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IN MEMORIAM. LUIS C. TURIANSKY. VADENUEVO DE COLECCIÓN: DEL NÚM. 66 (MARZO DE 2014). ¿HAY ALTERNATIVAS?

 Publicado: 04/01/2023

Cómo superar el capitalismo


Por Luis C. Turiansky


"El capitalismo es formidable para generar riqueza, pero distribuye mal y le cuesta largar la mosca. Siempre hay que rezongarlo y tratar de meterle la mano en el bolsillo".

José "Pepe" Mujica, Presidente del Uruguay

 

La frase citada resume, en un estilo de murga, lo que los críticos del capitalismo vienen diciendo desde los tiempos de Marx: el capitalismo ha demostrado su gran capacidad para generar riquezas a partir de la apropiación de una parte sustancial del valor creado por el trabajo humano. Con el extraordinario aumento de la productividad que caracteriza la época que vivimos, esta creación de valor se ha acelerado, de ahí la asombrosa vitalidad del sistema capitalista, hoy expandido a todo el planeta sin chocar con ningún rival por el camino. O sea: el capitalismo genera riqueza para sí, para los capitalistas, y depende de que una correlación de fuerzas más favorable a las capas populares se manifieste en la toma de decisiones del Estado, para que sea posible controlar la acumulación de riquezas y propender a una distribución más justa de estas.

Ahora bien, de lo anterior se deduce que el carácter del Estado es esencial para el éxito de cualquier objetivo de justicia social. De ahí el interés estratégico que tiene para las luchas populares el reforzamiento del Estado como instrumento de desarrollo económico democrático, al contrario de lo que preconiza el neoliberalismo, según el cual debería limitarse a la mera función reguladora y de protección del orden existente, dejando al mercado y a la libre competencia que hagan el resto.

Cuando el problema de la deuda externa casi terminó asfixiando a los países que cayeron en su trampa, la política de préstamos condicionados fue sustituida por la promoción de la inversión extranjera directa (IED). Pero el margen con que cuentan los gobiernos del llamado "Tercer Mundo"[1] para establecer sus condiciones a la hora de negociar con los grandes consorcios transnacionales es bastante limitado. La tendencia que predomina actualmente es la inversión con fines de extracción de materias primas y elaboración de productos básicos o primarios, en inglés llamados commodities, de escaso valor agregado.[2] Salvo cuando se crean empresas mixtas (joint ventures) con participación nacional, los gobiernos tienen que conformarse en general con la obtención de cánones más o menos generosos y confiar en la creación de empleo como fin estratégico, dejando a la empresa el derecho a llevarse todo el producto, para su venta en el mercado internacional o su ulterior tratamiento. Por lo general, el inversionista espera, además, la concesión de diversas exoneraciones fiscales. Puede estimarse así que la proporción de beneficios logrados de esta manera supera en mucho lo que sería razonable admitir como ventaja para el inversionista extranjero.

En los últimos años, la concentración de riqueza ha alcanzado niveles inauditos. Se ha calculado que el 1% de la población humana controla el 46% de la riqueza mundial. Según datos de la organización Oxfam, las 85 personas más ricas del mundo tienen más dinero que la mitad más pobre de la humanidad, en su conjunto. Nunca la acumulación de riqueza en pocas manos había alcanzado tales extremos. Cuando la crisis bancaria en Estados Unidos empujó a los descontentos a "ocupar Wall Street", podían afirmar que representaban al "99%" restante. Puede parecer una fanfarronada, pero la consigna simboliza perfectamente el estado de la sociedad en el mundo actual.

Mientras tanto, gracias al desarrollo tecnológico, la productividad del trabajo social ha aumentado considerablemente, lo que permite suponer, lógicamente, que también deberían aumentar los salarios (¿no fue siempre el argumento tradicional de la patronal, para no aumentar los salarios, el que la productividad era muy baja?). Esto no cabe en la lógica del capitalismo. De no "meterle la mano en el bolsillo", como dice el Presidente, su reacción natural es la de procurar aumentar sus propias ganancias.

