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EL MARTILLO, EL LÁPIZ Y LA “LENGUALITERATURA”

 Publicado: 04/08/2021

El cuerpo abyecto


Por Santiago Cardozo


Se dice y se repite, una y otra vez, que el lenguaje es un instrumento de comunicación. Los juicios más destemplados sobre la literatura lo confirman, también, una y otra vez. En efecto, suele pensarse la literatura en términos de una utilidad puesta siempre bajo sospecha, o mejor, de una inutilidad manifiesta, como si no fuera otra cosa que un pasatiempo, un inocente acceso a la cultura de todos los tiempos y las geografías. Pero la literatura no deja de poner de relieve, de forma persistente y tenaz, la naturaleza no solo no instrumental del lenguaje, sino también anti-instrumental; esto es, la naturaleza política del lenguaje.    

*****

Un día me lo encontré, casi diez años después de la última vez que nos vimos, en una parada de ómnibus. Hacía frío, recuerdo, y ambos estábamos tapados hasta los ojos. Se me acercó y, de una, me tiró, sin solución de continuidad: ¿Qué es de tu vida?

La pregunta me cayó como del oscuro cielo en el que había quedado nuestra relación. No me la esperaba, pero me la espetó a boca de jarro, casi, diría, como un vómito. Entonces, tuve que atajarla. Sonaba a inquisición o, al menos, a una intromisión inadmisible; a fin de cuentas, él ya no era más mi amigo, había dejado de serlo por aquellos años. Sin embargo, antes de responderle, le toleré ambiguamente la pregunta con mi silencio y, en cierto modo, estábamos retomando un vínculo que su desidia había fracturado.   

*****

Después de haberse leído la obra completa de Borges y de Onetti, le entró, deseoso, a Barthes. No sabía de su interés por el semiólogo francés; sin embargo, no me pareció extraño el paso de aquellos enormes escritores al tipo que estaba plenamente sujetado, primero, a su madre, cuya muerte le significó una cimbronazo bárbaro, y, después, a su fantasma. Tomó una libreta y transcribió: 

“¿El lugar más erótico de un cuerpo no está acaso allí donde la vestimenta se abre? En la perversión (que es el régimen del placer textual) no hay ‘zonas erógenas’ (expresión por otra parte bastante inoportuna); es la intermitencia, como bien lo ha dicho el psicoanálisis, la que es erótica: la de la piel que centellea entre dos piezas (el pantalón y el pulóver), entre dos bordes (la camisa entreabierta, el guante y la manga); es el centelleo el que seduce, o mejor: la puesta en escena de una aparición-desaparición”. (El placer del texto, 2003, 19)

 

Y abajo, con una letra ligeramente diferente, el trazo más errático y, a la vez, firme, como resultado de sus cavilaciones del momento y de los temblores de la abstinencia, escribió: 

“De acuerdo con Barthes. Pero me pongo a pensar, por ejemplo, en otros objetos que pueden ser considerados a la luz del ‘placer del texto’, porque ellos mismos pueden ser concebidos como un texto con su propia codificación y decodificación, aunque un texto, ciertamente, no se reduzca a esto. Por ejemplo: un ventilador de pie o la ausencia de cuadros en las paredes de un apartamento en el centro de una ciudad capital”.

Copiada la cita de Barthes, se lanzó a una reflexión más bien especulativa, sin demasiado rigor teórico. Su análisis provenía de la experiencia; su decir, del deseo del deseo del otro: de ese otro que era Barthes. Escribió un par de enmiendas a las palabras del filósofo francés: añadió que la pornografía, a diferencia del erotismo, carece de sentido, está completamente desprovista de contexto, de trama y, como consecuencia, no produce ninguna interpelación al otro, en la medida en que tampoco suscita interpretación alguna. En cambio, señalaba, el erotismo, en el juego entre la mostración y el ocultamiento, inscribe el objeto en una trama, un argumento, quizás, en el interior de un contexto histórico que dota de sentido al juego erótico. En consecuencia, hay sentido e interpretación, lo que da lugar, tejía, a la interpelación de la mirada ajena, vale decir, suscita preguntas sobre el acto mismo de mirar y la forma en que la mirada se inscribe en el objeto. Y, como se sentía insatisfecho con lo explicado, le dio una vuelta de tuerca: decía que la mirada implicada en el erotismo permitía realizarle preguntas a la mirada envuelta en la pornografía (en este pasaje, aparecían subrayadas las palabras “implicada” y “envuelta”). Y cerraba el párrafo con esta observación: la mirada del erotismo está hecha de un deseo perpetuamente desplazado, mientras que la mirada de la pornografía es puro goce o, como escribía emulando la forma lacaniana que, a su vez, emulaba la fórmula marxiana, un plus de goce. El porno tiene como correlato el erizamiento o la emasculación del cuerpo del que mira; el erotismo, en cambio, seduce, procrastina el orgasmo a un momento indefinido, si es que llega.

