonces perdió su licencia profesional y vivió retirada hasta que falleció 20 años después.
La Guerra Fría había avivado el interés en ciertas esferas políticas, militares y científicas, especialmente de los Estados Unidos y Gran Bretaña, por los investigadores, científicos y profesionales alemanes y por sus presuntos hallazgos y avances científicos conseguidos en todos los campos. Para los servicios secretos de las Estados Unidos esto se denominó “Operación Paperclip” y consistió en interrogar a los profesionales y militares nazis y enrolarlos sacándolos de Alemania para que trabajaran en la industria armamentística, en cohetería, armas biológicas, investigación clínica, organización de redes de espionaje, física atómica, etc., preferentemente con todos sus equipos, archivos y publicaciones. La Unión Soviética también consiguió enrolar a varios científicos para trabajar especialmente en investigaciones de punta en electrónica, física y química, incluyendo la tecnología atómica.
Al terminar la guerra, en 1945, los procedimientos de “desnazificación” cesaron en pocos meses en las zonas de ocupación británica y estadounidense y miles de criminales de guerra (miembros de las SS, la Gestapo, la Wehrmacht y cuerpos auxiliares) fueron liberados de campos de prisioneros, dotados de documentos y trabajo en la administración pública, en la policía, en la justicia, en la enseñanza y en la salud. En las zonas de ocupación francesa y soviética la investigación de los crímenes de guerra fue más rigurosa, lo mismo que en varios de los países ocupados por los nazis (Polonia, Yugoslavia, Checoslovaquia, Hungría y la URSS).
En este marco es posible comprender la extraordinaria benevolencia de la que disfrutaron seres como Fritz Fischer y Hertha Oberheuser.
2 LOS ESCENARIOS DE LA EXPERIMENTACIÓN
Ravensbrück (“el puente de los cuervos”) fue el mayor de los campos de concentración para mujeres ubicado en territorio alemán. Se encontraba en Brandenburgo, unos 90 kilómetros al norte de Berlín en una región de lagos y bosques. Se inauguró en 1938 con prisioneras políticas provenientes de Lichtenburg, un campo establecido en 1934 que pasó a ser dependiente del complejo brandenburgués aunque se encontraba bastante lejos en el Este, a orillas del Elba.
Entre 1939 y 1945 pasaron por Ravensbrück unas 132.000 mujeres y niños y 20.000 hombres y adolescentes. Procedían de más de 40 países y etnias. Se estima que unos 90.000 seres humanos murieron en ese periodo por desnutrición y extenuación, enfermedades curables, víctimas de castigos y torturas, ahorcadas, fusiladas, gaseadas y como resultado de los experimentos crudelísimos que veremos enseguida. La mayoría de las presas eran militantes políticas, polacas, francesas, alemanas e incluso algunas españolas capturadas en Francia. También había judías, testigos de Jehová y gitanas romaníes, entre otras.
El personal y guardias de las SS que pasaron por ese campo sumó 1.554 (28 subcampos dependían del campo principal). La empresa Siemens instaló plantas fabriles junto al campo para producir piezas de armamento con el trabajo esclavo de las reclusas. Había una veintena de barracones; las condiciones eran espantosas (gran hacinamiento, absoluta falta de higiene, comida pésima e insuficiente, falta de abrigo) y la crueldad del trato era increíblemente brutal.
Las guardianas eran mujeres que no pertenecían a las SS, sino que eran auxiliares civiles uniformadas, munidas de látigos y garrotes y acompañadas por perros de guardia (las Aufseherinen). Ravensbrück también sirvió como campo de entrenamiento para guardianas de Auschwitz, Dachau y toda la constelación de campos de exterminio.
Uno de los barracones tenía dependencias reducidas especiales donde se llevaban a cabo los experimentos con mujeres, las esterilizaciones y el asesinato de recién nacidos (que eran ahogados en una pileta, encerrados para morir de hambre o estrellados contra los muros por las guardianas como se testificó cuando los juicios).
Quienes sobrevivieron a Ravensbrück sufrieron y mantienen (porque un puñadito de ellas todavía vive) terribles secuelas físicas y psicológicas, discapacidades, esterilización, lesiones, mutilaciones y otros daños irreversibles, en especial a consecuencia de los experimentos que Gebhardt, Fischer y Oberheuser realizaron con ellas.
No menos de cien prisioneras fueron prostituidas en un burdel que montaron las SS cerca del campo. Un número incalculable de presas, de las 50.000 que se encontraban en el campo, a fines de abril de 1945, cuando el Ejército Rojo se aproximaba, emprendieron una “marcha de la muerte” caminando hacia el noroeste, por orden de Himmler, para no dejar a las que podían atestiguar sus crímenes ante los soviéticos. Muchos miles fueron rematadas a tiros y garrotazos cuando caían desfallecidas al borde del camino.
Aparte de los experimentos médicos que tuvieron lugar en Ravensbrück, a unos pocos kilómetros más cerca de Berlín, se encontraba Hohenlychen, un complejo de edificios actualmente en ruinas que fue el centro de operaciones de los médicos de las SS, encabezados por el Dr. Gebhardt, y también sirvió como centro de descanso para personalidades y visitantes ilustres de todo el mundo, centro de medicina deportiva y entrenamiento olímpico de alta competencia y refugio para los jerarcas nazis, especialmente Himmler y su entorno (su amante, su hijo, sus colaboradores más directos).
Hohenlychen fue creado como una especie de gran aldea, con construcciones monumentales (estilo Art Nouveau), en 1902, para servir como centro de tratamiento de niños tuberculosos. Contaba con fábricas, talleres, panaderías, huertas e instalaciones que aseguraban su autosuficiencia. En 1934, las SS se apoderaron de ese complejo que está situado en un paisaje de gran belleza, rodeado de lagos y bosques, y lo ampliaron con enormes piscinas cubiertas con claraboyas corredizas, laboratorios, salas especiales, gimnasios e instalaciones de hotelería de gran lujo.
Desde mediados de 1943 hasta su huida para entregarse a los ingleses, al fin de la guerra, en abril o mayo de 1945, Gebhardt, Fischer y Oberheuser siguieron desarrollando sus brutales experimentos y sobre todo algunos de los más cruentos, que comprendían amputaciones y transplantes de miembros entre prisioneros que les eran remitidos desde Ravensbrück u otros campos.
De hecho este centro fue el último escondite para Himmler y Gebhardt. El complejo nunca fue bombardeado por la aviación debido a las grandes cruces rojas pintadas en todos los techos. De allí los jefes de las SS huyeron hacia el oeste, a fines de abril de 1945, antes de que los soviéticos completaran el cerco de Berlín y fueron capturados, casualmente, por los ingleses.
