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ES PRECISO ABANDONAR EL SINTAGMA “COMPRENSIÓN LECTORA” Y DEDICARSE A LA INTERPRETACIÓN.
El placer de la lectura: de la anécdota a la política
Por Santiago Cardozo
[…] ya no se puede pensar el lenguaje sin pensar eso que hace un poema, que ya no se puede pensar eso que hace un poema sin pensar los sujetos, es decir que el pensamiento del lenguaje y la poética son un solo y mismo pensamiento. Pero entonces la poética es ella misma una ética en acto de lenguaje.
Henri Meschonnic – La poética como crítica del sentido
1.
Echemos mano al recurso de la anécdota. Cuando estaba terminando mi infancia, me llamaba la atención, casi a diario, un pequeño libro que había en la biblioteca de mi casa (que, por cierto, no era para nada profusa), un libro que estaba más allá del alcance de mis brazos. Las primeras veces que reparé en él solo lo miraba. Más adelante, opté por subirme a una silla y explorarlo de cerca. La edición era fea, quiero decir, seguramente era alguna de esas que salen con tal o cual diario más cierta cantidad de dinero. Sin embargo, el aura de ese libro no tenía que ver con la edición (incluyendo el dibujo de la tapa), sino, sobre todo, con el nombre del escritor. Ese nombre yo lo había oído alguna vez, o creía que lo había oído. No puedo asegurarlo, como tampoco podía asegurarlo entonces. Pero tenía la certeza total de que el aura del libro estaba ligada al nombre del escritor, y solo al nombre, ya que no tenía conocimiento alguno de sus textos. Juan Carlos Onetti se leía en la parte superior de la tapa y, en otra parte, “La novia robada”.
Después de haber leído de cerca el nombre, el libro permaneció en su lugar un tiempo más. Hasta que un día, camino al baño, lo tomé. Con cierto temor lo abrí (a fin de cuentas, era un libro de Onetti) y, de acuerdo con mis expectativas, no entendí más que algún verbo familiar, de uso doméstico, y quizás dos o tres palabras más. Esto es, puedo decir que entendí más de una palabra, de hecho puedo decir que las entendí todas o casi todas, pero esas palabras puestas ahí, juntas, componiendo algo diferente de ellas mismas (más allá o más acá de la historia, de la trama del relato), eran inaccesibles para mí. Ahí había otra cosa que palabras sencillamente combinadas unas al lado de las otras.
Nunca pude pasar de la primera página y, sin embargo, me obstinaba en seguir leyéndola, luchando contra el léxico y la sintaxis; estaba empecinado en extraer algún significado importante, un significado oculto, algo que pudiera llegar a cambiar mi vida, que me extrajera del aburrimiento cotidiano que no podía vencer jugando a la pelota o mirando la tele. Ese momento nunca llegó, nunca pude saber qué decía esa primera página. Pero me di cuenta de que el placer por la lectura (eso que hoy sé que se llama el placer por la lectura) estaba en una promesa: la promesa de que algún día iba a lograr entender la primera página, y también el libro entero; de que se me iba a abrir un mundo entero y presentar un antídoto contra el aburrimiento. Y así fue.
2.
“La novia robada” comienza así:
En Santa María nada pasaba, era en otoño, apenas la dulzura brillante de un sol moribundo, puntual, lentamente apagado.
Es claro que las palabras de este enunciado son sencillas, aunque no todas domésticas. Como sea, son palabras que se entienden, cuyo significado está “al alcance de la mano”. Sin embargo, en aquellos lejanos días del fin de mi niñez no podía capturar lo que decían, ese “resto” o “excedente” que yo advertía, no tanto porque me diera cuenta de que había, efectivamente, un significado “añadido” a lo que leía, sino porque yo pensaba que nadie, y mucho menos Onetti, se tomaría la molestia de escribir para decir solo lo que se veía a simple vista.
El placer por la lectura que yo sentía, un placer que, huelga decirlo, era algo con lo que “sufría”, algo que no parecía implicar nada satisfactorio en primera instancia, estaba precisamente en esa percepción de saber que había un “excedente” de significado que valía la pena descubrir. Como dije, nunca di con él entonces. Ahora, en cambio, puedo darle forma a esa intuición que me hacía perseverar más allá de las sucesivas “derrotas”, una forma que, desde luego, es un efecto retroactivo de la interpretación de las cosas; digamos, en suma, que allí coloco mi mitología de entrada a ese tipo de lectura de la que no se sale indemne.