Cuando hubo terminado estas anotaciones, pasó días sin escribir, encerrado en la serie de pensamientos que se le desprendían de la cabeza, como se descascara la pintura de una pared allí donde domina, hace largo tiempo, la humedad. (Sentía que, en efecto, los pensamientos se le desprendían de la cabeza, del cuero cabelludo; que se le salían por las orejas envueltos en la cera que removemos con una toalla o un cotonete, de “esta máquina roja”).

*****

Ese día, cuando me arrojó la pregunta a la que no pude reaccionar con la velocidad que requería la respuesta, me dijo que se había gastado toda la guita de la pensión que cobraba por retrasado en whisky y cigarros y que, ya que se había encontrado conmigo de casualidad, aprovechaba para pedirme prestados unos pesos, no muchos, agregó, pero los suficientes como para subsistir hasta el próximo cobro, quince días más adelante. Yo, nuevamente sorprendido, pero ahora por el pedido y, sobre todo, por el tono que le imprimió, solo atiné a tantear mis bolsillos a fin de constatar si tenía algo para darle (“algo para darle”, como si fuera, en cierto sentido, un indigente). Como siempre, solo andaba con un par de billetes de cincuenta pesos, de modo que se los di. No quedó conforme. Me rajó un pequeño insulto: siempre una rata. Se dio media vuelta y no lo volví a ver nunca más. 

Dos años después, un pariente suyo me llamó por teléfono para darme la noticia de que había muerto y de que me había dejado una libreta, la misma a la que yo había tenido acceso en tiempos de una amistad razonable, cuando iba a poner un poco de orden a su casa. Solo había agregado otra cita de Barthes, con una caligrafía tambaleante y una palabra al final: 

“El placer de la frase es muy cultural. El artefacto creado por los retóricos, los gramáticos, los lingüistas, los maestros, los escritores, los padres, este artefacto es imitado de manera más o menos lúdica; se juega con un objeto excepcional del que la lingüística ha señalado su carácter paradójico: inmutablemente estructurado y sin embargo infinitamente renovable: algo así como el juego de ajedrez”.  

“Escribí”. 

No sé el motivo, pero seguí la orden, y escribí.

¿Por qué se había obsesionado con Barthes? ¿Qué clase de atracción había ejercido sobre él el franchute? ¿Por qué había quedado trancado o capturado solo por algunos pasajes del intelectual galo mutante? De Borges y Onetti a Barthes: ¿cuál había sido la razón de ese trayecto y de ese destino que, por otra, parece muy natural?   