Entonces Hohenlychen fue clausurado. Las tropas soviéticas utilizaron los edificios como hospitales y depósitos hasta que todo quedó abandonado. Desde entonces es un conjunto ruinoso e impresionante que puede verse en videos turísticos y fotos de aficionados. Para quienes no accedan a las imágenes y conozcan los edificios de la estancia presidencial de Anchorena, en el departamento de Colonia, deben imaginar algo arquitectónicamente parecido pero multiplicado veinte o treinta veces en tamaño y extensión.
- LOS EXPERIMENTOS QUE SE LLEVARON A CABO
Bajo la dirección, supervisión y participación directa del Dr. Gebhardt, los Dres. Fischer y Oberheuser desarrollaron en unos 14 meses, entre 1942 y 1943, tres tipos de experimentos intensivos sobre prisioneras de Ravensbrück: a) experimentos con trasplantes y presunta cirugía reconstructiva; b) experimentos sobre tratamiento de heridas de guerra y c) experimentos de esterilización.
- a) Experimentos con trasplantes y presunta cirugía reconstructiva
Desde setiembre de 1942 hasta diciembre de 1943, se llevaron a cabo experimentos para estudiar la regeneración de huesos, músculos y fibras nerviosas, así como el trasplante de huesos y miembros completos de una persona a otra (trasplante sobre “sujeto vivo”). El Dr. Gebhardt venía experimentando estos últimos en Hohenlychen desde 1939 y continuó efectuándolos hasta 1945 (los sujetos a mutilar provenían de campos de prisioneros de guerra y eran asesinados después de observar la evolución fallida de los intercambios).
Para estudiar regeneración ósea, muscular y nerviosa se sometió a 74 jóvenes polacas, presas por participar en la resistencia a la ocupación nazi de su país, a brutales intervenciones, con y sin anestesia, que consistían en incisiones en las piernas para hacer descubiertas de tibia y peroné, a veces de muslo para la descubierta del fémur y la musculatura; se hacían resecciones para extraer muestras, se practicaban injertos óseos entre víctimas y se observaba la evolución de las lesiones. Esto causaba horrendos y prolongados sufrimientos, en todos los casos dejaba horribles cicatrices producto de mala suturación o sencillamente de falta de esta y en muchos representó la pérdida de miembros.
Como resultado de estas operaciones de “disección en vivo” muchas víctimas sufrieron intensa agonía, mutilación o discapacidad permanente. En el Juicio de los Doctores se presentaron decenas de mujeres que sobrevivieron, demostraron la sádica carnicería a que habían sido sometidas por la Dra. Oberheuser y testimoniaron en su contra. Una de ellas, Jadwiga Dzido, por ejemplo, que había sido estudiante de la Universidad de Varsovia y correo de la resistencia, subió al estrado y la foto de sus piernas destrozadas puede verse en la revista Life del 24 de febrero de 1947 (imagen asequible por Internet).
- b) Experimentos sobre tratamiento de heridas de guerra
En 1942 y 1943 también se aplicaron procedimientos inhumanos y crueles para investigar la eficacia de las sulfamidas como agentes antimicrobianos, sobre el grupo de jóvenes prisioneras polacas (el promedio de edad se ubicaba en los 23 o 24 años, la menor tenía 16 y la mayor, 48).
Las primitivas sulfas fueron el primer antibiótico eficaz anterior a la penicilina, pero su historia encierra todo tipo de intrigas, espionaje y disputas, experimentación con humanos y anuncios milagrosos, que se produjeron entre científicos alemanes, por un lado, y franceses y británicos por el otro, desde fines del siglo XIX. Después de la Primera Guerra Mundial se fueron sintetizando (a partir de anilinas, que era el fuerte de la química germana) las primeras sulfas.
Entre noviembre y diciembre de 1941, la Wehrmacht había sufrido muchas bajas en los feroces combates del frente germano‑soviético. Un alto porcentaje de los soldados quedaban incapacitados o morían a causa de la gangrena gaseosa, el tétanos o por sepsis a partir de sus heridas. Los tratamientos eran esencialmente dos: la cirugía de campaña con drásticas resecciones y amputaciones, o la quimioterapia. En este último caso la droga de elección era la sulfamida (el Prontosil, producido por la Bayer, parte del gigante complejo químico de la IG Farben), disponible desde diez años antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial. La cantidad de bajas por infecciones era tan enorme que Himmler dispuso que los médicos de las SS y las empresas farmacéuticas intensificaran al máximo los estudios para mejorar los tratamientos antibióticos.
A fines de mayo de 1942, paracaidistas checos trasladados desde Gran Bretaña atentaron contra Reinhard Heydrich, el lugarteniente de Himmler y preferido de Hitler, en Praga. Las heridas causadas por una granada arrojada al coche no eran necesariamente mortales. El Carnicero de Praga, como se le conocía, fue internado e intervenido quirúrgicamente pero las esquirlas de metal, parte del relleno del asiento, crines, cuero y trozos de tela habían introducido en su tórax y abdomen el Clostridium perfrigensresponsable de la mortal gangrena gaseosa, y otros gérmenes patógenos. El Dr. Gebhardt fue enviado a Praga por Himmler pero nada pudo hacer. Se le aplicaron sulfas con cierta reticencia pero Heydrich murió por septicemia a principios de junio de 1942.
Esto hizo que Karl Gebhardt empezara inmediatamente en Ravensbrück sus experimentos sobre las jóvenes prisioneras polacas que seleccionó para reproducir en ellas “heridas de guerra” y comparar tratamientos entre grupos con el fin de determinar cuáles eran los más eficaces. El trabajo de la Dra. Oberhauser, que fue la ejecutora de los sádicos procedimientos, consistía en hacer grandes incisiones en la parte blanda de las piernas e infectarlas con bacterias (Clostridium perfrigens ‑gangrena gaseosa‑, Clostridium tetani ‑tétanos‑, Estafilococo áureo y además neurotoxinas).
Para simular las condiciones que suponían se encontraban en el frente de combate, la Dra. Oberheuser introducía en las heridas trapos y cueros sucios, clavos oxidados, astillas de vidrio, virutas de madera, aserrín y tierra entre otros elementos piogénicos. Otro de los procedimientos de “simulación” que llevaba a cabo la Dra. Oberheuser consistía en interrumpir la circulación sanguínea en ambos extremos de la lesión longitudinal, mediante ligadura de vasos, con las terribles consecuencias que pueden imaginarse.
A un grupo de las intervenidas se les aplicaron sulfas después de iniciada la infección, la fiebre o la supuración y no se les brindó cuidado posoperatorio. En ciertos casos se les enyesaba la pierna desde el talón a la rodilla, en otros se dejaba la herida expuesta o se la suturaba sin desinfección alguna. A otro grupo (“de control”) se le practicaba días después de la contaminación una cirugía local y una desinfección convencional no antiobiótica.
Estas operaciones no siempre se hacían con anestesia y solían repetirse con meros fines de observación (es decir, sin intervención curativa, reparatoria o paliativa). Muchas estuvieron enfermas por meses y casi todas quedaron lisiadas. La Dra. Hertha también hacía inoculaciones intramusculares en las piernas sin efectuar hendiduras ni aplicar antibióticos y observaba la evolución de la sepsis.