Esta tendencia, sin embargo, no puede continuar indefinidamente, so pena de producir crisis de superproducción, ya que las grandes mayorías se ven excluidas del proceso de circulación de bienes. Para colmo, en la hora actual lejos estamos de la figura tradicional del capitalista de estilo patriarcal para quien era primordial que sus obreros pudieran comprar los productos por él fabricados (Henry Ford), y lo que predomina en la mundialización capitalista es el tipo de empresario pragmático, ambicioso y agresivo, cuya política está conduciendo a la civilización humana hasta los límites de la aniquilación. Tanto más por cuanto, según nos dicen, no existe otra alternativa.

Varios factores dan pie a esta afirmación pesimista: la movilidad del capital y las desigualdades del mercado de trabajo, el debilitamiento de la solidaridad internacional y, en particular, del movimiento sindical, el desempleo y la competencia profesional, el hincapié puesto en la competitividad desde el punto de vista de los bajos costos, más que el de la calidad, en fin, el desaliento y la desesperanza que trae consigo toda etapa de repliegue como la que se vive o se cree vivir actualmente. Cuando la hora no es de revoluciones sociales a escala mundial, es fácil acostumbrarse a la idea de que, como fuere, el capitalismo es una especie de fatalidad histórica con la que hay que convivir.

Entre otras cosas, porque solo de fuentes capitalistas es hoy posible conseguir los recursos necesarios. De ahí la aceptación general de la IED como factor de desarrollo. De ahí también que hasta los gobiernos más celosos de su soberanía acepten las condiciones que les imponen los consorcios internacionales cuando se trata de emprender proyectos de interés nacional.

Las difíciles negociaciones en torno al proyecto de Acuerdo sobre Inversiones, en debate desde hace varios años en la Organización Mundial del Comercio (OMC) y otros foros internacionales y regionales, ilustran el poder avasallante que puede llegar a tener la conjunción de los intereses de los inversionistas con los Estados que los apoyan y representan. Durante las negociaciones entre EE.UU. y la Unión Europea en torno al proyecto de Acuerdo Transatlántico de Comercio e Inversiones, la delegación norteamericana ha propugnado el derecho de las compañías inversoras a recurrir directamente las decisiones de los Estados ante los tribunales, sin tener que pasar por otro Estado.

Con la globalización, el viejo imperialismo no ha muerto ni se ha transformado en una entelequia abstracta e inalcanzable, como la que Antonio Negri y Michael Hardt denominaron simplemente "Imperio".[3] Todo lo contrario, el papel de los Estados como instrumento de clase sigue estando presente en la política internacional, según lo demuestran con crueldad las últimas guerras. Aleccionados por la historia del "fantasma del comunismo", los Estados capitalistas se han cuidado muy bien en establecer garantías jurídicas destinadas a obstaculizar toda voluntad de cambio político o de orientación económica al crear asociaciones de cooperación.[4] Razón de más para no subestimar el peligro, siempre presente, de agresión imperialista destinada a proteger sus intereses. La táctica de la desestabilización mediante disturbios callejeros parece ser su nueva opción, como puede verse en el caso venezolano, y el mismo método se practicó en Ucrania.

En América Latina, las respuestas a estos desafíos han sido múltiples y variadas.  Mientras en Europa caían los muros y los modelos de transformación social concebidos para durar siempre, en esta parte del mar Océano la isla de Cuba decidió resistir sola. Los cambios que siguieron en el panorama político del continente fueron para ella un respiro y también un impulso hacia la búsqueda de una nueva modernidad. Pero sirvieron, además, para acentuar la diversidad de las concepciones de la lucha por la liberación nacional y el progreso. Diferentes son entre sí los proyectos de Cuba, Venezuela, el gobierno del Partido de los Trabajadores en Brasil, el justicialismo argentino, el Frente Amplio en Uruguay, el retorno del sandinismo en Nicaragua, o el despertar de los pueblos autóctonos de Bolivia, Perú y Ecuador, por ejemplo. Y sin embargo, ¡cuánta voluntad de unión y solidaridad hay en los esfuerzos de cooperación regional, vigentes o en ciernes!