¿Qué quiere decir que el placer de la frase es muy cultural? No que es cultural, sino muy cultural. Ahí está el signo del plus de goce: “muy”, cierto orden económico al que Barthes rechazaba, pero también su propio placer lector, el ejercicio de la crítica fundado en ese placer de decir según un estilo singularísimo, identificable a diez kilómetros; el placer de los fragmentos y de la novela fantasma en preparación. Hay un artefacto, una cosa creada por el pensamiento. (Quizá cupiera la interpretación de que, como creía Parménides, el pensamiento y la cosa pensada son lo mismo). Entidad hecha de palabras, de la irreductibilidad de la gramática, de la materialidad misma del significante. Este es el punto que no se puede traspasar. La lingüística, sin embargo, no puede absorber adecuadamente los efectos del artefacto, porque el plus que constituye su goce desborda al propio pensamiento lingüístico, en cualquiera de sus formas. Pero, aun así, el mérito primero y último de la lingüística es enseñarnos de la naturaleza paradójica del artefacto: tiene una estructura (piezas relacionadas cuyo valor se define a partir de la posición que aquellas ocupan en dicha estructura) y está sujeto a la apertura propia de la significación: las piezas se renuevan, cambian de posición y, con ellas, muda su valor y la estructura se reestructura sin dejar de ser una estructura. La lógica: la existencia implacable de la estructura como principio regulador del funcionamiento de los signos, en el interior de la cual las diferencias y las oposiciones constituyen las reglas de la definición del valor de las piezas del juego; la dinámica: movimientos, desplazamientos, remisiones, articulaciones cambiantes, choques, enfrentamientos, solidaridades, en suma, cambios. La lógica es atemporal; la dinámica, cultural, histórica. La lógica no sabe de ideología ni de interpelaciones; la dinámica, en cambio, activa movimientos centrífugos y centrípetos en los que intervienen escritores, lingüistas, maestros, retóricos, padres, etcétera. He aquí, pues, las dimensiones activas del tiempo y del espacio, de las formaciones discursivas que definen el sentido de las palabras o las expresiones lingüísticas utilizadas. Y, de la relación entre la lógica y la dinámica surge el exceso del placer del texto, que no es, en mi opinión, como decía Barthes, estrictamente muy cultural, sino también goce por fuera de la cultura, cuerpo, órgano, afecto, aunque cada uno de estos accidentes y/o afecciones estén en parte determinadas o al menos moldeadas históricamente. Si uno plantea las cosas en términos de un placer del texto muy cultural, presupone un nivel cultural carente del plus del placer y, antes que nada, un nivel pre-cultural, o que se sitúa por debajo de lo cultural, más simple y, a la vez, más inaccesible a la representación: un síntoma devenido sinthome, una represión devenida forclusión.

*****

Dos cosas que a mi amigo le gustaban mucho de Onetti, por las cuales lo leía una y otra vez, prescindiendo por completo del resto de la literatura que se escribía en el mundo (menos de Borges), eran el decir sin decir, lo elíptico y sugerido, y las infinitas y sutiles prosopopeyas.   

[1] “Hace un rato me estaba paseando por el cuatro y se me ocurrió de golpe que lo veía por primera vez. Hay dos catres, sillas despatarradas y sin asiento, diarios tostados de sol, viejos de meses, clavados en la ventana en el lugar de los vidrios. 

Me paseaba con medio cuerpo desnudo, aburrido de estar tirado, desde mediodía, soplando el maldito calor que junta el techo y que ahora, siempre, en las tardes, derrama adentro de la pieza. Caminaba con las manos atrás, oyendo golpear las zapatillas en las baldosas, oliéndome alternativamente cada una de las axilas. Movía la cabeza de un lado a otro, aspirando, y esto me hacía crecer, yo lo sentía, una mueca de asco en la cara. La barbilla, sin afeitar, me rozaba los hombros. 

Recuerdo que, antes que nada, evoqué una cosa sencilla. Una prostituta me mostraba el hombro izquierdo, enrojecido, con la piel a punto de rajarse, diciendo:

—«Date cuenta si serán hijos de perra. Vienen veinte por día y ninguno se afeita»” (Onetti, El pozo, Montevideo, Editorial Arca, 1965, p. 7). 

La cosa empieza como una reflexión casual que ocurre en un ambiente saturado de cansancio, de aburrimiento, de existencia. Una ruptura, un quiebre: el verbo “hay” divide las aguas y define una distancia, la que se establece entre el ojo que mira y los objetos mirados, los objetos que hay. El efecto del empleo de este verbo parece esconder al narrador en la impersonalidad sintáctica y semántica de la oración: “hay esto y lo otro y aquello de más allá”. Algo así como una despersonalización que afecta a la humanidad de quien se siente, podemos pensar, abrumado por el calor y la humedad que dominan la pieza en la que vive, casi un cuchitril. La enumeración de objetos constituye una descripción a la distancia en la que el propio narrador, llegado el caso, es un objeto más de la serie enumerada, en la medida en que la mirada del narrador parece mutar, sencillamente, en mirada. Del pretérito imperfecto (“me estaba paseando”) al perfecto (“se me ocurrió”) y de este al presente (“hay”): del plano inactual del pasado al plano actual de esta misma porción del tiempo lingüístico y de este plano actual a la forma estirada, no marcada, “chiclosa”, del presente verbal, el tiempo no-tiempo o el tiempo que engloba al pasado y al futuro en la indeterminación de cuándo empezaron las cosas y cuándo terminarán de ser como son.