Varias de las presas polacas en Ravensbrück eran médicas o enfermeras tituladas y testificaron en Nüremberg dando información técnica precisa sobre las atrocidades que sufrieron las víctimas. Tal es el caso de la Dra. Sofía Maczka. Explicó que Weronika Kraska contrajo tétanos y murió días después de ser infectada. Asimismo Kasimiera Kurowska, víctima de la gangrena gaseosa. Aniela Lefanowicz, Zofia Kiecol y Alfreda Prus murieron por edema maligno y María Kusmierczuk sobrevivió al mismo pero quedó lisiada por el resto de su vida. Siete u ocho fueron fusiladas o gaseadas para enterrar la prueba de los crímenes.
Casi 60 presas polacas fueron entregadas a Suecia, a través del conde Folke Bernadotte, por órdenes del Reichsfuhrer-SS Himmler, que pretendía negociar una situación favorable para él durante las semanas agónicas del Tercer Reich.
Los testimonios de prisioneras que sobrevivieron a los procedimientos se acumularon contra Hertha Oberheuser durante el juicio. Eran pruebas vivientes del sadismo al que fueron sometidas. Testificaron ‑además de la citada J. Dzido‑ Jagwida Kaminska, Zofía Sokulsk, Zofía Baj, Janina Iwanska, Helena Piasecka, Zdenka Nevedova-Nejedla y Gustana Winkowska.[2]
- c) Experimentos de esterilización
En forma más ocasional pero extensiva, las mujeres recluidas en Ravensbrück también fueron sometidas a esterilización forzada. El responsable directo de estos procedimientos, presuntamente experimentales, fue el Dr. Carl Clauberg[3]; pero la Dra. Oberhauser tuvo conocimiento directo de esas acciones.
- EL JUICIO A LOS CRIMINALES Y SUS SECUELAS INMEDIATAS
Las investigaciones sobre lo sucedido en Ravensbrück estuvieron, en primera instancia, a cargo de los británicos, quienes muy parsimoniosamente prepararon un primer juicio público para Gebhardt, Fischer, Oberheuser y algún otro médico, contra los responsables de las SS y contra las guardianas del campo.
Tanto Polonia como Francia reclamaron a Gran Bretaña la extradición del equipo médico para juzgarlos, alegando que las víctimas habían sido sus connacionales. Los británicos rechazaron enfáticamente esos pedidos porque querían mantener un control absoluto sobre los presos y las pruebas. En torno a las entrevistas y sesiones acusatorias que se empezaron a hacer en Hamburgo (en la zona de ocupación británica) los servicios de inteligencia montaron un aparato de escuchas telefónicas, espionaje postal y seguimientos, para sondear el estado de ánimo de los civiles alemanes que eran instados a concurrir a las audiencias públicas.
Hay que tener en cuenta que Churchill y su gobierno eran los puntales del espíritu derechista, antisoviético, que alentó la llamada Guerra Fría, aun antes de la derrota final de la Alemania nazi. En relación con los crímenes de guerra y los nazis convictos, miembros de las SS y colaboradores de otras naciones, la posición de los británicos era con mucho la más benévola.
Al mismo tiempo actuaron lentamente en la sustanciación de los juicios, lo que permitió que una cantidad de detenidos recuperaran la libertad, obtuvieran papeles y trabajo, cambiaran su identidad o se fugaran al exterior, todo con la complicidad flagrante de la Cruz Roja, de la Iglesia Católica bávara y del Vaticano.
Los estadounidenses, en cambio, tenían una posición más proactiva. Eligieron la línea de apurar los juicios para terminar de una vez con el problema. De esta manera, trasladaron a Europa un aparataje técnico y jurídico considerable y se concentraron en los peces gordos, reclamaron jurisdicción sobre los detenidos importantes y los ingleses debieron ceder aunque quejándose de que su sistema jurídico era más justo, prolijo y garantista mientras que al de los estadounidenses lo consideraban más superficial y espectacular.
En el trasfondo de estas diferencias no había solamente una puja de preeminencia o prestigios jurídicos, sino criterios políticos diferentes: los estadounidenses estaban interesados en saldar cuentas con los criminales y jefes más connotados y ganar reconocimiento mundial por ello (se avinieron a incorporar un juez polaco y uno francés a el tribunal especial) y respeto entre los alemanes vencidos (que se habían vuelto demócratas repentinamente en mayo de 1945). Esto permitiría, por otro lado, desarrollar una operación de blanqueo y enrolamiento de técnicos, especialistas, jefes militares y espías para ponerlos a su servicio tanto en Estados Unidos como en Europa u otros lugares del mundo.[4]
El hecho es que los estadounidenses tomaron el asunto en sus manos, cambiaron el lugar de los juicios (porque en Hamburgo pervivían grandes simpatías hacia los nazis entre la población civil, como lo comprobó el espionaje inglés) y establecieron la sede en Nüremberg (la cuna simbólica del nazismo). El Juicio de los Doctores empezó a fines de 1946, y a regañadientes los fiscales ingleses debieron ceder los presos, la información y documentos probatorios y los testigos que habían reunido.
Los tres médicos de Ravensbrück tuvieron el mismo equipo de abogados defensores, encabezado por el Dr. Alfred Seidl, que venía de actuar como defensor de Rudolf Hess, en el primer juicio a los cabecillas nazis capturados. El Dr. Seidl no inventó el agua tibia; sus argumentos fueron esencialmente dos. En primer lugar la "obediencia debida”: sus clientes eran médicos sometidos al fuero militar o paramilitar y cumplían estrictamente las órdenes de la superioridad. En segundo lugar argumentos que han hecho más carrera, dado que sostenían que los médicos alemanes tenían las más altas calificaciones técnicas y una gran experiencia profesional y que sus experimentos con humanos se habían hecho en nombre de la mejor ciencia, para el avance del saber curar y prevenir y en beneficio de toda la humanidad.
Karl Gebhardt fue llevado al estrado por su abogado Seidl para declarar en su defensa. Asumió total responsabilidad sobre la experimentación en Ravensbrück y en Hohenlychen (lo que naturalmente no exculpaba a sus ejecutores Fischer y Oberheuser), habló horas refiriéndose a los fines estratégicos de la medicina militar, más allá del bienestar individual de los soldados, y al problema de las heridas infectadas como fundamental en las bajas que se producían en todas las guerras y en muchas actividades humanas.
Respecto a la selección de las sujetos experimentales señaló que las polacas habían sido juzgadas y condenadas a muerte por actividades terroristas contra las fuerzas alemanas, por lo que su participación en los experimentos no merecía condena moral y era incluso “una oportunidad” para las prisioneras. Después de escuchar los testimonios de sus víctimas, el Dr. Gebhardt intervino nuevamente diciendo que las jóvenes polacas estaban llenas de odio contra todo lo alemán y en particular contra su persona, a pesar de que había sido él quien había autorizado la entrega a Suecia de 60 de ellas.