Por otra parte, una mirada somera a lo que sucede actualmente en el mundo en el plano económico, social y ambiental da a entender que no hay mucho tiempo que perder. Seamos justos: no vamos a achacarle al capitalismo, por ejemplo, aquella parte del cambio climático que tiene un origen natural o cósmico, pero lo que puede imputarse a la irresponsabilidad con que los grandes consorcios se dan a la alegre explotación desmedida de los recursos naturales, la pesca desaforada, la exportación de desechos a los países subdesarrollados, el comercio con "permisos de contaminación" y otros tantos aspectos escandalosos, es suficiente para condenar un sistema que solo ve en el lucro su móvil. ¿Cómo hacer para evitar que el capitalismo desbocado nos lleve a todos al despeñadero?

Tal vez sea nuevamente necesario responder a los desafíos globales con soluciones igualmente globales. Destruidos los modelos ideológicos del siglo XX, se observa un resurgimiento de las utopías. Cuando le preguntaron a Eduardo Galeano sobre la utilidad de la utopía cuando el horizonte que nos muestra se aleja a medida que tratamos de llegar a ella, contestó: "Sirve para hacernos andar". Aparte de la genialidad poética de la respuesta, lo cierto es que no solo cambiaron las condiciones objetivas del mundo, también una serie de prejuicios se interponen a la búsqueda de alternativas. Ello es así porque, al apartarse de los viejos esquemas, las masas han dado la espalda a las ideologías en general, consideradas nocivas en cuanto tales, puesto que tienden a imponerse como doctrinas universales y, cuando se convierten en filosofía de Estado, bajo su imperio ninguna discusión es posible, paralizando incluso su propio desarrollo creativo.

Esta actitud, aunque comprensible, ha tenido al menos dos efectos negativos: 1º) la falta de una crítica seria del pasado que permita elaborar nuevos métodos sin caer en los mismos errores; 2º) el espontaneísmo que caracteriza actualmente las luchas sociales en el mundo. Una ruptura tal con el pasado, que llega hasta la ignorancia por parte de las nuevas generaciones sobre lo ocurrido tan solo unas décadas antes, no tiene tal vez precedente y dificulta la comunicación intergeneracional, que desde los tiempos prehistóricos ha sido la base del progreso humano. ¿Habrá que empezar todo de nuevo?

Es natural que las luchas sociales, hoy como ayer, se desenvuelvan principalmente en el marco nacional. Actualmente no es posible prever cuánto tiempo más existirán los Estados nacionales, creados tras la desintegración del feudalismo. Pero, por el momento, son el escenario privilegiado de la lucha de clases.[5] Las nuevas "guías para la acción" (dicho en plural con toda intención) sin duda partirán de las experiencias nacionales, efectuadas con total independencia y comprobadas en el duro examen de la vida. Serán necesariamente plurales y flexibles. Pero el proceso de selección será largo y penoso, de no existir una voluntad común de intercambio y síntesis de las experiencias. Por ejemplo, sería útil reflexionar sobre temas tales como:

    • el papel del mercado, que parece funcionar independientemente de la voluntad de los planificadores y no se puede suprimir por decreto; en cambio, una vez conocidas sus reglas, como todo fenómeno natural es posible controlarlo y aprovecharlo;
    • la posible coexistencia, en una sociedad de transición, de diversas formas de propiedad: estatal, privada, cooperativa, familiar, etcétera, cuyo éxito dependerá en cada caso de la gestión económica en provecho de la colectividad;
    • una política consciente de erradicación de la pobreza y reducción de las brechas sociales (sin por ello pretender el igualitarismo);
    • la introducción de formas elementales de gratuidad o garantía de ingresos mínimos, como la "asignación básica universal";[6]
    • la profundización constante de la democracia y su ampliación a todas las esferas de la vida social: apertura a la participación del pueblo, la sociedad civil y el pensamiento plural.

Una relectura de Antonio Gramsci, en particular sus aportes a la teoría de la hegemonía en el plano de las ideas, sería de gran ayuda al respecto. A justo título, Eric Hobsbawm ha señalado que Gramsci, al nutrirse de la realidad italiana, donde convivían todas las formas y niveles de desarrollo de la sociedad capitalista, tiene qué decir tanto a los países desarrollados como a los países en desarrollo.

Somos un país chico y de escaso peso en el mundo. Pero hemos cultivado una rica tradición democrática y pluralista que podría contribuir de manera original a la tarea impostergable de acercar la sociedad de la justicia social que deseamos. Su nombre tal vez corresponda darlo a los futuros historiadores.

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