El salto al párrafo siguiente es, si se quiere, natural: volvemos a una forma imperfecta, indefinida, que se estira imprecisamente. Entonces, aparece el estiramiento y el detenimiento interminables del tiempo, la sucesión de fenómenos u observaciones que se inscriben en esa masa física gomosa que es el tiempo. La sintaxis se somete a la fuerza de gravedad de ese estiramiento y ese detenimiento, dentro de los cuales el cuerpo desnudo del narrador, que reaparece en la forma de la carne que ya no tolera el ambiente, ahogada por el calor y la humedad, adopta la centralidad del relato como un objeto vivo que, podemos pensar, vive precisamente por la densidad acuosa que le da vida. El imperfecto domina el párrafo: se instala como el eje de la trama, como la materia temporal y corporal que va ganando la narración, filtrándose por cada rendija del léxico y de la sintaxis, sustancia viscosa sometida al juego de las pausas. 

Desnudez: 

“La desnudez, en nuestra cultura, es inseparable de una signatura teológica. […] Antes de la caída, ellos [Adán y Eva], aun sin estar cubiertos por vestido humano alguno, no estaban desnudos: estaban cubiertos por un vestido de gracia que se adhería a ellos como un hábito glorioso […]. Es de este vestido sobrenatural del que los despoja el pecado […]” (Agamben, Desnudez, Barcelona, Anagrama, 2011, p. 77). 

“A través del pecado, el hombre pierde la gloria de Dios, y en su naturaleza ahora se hace visible un cuerpo sin gloria: el desnudo de la pura corporeidad, el desnudamiento de la pura funcionalidad, un cuerpo al que le falta toda nobleza, puesto que la dignidad última del cuerpo estaba encerrada en la perdida gloria divina” (Erik Peterson, “Teología del vestido”, en Agamben, 2011, p. 80).

La prostituta: otro cuerpo semejante al del narrador, decadente, en proceso de deterioro, en este caso, por el efecto de la profesión y de la vida llevada adelante, del ejercicio de la libido (Agustín sostenía que la libido era la excitación incontrolable de las partes íntimas, una consecuencia del pecado; Pablo, por su parte, creía que era la rebelión de la carne y de su deseo contra el espíritu). Los cuerpos corrientes: los olores, las formas y las vidas marginales que la sociedad gustaría de suprimir, a los que preferiría no ver. Y, de nuevo, una particular forma de la desnudez, es decir, del pecado, de la burla a la religión, a la nobleza de los cuerpos cubiertos con y por la gracia divina (la libido como una forma indecente de la desnudez de los cuerpos). El espacio mitológico del burdel o, menos delicadamente, del quilombo, es el de la imaginería de la creatividad e inspiración literarias, allí donde los compromisos sociales quedan suspendidos, cesan a partir de su cuestionamiento: cae la máscara de la doble moral e, incluso, de la idea misma de moral, al menos en el sentido directivo que, por defecto, tiene, en el juego de la división entre actitudes y conductas moralmente elogiables y deseables y actitudes y conductas moralmente reprobables, cuestionables, deleznables. En el quilombo, la moral es destilada por los huevos de los clientes y por las conchas de las putas. Eladio Linacero y Junta son diferentes y el mismo, establecen con el lupanar una relación semejante, en el sentido del lugar central en que lo sitúan como fuente de la creación literaria y, a la vez, como el lugar en el que no se procrean seres humanos; la relación, en este sentido, es inversamente proporcional: cuanto mayor sea la inspiración y la creatividad literarias, menor es la procreación de la especie.

Entonces, se trata del cuerpo ataviado por la existencia, su exhibición como cuerpo mundano, sin ningún relieve poético específico más que aquel que se obtiene del propio acto creativo en el que se aparece insertado. El sudor en general y los efluvios femeninos del ejercicio de la prostitución provienen del sistema cloacal del cuerpo, por lo cual componen una muestra de los desechos que el cuerpo produce y expulsa al exterior. Así, el propio cuerpo humano es un pozo cuyo contenido parecería no tener ningún vuelo poético más allá del discurso de la comedia; sin embargo, el sudor, el vómito, la mierda, el moco, sustancias vulgares que, tanto en El pozo como en Juntacadáveres, cumplen una función política en la narración. En este sentido, el verbo “hay” constata la brutal existencia presente y presentificada de dichas sustancias. 