Gebhardt también habló de otros experimentos médicos que conocía bien por ser el jefe médico de las SS. Aludió a las vacunas experimentales contra el tifus, una enfermedad que, en todas las guerras de la historia, había sido más mortífera que las armas de los contendientes. Durante la Primera Guerra Mundial, los alemanes tenían una vacuna (la desarrollada por Rudolf Weigl) pero era muy costosa y de lenta producción, de modo que debieron limitarse a combatir los vectores de las bacterias (piojos, pulgas y garrapatas).
En 1941 el Dr. Erwing Ding-Schuler, mayor de las SS (1912-1945), se dedicó a experimentar desaprensivamente con vacunas, venenos y tratamientos sobre prisioneros de los campos de Buchenwald y Natzweiler que habían sido inoculados con causantes de tifus, cólera, viruela y fiebre amarilla. Cientos de prisioneros murieron en esos experimentos y el Dr. Ding‑Schuler se suicidó en agosto de1945 antes de ser juzgado junto con sus colegas.
La obediencia debida fue rápidamente demolida por el Fiscal Especial para Crímenes de Guerra, el Brigadier General Telford Taylor, como ya lo había hecho poco antes en el Juicio a los Capitostes Nazis. Los abogados defensores de criminales de guerra, como se sabe, siguen insistiendo con ese argumento pero en el caso del equipo médico del “puente de los cuervos” no sirvió para exculparlos.
En su alegato, los abogados defensores sostenían que los experimentos médicos sobre condenados a muerte podían ser dispuestos por un Estado soberano, sin consentimiento del sujeto, cuando existía el objetivo de aliviar el sufrimiento humano. Esta idea fue plenamente refutada porque partía de la base totalmente falsa que las mujeres presas habían sido juzgadas con todas las garantías. Esta legitimación de la atrocidad del mundo concentracionario no prosperó. Las presas ya sometidas a las condiciones más abyectas y brutales no podían ser sujeto de sádicos experimentos cuya equivalencia con la pena capital parece una burla sangrienta.
Con los avances de la historiografía, ya a fines del siglo pasado se encontró que las presas polacas, que se autodenominaban “las conejillas”, se consideraban prisioneras de guerra y enfrentaron valientemente a los médicos. Para ello dirigieron una protesta escrita al comandante SS de Ravensbrück, Fritz Suhren ‑que era el encargado de entregar prisioneras para los experimentos‑ negándose a participar. Suhren no estaba totalmente de acuerdo con el equipo médico porque su idea era que la mayoría de las mujeres bajo su égida eran presas políticas a las que había que exterminar con trabajos forzados y comida insuficiente.[5] Sin embargo, debió rechazar la protesta de las mujeres y disculparse con Gebhardt por orden de Himmler.
El Juicio de los Doctores tuvo bastante exposición mediática pero su resultado más perdurable e importante fue un trabajo presentado por el Dr. Leo Alexander, un psiquiatra de origen judío austríaco que había emigrado a los Estados Unidos en 1933 y que en 1945 volvió con grado de mayor y como asesor científico del Fiscal Especial para Crímenes de Guerra. Sus observaciones y análisis acerca de la experimentación con seres humanos por los médicos nazis han pasado a ser pieza fundacional en el tratamiento de los problemas éticos y metodológicos de la ciencia y de la defensa de los derechos humanos, conocida como Código de Nuremberg.
Aunque los científicos han seguido profundizando en los dilemas éticos que entraña su quehacer, los diez puntos de Alexander siguen siendo un fundamento de la bioética que conviene recordar. Sin embargo los gobiernos no los acogieron con los brazos abiertos. De hecho los puntos formulados nunca se incorporaron a la legislación ni en los Estados Unidos ni en Alemania, ni antes ni ahora.
La que sigue es una versión simplificada y adaptada del texto original:
4.1) Es absolutamente esencial el consentimiento voluntario del sujeto humano, también denominado hoy consentimiento informado. Esto significa que la persona implicada debe tener capacidad legal para dar consentimiento; debe ser capaz de hacer una elección libre, sin intervención de cualquier elemento de fuerza, fraude, engaño, coacción o coerción; debe conocer y comprender los elementos que le permitan tomar decisiones razonables e informadas. Antes de que el sujeto de experimentación otorgue su consentimiento para participar, debe conocer la naturaleza, duración y fines del experimento, el método y los medios con los que será realizado; todos los inconvenientes y riesgos que pueden esperarse razonablemente y los efectos sobre su salud y otras incidencias que puedan resultar de su participación en el experimento. Es responsabilidad directa, personal, ineludible e indelegable de quienes promuevan, dirijan o participen en un experimento con seres humanos, el asegurarse de la calidad del consentimiento de todos los que se someten a él.
4.2) El experimento debe estar concebido para arrojar resultados provechosos en beneficio de la sociedad y siempre que dichos resultados no puedan conseguirse por otros medios o métodos. Los experimentos no pueden ser de naturaleza aleatoria o ser llevados a cabo con simples fines de observación innecesaria.
4.3) Los experimentos con seres humanos deben ser proyectados y basados en resultados de experimentación animal y un conocimiento adecuado de la enfermedad o el problema que se pretende estudiar. De este modo, los antecedentes y resultados previos justificarán la realización del experimento.
4.4) El experimento debe ser realizado de tal forma que se evite todo sufrimiento físico y mental innecesario y todo daño.
4.5) No debe realizarse ningún experimento cuando exista una razón independiente de la experiencia para suponer que pueda ocurrir la muerte o un daño capaz de resultar en incapacidad, excepto, quizás, en aquellos experimentos en que los médicos experimentadores sean ellos mismos los sujetos.
4.6) El grado de riesgo que se puede enfrentar durante un experimento no debe exceder nunca el determinado por la importancia humanitaria del problema que ha de ser resuelto con el experimento.
4.7) Los experimentadores deben tomar todos los recaudos y contar con medios adecuados para proteger a los sujetos de experimentación contra la posibilidad, incluso remota, de daño, incapacitación o muerte.
4.8) El experimento debe realizarse únicamente por personas científicamente calificadas y en todas las etapas de un experimento debe exigirse el mayor grado de experiencia, pericia y cuidado en aquellos que realizan o están implicados en dicho experimento.
4.9) Durante el curso de un experimento los sujetos humanos deben tener la libertad de interrumpirlo en cualquier momento si consideran que su continuación les parece imposible o intolerable.
4.10) Durante el curso de un experimento el científico responsable tiene que estar preparado para interrumpirlo en cualquiera de sus etapas, si tiene razones para creer de buena fe que se requiere de él una destreza mayor y un juicio cuidadoso de modo que una continuación del experimento traerá probablemente como resultado daño, discapacidad o muerte del sujeto de experimentación.
- CUESTIONES ÉTICAS DE LA INVESTIGACIÓN CIENTÍFICA
Aunque el juzgamiento de los criminales de guerra nazis en Nuremberg tuvo resultados acotados, poco significativos en cuanto a una erradicación definitiva del nazismo en Alemania, a la superación del racismo y a la prevención de genocidios y crímenes de lesa humanidad en todo el mundo, es innegable que produjo un impacto importante desde el punto de la historiografía, la política, la ética, la filosofía de la ciencia y en general sobre la importancia del respeto de los derechos humanos para la convivencia y supervivencia de la especie sobre el planeta.
5.1 Historias de odio y aniquilamiento. Antes de enfocar algunas de las cuestiones éticas desencadenadas por los crímenes del nazismo, debemos hacer algunos señalamientos. En primer lugar, la existencia de múltiples antecedentes sobre crueldad entre humanos, degradación, abyección y genocidios. Hay textos milenarios, que varias religiones consideran sagrados, rebosantes de historias de odio y venganza, masacre, esclavización y exterminio de pueblos enteros a manos de autoproclamados “pueblos elegidos” autoinvestidos del poder para crearse enemigos y aniquilarlos como si fueran alimañas.
La total falta de compasión, la crueldad, la degradación y el despojo de vidas y bienes, el arrasamiento de culturas enteras, la explotación imperialista de un pueblo sobre otro, la opresión de clases dominantes sobre los dominados, siempre han encontrado su justificación y su razón aparente en mandatos provenientes de entidades sobrenaturales, en las razones presuntamente superiores de índole mitológica, económica, política o biológica, en la necesidad de ejercer el poder y el sometimiento como condición de vida: la pureza racial, la eugenesia, las clasificaciones degradantes para los oprimidos, la segregación, la discriminación, el terror, el odio hacia lo diferente, el salvacionismo intolerante.
Naturalmente el conocimiento científico o las elucubraciones de los sabios ‑que son conocimientos sociales por excelencia, es decir productos permanentemente refinados del saber humano‑ nunca han estado separados o enajenados sino empeñados en la peripecia de la humanidad. El conocimiento siempre ha tomado partido, a veces para oponerse al odio y la crueldad, a veces para luchar desde el gabinete, desde la plaza o desde las barricadas, pero también a veces para justificar los crímenes, para distraer la atención, para nublar la visión, para ocultar la verdad, para plantear falsos dilemas y en definitiva para mantener las condiciones que permitieron, en algún momento, el desarrollo de las perversiones y el dominio de los intereses más oscuros y malignos que son producto de las condiciones concretas de la sociedad y la civilización.
5.2 El Código de Nuremberg y el utilitarismo. Hace ya 70 años, después de abismarse en los Juicios de Nuremberg, el Dr. Leo Alexander decidió denunciar los pseudoexperimentos de los médicos de las SS y proponer medidas capaces de prevenir su reiteración[6]. Eso es lo que hizo. Lo más sorprendente no es que cientos y tal vez miles de estudiantes y profesionales de todas las ramas de la ciencia se hayan dedicado a estudiar, aplicar y mejorar sus propuestas en todo el mundo. Lo más sorprendente es que cientos y miles de científicos se planteen dilemas y aporías en relación con los crímenes de los médicos nazis y con el uso o reconocimiento de lo que creen que son sus resultados prácticos.
La razón de ser del trabajo del Dr. Alexander radica en la relación entre cada uno de los puntos del Código con lo que realmente sucedió en el campo de las ciencias de la salud bajo el Tercer Reich. El autoescrutinio ético, que cada estudiante, cada profesional, cada investigador, debe hacer sobre su trabajo no puede efectuarse al margen de un estudio histórico. Más que saberse de memoria los preceptos de Alexander, lo que importa es ubicarlos en el contexto político, histórico, filosófico y práctico que los suscitó. Las consideraciones éticas, como los experimentos científicos, deben basarse en un conocimiento sólido de los contextos concretos. Los científicos no pueden ignorar la historia ni por un instante.
La historiografía evoluciona y aporta nuevos datos acerca de lo que sucedió, nuevas interpretaciones de viejos datos, nuevos documentos. Los alemanes y los europeos en general no han terminado de polemizar y extraer conclusiones acerca de lo que aconteció en la primera mitad del siglo XX. La Guerra Fría, que parecía haber terminado con el siglo, sigue muy animadamente en los círculos científicos porque los fenómenos mundiales, las guerras en el Oriente Medio, el alud de los infelices inmigrantes africanos, asiáticos y de los países más pobres, las hambrunas, las enfermedades y las propias condiciones y contradicciones internas de los países ricos, alimentan el racismo, la discriminación, la construcción de campos de concentración, de muros y cercas electrificadas, de guetos.
En este panorama no es extraño que el nazismo sea reivindicado y no por grupúsculos fanáticos o por políticos mercachifles del odio, sino por profesores y académicos que van desde el llamado “negacionismo” (el exterminio masivo de personas no existió, o "fue un mal menor”) hasta los que justifican el antisemitismo, el anticomunismo y proponen medidas discriminatorias, segregacionistas y crecientemente antilibertarias basándose en presuntos estudios propios.
Para la ética, que es una disciplina esencialmente polémica, el problema mayor no radica en los que exculpan a los nazis y reivindican a Hitler y sus secuaces, sino en los que dudan. Es decir, los científicos que desde el punto de vista de la ética utilitarista se limitan a condenar los métodos empleados por los médicos nazis pero piensan que sus objetivos eran útiles y sus resultados aprovechables. Los charlatanes pueden ser desenmascarados sin mucho esfuerzo, pero para las ambigüedades no hay otro remedio que aportar esclarecimiento.
La formulación más extrema de la ética utilitarista es la de que “el fin justifica los medios”. Ese fue precisamente el principio que los médicos nazis aplicaron a su defensa. Ellos habían recurrido a cruentos experimentos con humanos por el bien de la humanidad, para salvar la vida de miles y miles de heridos, en cualquier actividad, que podían ser afectados por infecciones bacterianas, venenos u otros agentes patógenos. O bien habían congelado hasta la muerte a decenas y cientos de prisioneros para estudiar las mejores formas de combatir la hipotermia y salvar la vida de náufragos. O habían sometido a anoxia aguda y generalmente mortal a presos encerrados en cámaras hipobáricas para prevenir las afecciones en los pilotos de aviación. O habían experimentado con productos químicos y biológicos sobre sujetos humanos para desarrollar vacunas y tratamientos para salvar a millones de personas. O habían practicado amputaciones, resecciones y disecciones en personas vivas, con y sin anestesia, para perfeccionar técnicas de cirugía regenerativa, ortopedia y trasplante de órganos que mejorarían o salvarían la vida de muchísimos seres. O habían infectado deliberadamente con los más terribles patógenos a decenas de mujeres para observar sus padecimientos -como hizo la doctora rubia, Hertha Oberheuser- en Ravensbrück.