Los cuerpos del narrador y de la prostituta son cuerpos pecaminosos: el primero por evocar al segundo, al que usa, alquila o “ultraja” en el prostíbulo; el segundo por “venderse” a los clientes que lo requieren, por cobrar por su uso o alquiler (es un cuerpo con valor de uso y valor de cambio). Nada de esto está tocado por la gracia divina, nada de esto está cubierto por el vestido invisible que Dios puso sobre los cuerpos de Adán y Eva. Los cuerpos del narrador y de la prostituta están, literalmente, desnudos; ambos ejercen la conciencia y la soberanía de su desnudez, por lo que su “esencia”, decía, es pecaminosa, en la medida en que están despojados del hábito glorioso que los resguardaba del pecado y de su propia conciencia como cuerpos desnudos que exhiben sus partes pudendas. Ahora, ambos cuerpos pertenecen al orden de la anatomía humana corriente, de la funcionalidad de las diferentes partes que lo componen, en particular, de los genitales, cuyos fluidos se intercambian en el sexo “innoble” que se ejerce en el mercado de los cuerpos; fluidos “diabólicos” que solo provocan el rechazo divino, la instalación definitiva del pecado en la vida de los propios cuerpos gozantes.  

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Del pozo y los prostíbulos onettianos hay un solo paso a la novela El fondo del quilombo, del escritor canario Martín Bentancor. 

[2] “Con los años, los libros me ofrecían las piezas faltantes para armar el cuadro astillado que la mañana caliente y pegajosa, saturada por el ruido del tránsito pesado de la ruta y los graznidos de las cotorras –vaya ironía– en los altos eucaliptus, además de los quince años cargados de fantasías y anhelos idiotizados por el magma pueblerino, me retaceaba. Después me enteraría de que William Faulkner había dicho que la morada ideal de un escritor era un burdel, el único sitio donde encontraría tranquilidad por las mañanas para enfrentar la hoja en blanco y variedad de tipos humanos por las noches para llenarla. Un poco antes y muy lejos del Condado de Lafayette, en un suburbio cercano al río Moldava, el escritor checo Jaroslav Hašek había abandonado esposa e hijo para irse a vivir a un prostíbulo” (Montevideo, HUM, 2019, p. 13). 

Otra vez la imagen del prostíbulo como el lugar mitológico que suscita la creación literaria. Varios grandes lo han adoptado bajo ese halo mítico. El quilombo se yergue (es el lugar, sin duda, en el que, para funcionar, algo tiene que erguirse) como la nueva moral, que destrona a la doblada moral que permea los distintos estratos sociales y los diversos ámbitos de la vida de las personas. Esta nueva moral es transparente y, al mismo tiempo, opaca, al menos en el sentido en que lo son la polisemia, la homonimia y el equívoco, fenómenos propios de la creación literaria. Quilombo, burdel, prostíbulo, lupanar, queco, mancebía, casa de citas o de lenocinio, serrallo: los nombres que refieren el lugar en cuestión son varios; la inestable y aparente sinonimia ilustra, en este sentido, la importancia que posee para la vida social. En él se descargan el mundano estrés, la fatiga existencial, las complejidades de la vida laboral y doméstica, el vicio y la obsesión, la manía y la enfermedad, la tristeza y la melancolía y, sin duda, en él se descarga el líquido lechoso del debut.

Las agitadas noches del prostíbulo se convierten en mañanas serenas propicias para la escritura. Pródigo en olor a lavanda y a lejía, el lupanar pueblerino es centro de socialización y lugar donde se cocinan asuntos de interés público. La gente de recta moral se escandaliza con la prosperidad de estos lugares levantados por el mismísimo diablo y juntan firmas para extirparlos como células cancerosas, para sacar de su vista a las prostitutas que, según se escurre en los corrillos, han perdido la condición de mujeres. Estas son nuestro lado oscuro, como decía Roudinesco de las perversiones; son el cuerpo mismo en el que encarnan y se descargan los deseos más abyectos de esos otros cuerpos sin moral o con la moral hecha a un lado, empujada a los márgenes de la sociedad, mientras dura el servicio sexual, para retomar, más tarde, la vida hipócrita que transcurre en el seno del sagrado e inviolable hogar.   