Los médicos nazis y sus abogados, más allá de los jueces y los periodistas, se dirigían a sus colegas estadounidenses y británicos, presentándose como abnegados precursores de la investigación científica y aludían expresamente al gran valor de los datos que habían recogido y de las conclusiones que habían extraído. Ofrecían la posibilidad de utilizar esos “descubrimientos” para el bien de la humanidad e intentaron tentar al auditorio hablando sin tapujos de la trascendencia de sus experimentos, independientemente de sus destinos personales, pues ellos habían hecho lo que otros no se habían animado a hacer.
Esgrimieron abiertamente el utilitarismo tratando de salvar el pellejo o por lo menos su reputación como médicos. Algo así como “ustedes pueden condenar nuestros métodos, pueden resultarles monstruosos e inhumanos pero son científicos y nuestros hallazgos les serán útiles aunque nos abominen a nosotros porque nuestro objetivo, el bien de la humanidad, es el mismo que el de ustedes”.
La falta de compasión, el desprecio absoluto por el sufrimiento que infligían a sus víctimas y sobre su destino posterior (cuando no derivaban directamente en hacerlas fusilar o gasear para borrar las huellas más molestas de su incapacidad humana y técnica) descalificaban en forma total los métodos que aplicaron los médicos nazis. Esta es la objeción ética fundamental: la medicina sin compasión es sadismo, tortura o perversión cuya intención primordial, final e inapelable es causar dolor y sufrimiento.
5.3) Sadismo y deshumanización sistémica. A la misma conclusión se llega cuando se examinan las técnicas de interrogatorio a prisioneros, ya sean las aplicadas por los militares uruguayos durante la dictadura (1973‑1985) o la de sus maestros: los esbirros de la Gestapo, los paracaidistas franceses, los torturadores estadounidenses de los “interrogatorios potenciados” o los especialistas militares israelíes. Su justificación es idéntica: obtener información para salvar vidas, prevenir atentados, proteger sus fuerzas. La verdad es siempre la misma: el objetivo de la tortura es la destrucción total o el mayor daño a un enemigo que se considera una cosa, un humanoide (generalmente categorizado muy por debajo de cualquier animal de laboratorio) cuya vida no solamente carece de valor sino que debe ser ejemplarmente eliminada.
Quienes pretenden justificar el sadismo y la tortura en el trato de seres humanos o disculpar su magnitud y la perdurabilidad de sus efectos también apelan a otro tipo de explicaciones, por ejemplo atribuyéndola a un desequilibrio psíquico del torturador, a una explosión de ira u otras psicologizaciones, es decir a la intervención o acción de individuos aislados, descontrolados o a los que “se les fue la mano”.
Se trata del reverso lógico de la “obediencia debida”: el sádico actuó bajo órdenes o mandatos de autoridad y con ella trata de exculparse. El mandatario o el jefe atribuye los crímenes al exceso de celo de subordinados descontrolados o a la acción de agentes individualmente criminales. La verdad es que no hay que haber leído a Primo Levi, a Hanna Arendt o a Hans Mommsen para comprender que el sadismo en el trato a seres humanos es un asunto sistémico, social y en cierto sentido hasta cultural que no puede ampararse en intentos exculpatorios, forzosamente reduccionistas. Es intelectual y prácticamente fraudulento reducir los fenómenos sistemáticos a la acción de elementos aislados.
El equipo médico de Ravensbrück no era un grupo de sádicos que operaban por las suyas ni científicos malignos empeñados en ritos satánicos; eran parte de un sistema política e ideológicamente articulado, eran un apéndice utilitario de una organización cuyos fines eran la eliminación y superexplotación de “seres inferiores” privados de todo derecho y el enaltecimiento de una “raza superior” que lo poseería todo, si se nos permite tal simplificación.
Existían contradicciones, vacilaciones y variantes, no era un sistema perfecto ni mucho menos, pero su propósito central estaba claro y su método fue el genocidio. En tal sentido, el bien de la humanidad no podía ser “un objetivo compartido” con otros científicos, investigadores o médicos que no estuvieran consustanciados o complicados, de un modo u otro, con el sistema nazi. Eran criminales y sus objetivos genocidas hacían inviable e injustificable el reconocimiento de sus resultados o la eficacia de sus métodos.
Esto fue comprendido por los jueces, por los médicos y particularmente por Leo Alexander. Los criminales tuvieron su castigo, benévolo es cierto, con excepción del Dr. Gebhardt que terminó en la horca aunque, siguiendo el desarrollo del juicio detalladamente se puede sospechar que la drasticidad del veredicto, en su caso, parece haberse apoyado más en su larga y estrecha relación de complicidad con el Reichsführer-SS Himmler que por su papel dirigente en los monstruosos experimentos con seres humanos.
5.4) Versiones sutiles de acciones brutales. Desde los tiempos de Nuremberg, pero con mayor frecuencia en las últimas décadas, hubo quien compró versiones más sutiles del utilitarismo interpuesto en los alegatos. Estas versiones alimentan discusiones que llegan hasta nosotros: las que giran en torno a la idoneidad de los científicos y especialmente de los médicos y experimentadores alemanes y las que se refieren a la posibilidad de emplear sus “hallazgos” y más específicamente a la posibilidad de citarlos o referirlos como antecedentes en investigaciones actuales.
La opinión sobre la idoneidad de los alemanes, en cualquier terreno pero especialmente en el científico, en el estratégico y en el militar, ha sido escrutada e interpretada en forma diferente a lo largo de los años. El hecho que Hitler, Himmler, Goering, Bormann y tantos otros capitostes nazis y altos jefes militares hubieran conseguido suicidarse para escapar a sus responsabilidades no ha impedido que toneladas de documentos, memorias y testimonios hayan sido acopiados, ocultados y analizados una y otra vez. Miles de científicos, profesionales y técnicos que participaron en el montaje bélico siguieron trabajando y testimoniando, y con tiempo y estudio se ha ido ganando en auténtica comprensión sobre la “superioridad técnico‑científica alemana”, sus grandes aciertos y sus grandes fallas.
Cuando el Juicio de los Doctores, en 1946 y 1947, algunos comentaristas y expertos opinaron que los acusados eran oportunistas con poca formación o sencillamente charlatanes. La verdad era otra. En realidad la mayoría de los encausados tenía importantes antecedentes académicos y una larga trayectoria en la experimentación con humanos y varios habían participado en el infame Proyecto T‑4 mediante el cual, antes de la Segunda Guerra Mundial, el régimen nazi había llevado a cabo una cuidadosa selección para proceder a esterilizar y eliminar las “vidas inútiles” mediante inyecciones letales a cientos de miles de discapacitados y enfermos crónicos en todo el país. Se estima que los afectados fueron 400.000.[7]
Semejante capacidad puesta al servicio de un objetivo despiadado fue predecesora directa de la llamada Solución Final: el exterminio de los judíos europeos y en general de todos los enemigos, por antonomasia “seres inferiores”.
No todos los encausados eran afiliados al partido nacionalsocialista (NSPD) o necesariamente simpatizantes del nazismo en el ámbito público. Lo que sí tenían en común era una postura conservadora, profundamente nacionalista, derechista, racista y a menudo aristocráticamente corporativa que hacía que la gran mayoría de esos expertos se prestaran a colaborar con los planes genocidas del nazismo. Algunos habían empezado por promover o apoyar las persecución de sus colegas izquierdistas primero, judíos enseguida y disidentes en general. Luego, con las voraces exigencias de la guerra, se volvieron carniceros apurados y crecientemente desprolijos.
5.5) El factor común y la deshumanización total. En los médicos del equipo de Ravensbrück, había un factor común todavía más estrecho para encuadramiento de sus acciones: su vínculo con las SS, la organización policíaca y paramilitar encargada directamente del exterminio de presos, disidentes y deportados porque regía todo el universo concentracionario nazi y extendía sus tentáculos en todos los ámbitos de la sociedad alemana. Las SS, Der Schwarze Korps (El Cuerpo Negro), como se llamaba su periódico y su insignia, el Totenkopf (una calavera con dos tibias cruzadas), fueron los símbolos del brazo ejecutor de los mayores crímenes del nazismo.
El carácter represivo, fanático y despiadado de las SS no permitía que sus médicos tuvieran objetivos diferentes o no totalmente coincidentes con los de la organización. Los médicos de las SS eran, más allá de las apariencias de los buenos tiempos, vulgares carniceros a quienes ni siquiera les interesaba matar limpiamente a sus víctimas.
Que las profesiones vinculadas con la enfermedad o la muerte de seres vivos, especialmente de los humanos, son estresantes no es novedad. Enfrentar el sufrimiento ajeno implica un inevitable compromiso de la sensibilidad del tratante. No es posible curar sin comprender y no es posible comprender sin compartir el sufrimiento físico y psicológico, las penurias del entorno y las perspectivas de un futuro incierto. No hay corazas impenetrables para transar esos compromisos. La experiencia y la compasión ayudan. Sin embargo, hay diferencias sustanciales entre las defensas de un profesional de la salud, de un sepulturero, de un científico, de un médico forense y las de un sádico responsable de tratamientos crueles e inhumanos.
La negación tiene patas cortas. Los desplazamientos de la sensibilidad hacia otros seres son artificiosos y a la postre inútiles.[8] La deshumanización que promueve y permite el racismo es una pérdida de sensibilidad expresamente dirigida contra lo diferente y, salvadas las distancias, puede equipararse con la desensibilización que se encuentra en adictos terminales a las drogas o en las víctimas de bárbaros conductistas como Martin Seligman y sus experimentos de “indefensión adquirida”.[9]
Gebhardt, Fischer y Oberheuser mostraron que su aparente invulnerabilidad emocional ante los tremendos sufrimientos que causaban deliberadamente a sus víctimas, provenía de la deshumanización o degradación absoluta en que el sistema nazi había incluido a los “no arios”, a quienes se les oponían políticamente, a los judíos, los gitanos, los Testigos de Jehová, los sacerdotes opositores, los miembros de comunidades segregadas, los prisioneros de guerra y en general a todos los ajenos al Herrenvolk.
Demás está decir que la superioridad de los elegidos, de sus ideólogos y de sus verdugos, de los promotores y los ejecutores de los crímenes de lesa humanidad, suele arraigarse en sus propios temores oscuros, sus angustias y desesperaciones, tanto como en un plan político, de dominio, de explotación, de poder absoluto.
La discusión acerca de la superioridad científico-tecnológica alemana, acerca de la idoneidad o la ineptitud de los experimentadores, perdió importancia. Capaces o incapaces, fueron “asimilados” por los establecimientos científicos y tecnológicos de los países aliados y, sobre todo, la mayoría continuó su carrera, incluso con honores, en la misma Alemania y en países a los que fueron masivamente exportados: por ejemplo, a nuestra vecina la República Argentina.
5.6) ¿Salvar algo del desastre? Cuando la comunidad científica mundial pudo conocer los resultados de los experimentos con humanos que habían hechos los médicos nazis, surgió otra cuestión que se coló por las rendijas de la ética utilitarista: el intento de “salvar algo del desastre”. Algunos sostuvieron que de tanto horror y sufrimiento tal vez podrían rescatarse datos experimentales útiles para salvar vidas, especialmente en las muertes provocadas por hipotermia o anoxia, los edemas malignos, las sepsis y su tratamiento quirúrgico y antibiótico o la medicina deportiva (de la que Gebhardt, por ejemplo, había sido gran promotor y figura antes de la guerra).
Estos intentos, por parte de especialistas que decían que nunca se atreverían a poner en peligro la vida de sus sujetos experimentales o causarles sufrimientos, o que admitían los límites y diferencias entre la experimentación con animales y la que se podría hacer con humanos, se apoyaban en falencias éticas y técnicas de magnitud.
Que se pueda “rescatar” resultados de una praxis maligna desarrollada por criminales plantea una especie de apología retrospectiva que se vuelve, una vez más, sobre las víctimas, las ignora, las desprecia y sobre todo intenta una brecha en el Código de Nuremberg. Admitir que pueda haber resultados rescatables de experimentos crueles implica ignorar el principio clave del consentimiento informado. Las víctimas fueron usadas, como organismos desechables, contra su voluntad, con engaño o falsas promesas, o lo que es peor, bajo condiciones de abyección, de sometimiento e impotencia o indefensión totales.
Es cierto que, en algunos países, hay individuos que se prestan a jugar el papel de ratones de laboratorio para la experimentación con fármacos, drogas o técnicas de alto riesgo, a cambio de dinero, reconocimiento y rebaja o sustitución de penas (porque generalmente se trata de presidiarios); pero aun en estos casos el categórico mandato ético del consentimiento informado no puede desaparecer o ser bastardeado con intercambios que hacen dudosa la calidad de un consentimiento obtenido en semejantes condiciones concretas.
Estas cuestiones se plantean y se seguirán planteando porque a partir de los crueles experimentos “médicos” la necesidad básica del consentimiento informado se ha extendido a todo tipo de intervenciones sobre los seres humanos. Por ejemplo, al polémico caso de la aplicación de tests, pruebas o técnicas psicológicas destinadas a explorar la personalidad de las personas, particularmente el de los llamados tests proyectivos (Rorschach, TRO, TAT, etc.) o cuestionarios de personalidad como el MMPI, etc., en los que “no hay resultados correctos o incorrectos” según sostienen los profesionales al aplicarlos pero que, de todos modos, culminarán en un juicio sobre la psiquis o la personalidad del sujeto, basado en interpretaciones cuyas características y alcances nunca son informados con antelación o expuestos como devolución a posteriori.
En cualquiera de los campos de la psicología, el consentimiento informado, la devolución oportuna, la posibilidad de obtener segundas opiniones, la propiedad de los resultados, la posibilidad de interrumpir un tratamiento por voluntad propia, son condiciones esenciales que muchísimos profesionales ignoran. Ya sea porque desconocen el Código de Nuremberg o porque lo consideran un problema de otras disciplinas que a ellos no les atañe.