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En las últimas hojas del cuaderno, aparecía este fragmento de “La casa en la arena”, enigmática ubicación que parecería sugerir la circularidad fatal del tiempo y del espacio, de la vida de las personas. 

[3] “Cuando Díaz Grey aceptó con indiferencia haber quedado solo, inició el juego de reconocerse en el único recuerdo que quiso permanecer en él, cambiante, ya sin fecha. Veía las imágenes del recuerdo y se veía a sí mismo al transportarlo y corregirlo para evitar que muriera, reparando los desgastes de cada despertar, sosteniéndolo con imprevistas invenciones, mientras apoyaba la cabeza en la ventana del consultorio, mientras se quitaba la túnica al anochecer, mientras se aburría sonriente en las veladas del bar del hotel. Su vida, él mismo, no era ya más que aquel recuerdo, el único digno de evocación y de correcciones, de que fuera falsificado, una y otra vez, su sentido” (Cuentos completos, Montevideo, Alfaguara, 2009, p. 136).

Este es, en mi opinión, y supongo que, en parte, era la opinión de mi amigo, uno de los mejores comienzos de Onetti: sus típicos desplazamientos prosopopéyicos, la forma en que la vida misma puede ser interpretada a través y a partir de un diminuto fragmento del pasado (el recuerdo que punza, del que no podemos desprendernos y en el que ciframos, secretamente, las expectativas de la comprensión del presente de nuestra vida), el papel que los personajes se limitan a cumplir, aun cuando al inicio parezcan tener las cosas bajo control, la simultaneidad de los acontecimientos que detiene el tiempo y fija para siempre la angustia de la existencia. 

Retener furiosamente un recuerdo para evitar su falsificación solo puede significar la imposibilidad de vivir. El precio a pagar por el congelamiento del pasado –si este congelamiento fuera posible, si nos hubiera sido dada la posibilidad de clavar intactas, sobre la pared descascarada en la que se van imprimiendo nuestras experiencias, las fotografías del tiempo vivido– es demasiado alto como para empecinarse en la tarea. 

El recuerdo asume la voluntad de una permanencia en quien lo recuerda, pero que, al mismo tiempo y en realidad, está sujeto a que aquel decida aparecer por encima de la conciencia de Díaz Grey. Es un recuerdo sustraído a la historia, un recuerdo cuya autonomía le permite hacerse a un lado del tiempo y sobrevivir los avatares del devenir, del irrevocable camino hacia la muerte. Sin embargo, como si fuera una escritura (en realidad, lo es), el recuerdo está fatalmente sometido a las correcciones que su sujeto ejerce sobre él, de modo que, al final, es el que sueña el que tiene el lápiz por la mano, con el cual entabla un enfrentamiento con las imágenes que el sueño genera. Un sueño, entonces, puede morir, como la memoria se deshace de los timbres de vos, de los olores, de las facciones, del balanceo del caminar, de las palabras que el ahora espectro profería cuando estaba vivo.  

Finalmente, mi aporte a la causa barthesiana, digamos, que incluí en el cuaderno de mi amigo como una hoja anexada con ganchitos de grapadora, proviene de un coterráneo del franchute en cuestión: Pascal Quignard. Creo que Barthes hubiera estado bastante de acuerdo con las observaciones de su compatriota: 

“El lenguaje es la única sociedad del hombre (cháchara, cotilleo, familia, genealogía, ciudad, leyes, charla, cantos, aprendizaje, economía, teología, historia, amor, novela) y no se conoce ningún hombre que se haya librado de él. Así el logos fue desatendido de la philosophia en su despliegue de la misma manera que el aire es ignorado por las alas de los pájaros, como el agua del río es ignorada por los peces excepto al morir por encima de la superficie del agua en donde se asfixian, una vez transportados por el anzuelo hacia la suavidad y la transparencia atmosféricas donde dejan de moverse y se iluminan” (Retórica especulativa, Buenos Aires, El cuenco de plata, 2006, p. 15).

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Quién se atreve ahora a decir que el lenguaje es un instrumento de comunicación.

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