5.7) El silencio es ambiguo. También se ha producido polémica en torno a si es adecuado o admisible citar los datos experimentales de los nazis como antecedente o referirlos en publicaciones científicas. Los editores de las revistas científicas suelen rechazar semejantes citas porque consideran que publicarlas podría inducir a los autores a considerarse al margen de la ética cuando trabajan por “el bien de la humanidad”.
Está claro que los investigadores no pueden tratar a las personas como se les dé la gana y por eso se ha extendido una especie de acuerdo respecto a esas citas bibliográficas. Omitir totalmente la referencia a los procedimientos criminales no implica rechazarlos, puesto que si no hay cita, no hay oposición. Citar a los investigadores nazis no les legitima ni les exculpa pero a condición de condenarles, expresamente, al mismo tiempo.
Existe gradación en las posiciones. Desde posturas parcialmente utilitaristas se sostiene que cuando la maldad de los medios empleados es muy grande los datos experimentales deben ser de enorme trascendencia y de gran importancia para que su uso pueda resultar aceptable. También se sostiene, desde otro ángulo, que no basta con rechazar el uso de los datos o con denunciarlos como no éticos, pues el acto que se juzga no es el de haber hecho experimentos con humanos sino el uso de los resultados.
La aporía surge porque para justificar el acto, apoyándose en el bien potencial que podría aportar, se requeriría algún tipo de “medición de la maldad” de los experimentos y esto, vista la crueldad desplegada, es virtualmente imposible. La magnitud y el carácter intrínsecamente maligno de los actos le cierra el camino a cualquier variante de “el fin justifica los medios”. Son cuestiones que están más allá de cualquier “evaluación de riesgos” o de “cálculos de costo‑beneficio” cuya sola aplicación resultaría monstruosa porque inevitablemente habría que sostener que hay formas de hacer que los sádicos experimentos o los tratamientos crueles resulten retroactivamente valiosos.
5.8) El problema de la validez de las técnicas. Vistas someramente las cuestiones anteriores (responsabilidad social y atrocidades cometidas por profesionales corrompidos por un sistema deshumanizante; competencia y formación de los investigadores; falta de utilidad de los datos experimentales obtenidos por medios malignos; citar y condenar dichos datos simultáneamente), es preciso abordar un tema metodológico esencial que, sin embargo, está estrechamente ligado a la ética de la investigación: se trata del problema de la validez de las técnicas: el análisis de los procedimientos para verificar que fueron concebidos con el fin de arrojar resultados significativos, no aleatorios, y por medios que no descalifiquen su propósito. En última instancia, una técnica o procedimiento de investigación solamente será válido si efectivamente cumple la promesa científica de aumentar el conocimiento para el bien de la humanidad.
Los procedimientos desarrollados por los médicos nazis en Ravensbrück carecían de validez, pero además y consiguientemente estaban metodológicamente muy mal concebidos y ejecutados. La falla ética esencial y la incuria técnica resultaron inseparables. La selección de las mujeres y la integración de los grupos para comparaciones, con que trabajaba la Dra. Oberheuser, era arbitraria y fallaba de entrada el criterio de qué y cómo comparar.
No se tomaba medida alguna para aliviar los intensos estados febriles. En muchos casos ni siquiera se les daba agua. La alimentación era igual o aun peor, si eso fuera posible, que la que recibían el resto de las prisioneras en los barracones. Por ende, la mortalidad del “grupo de control” era mayor que la de otro grupo, siempre de cinco mujeres, que recibía algún tipo de tratamiento de las brutales lesiones que se les habían causado, con sulfamida o quirúrgico.
Peor aun: las curaciones y la atención de enfermería no solamente eran inexistentes sino que la pretendida simulación de “heridas sufridas en combate” incluía las interrupciones del flujo sanguíneo, la multiplicación de agravantes (suturas deficientes o falta de ellas, exposición a productos químicos reconocidamente tóxicos e ineficaces, ausencia de anestesia, etc.) y una fría observación del sufrimiento, la agonía y la muerte donde la única variable que parecía contar era lo que tardaba en perecer la desdichada víctima.
Similares vicios descalificantes presentaban los procedimientos de cirugía reconstructiva y trasplantes de miembros que llevaron adelante Gebhardt y Oberheuser en el hospital de Hohenlychen. El cirujano había practicado esas atrocidades durante años, exclusivamente con presos que le enviaban por camionadas desde distintos campos de concentración. Finalmente se estableció con certeza que, en los distintos lugares donde actuó el equipo de Ravensbrück, decenas de seres sometidos a los crueles experimentos fueron gaseados o fusilados para enterrar materialmente la prueba de su sadismo e ineficacia.
Los treinta procedimientos que fueron escrutados en el Juicio de los Doctores presentaban las mismas fallas metodológicas. Médicos dedicados, con experiencia en investigación, actuaron como matarifes. Algunos tenían antecedentes como genocidas y esterilizadores pero todos resultaron torturadores que perdieron cualquier prestigio que hubieran ganado en su carrera anterior a los crueles experimentos.
El diseño experimental era malo y los registros falsos o erróneos. Por ejemplo, quienes pretendieron, después de la guerra, utilizar los datos experimentales sobre la congelación de humanos se cuidaron de ocultar que los sujetos sometidos a ella eran presos debilitados por el sobretrabajo, torturados, mal alimentados y carentes de grasa corporal. El Dr. Leo Alexander analizó los informes y resultados de las pruebas de hipotermia que su responsable principal, el Dr. Sigmund Rascher[10] (1909‑1945), dirigía a Heinrich Himmler, y descubrió que estaban llenos de datos falsos y cifras acomodadas.[11]
Prisioneros de guerra franceses (52 de ellos) fueron sometidos al efecto de gases tóxicos, que se habían usado en la Primera Guerra Mundial (gas mostaza, fósgeno, etc.) y lo único que los médicos registraron fue el tiempo que tardaban las víctimas en morir. Es decir que ignoraron deliberadamente la concentración del gas, el peso corporal y el estado físico de los sujetos o el tipo de edema pulmonar que producía la muerte. Lo único que interesaba era contemplar muertes rápidas.
Los experimentos eran torturas que habían transformado cualquier viso de ciencia en puro sadismo; los datos experimentales fueron amañados para servir al racismo genocida y no contribuyeron a hipótesis científica alguna. Emplearon una terminología científica impersonal y aséptica para encubrir la crueldad y el sufrimiento: “los grupos o sujetos de control” eran los que sufrían los peores tormentos, el “tamaño de la muestra” se dimensionaba en los vagones de ganado o camiones abarrotados de internados de los campos de concentración de que disponían, las “respuestas” o “resultados esperados” eran, únicamente, el tiempo que duraba el tormento o lo que tardaban las víctimas en morir.