Hay, creo, una cadencia, un ritmo, una forma de decir que interesa, que fascina, que subyuga: “apenas la dulzura brillante de un sol moribundo, puntual, lentamente apagado”. Hasta ese momento no sabía que el sol pudiera estar junto a ese tipo de palabras; hasta ese momento creía que el sol simplemente salía y se ocultaba, que era clave para nuestra vida en el planeta y, a lo sumo, que constituía un espectáculo cuando se oculta en la playa. Básicamente, mi registro del sol era científico o pseudocientífico y, si se quiere, vacacional. ¡Pero un sol inmerso en ese ritmo, en ese juego de contrastes que sintetiza en una misma oración su belleza y el momento de su declive! Ese ritmo era otro modo de decir y, más importante aún, de sentir, de percibir el mundo entero. Hay en ese ritmo una potencia de pensamiento, de reflexión, de producir sentido; hay la posibilidad misma de pensar.
¿Cómo un sol, responsable de la vida, puede estar “moribundo, puntual, lentamente apagado”? ¿Cómo puede apagarse de a poco y parecer que muere, que extingue sus últimos destellos de esa “dulzura brillante”? Evidentemente, ese sol no era el sol que yo veía todas las mañanas cuando me levantaba para ir a la escuela; ni siquiera el sol de los días de playa en vacaciones. Menos aún era el sol de los libros, de los documentales televisivos. Era radicalmente otro sol, el sol de la literatura. Y por ello era un sol que, sin cegar, me capturaba, me envolvía en su estirado ritmo sintáctico y en la bella combinación de las palabras: era un sol al que esas palabras le pertenecían.
Otro ejemplo:
Nada sucedió en Santa María aquel otoño hasta que llegó la hora -por qué maldita o fatal o determinada e ineludible-, hasta que llegó la hora feliz de la mentira y el amarillo se insinuó en los bordes de los encajes venecianos.
He aquí el tercer párrafo completo. Como es fácil imaginarse, estas palabras me resultaban profundamente oscuras, incomprensibles. Pero, ¿de dónde podía extraer yo el placer por leerlas? La respuesta es sencilla: de la propia oscuridad, de la promesa de que en algún momento esas palabras iban a ser más amables conmigo y me iban a revelar su secreto. Por lo pronto, el secreto de que la hora perentoria que había llegado es la misma hora perentoria que llega siempre, irreductiblemente fatal, y, sin embargo, el narrador estaba jugando con la creencia en la maldición y la fatalidad de las horas que llegan para cambiar el rumbo de las personas. Y así parece ser en la vida: nada sucede hasta que llega la hora y, por fin, algo sucede.
He de agregar que veo el placer por la lectura en la lectura reiterada del mismo pasaje. Es decir, un pasaje que hipnotiza por alguna razón suele esconder algún sentido cuyo arribo se convierte en ese placer que buscamos cuando leemos. Este placer no se limita, desde luego, a la literatura, pero en esta encuentra su máxima expresión, su potencia crítica más significativa. De nuevo Onetti. Primer párrafo de El pozo:
Hace un rato me estaba paseando por el cuarto y se me ocurrió de golpe que lo veía por primera vez. Hay dos catres, sillas despatarradas y sin asiento, diarios tostados de sol, viejos de meses, clavados en la ventana en el lugar de los vidrios.
Inicio del segundo párrafo:
Me paseaba con medio cuerpo desnudo, aburrido de estar tirado, desde mediodía, soplando el maldito calor que junta el techo y que ahora, siempre, en las tardes, derrama dentro de la pieza.
Dispuesto a leer y a avanzar en la lectura, no puedo pasar de la primera página, no puedo pasar de estas líneas (leo en voz alta, buscando un ritmo, una sonoridad, cierta textura escrituraria que escape a la comprensión, en el sentido de que este concepto resulte, finalmente, insuficiente para quedarnos satisfechos por la lectura realizada). Algo me retiene, incluso me molesta. El placer por la lectura empieza precisamente cuando se instala una incomodidad, cuando hay algo que rompe lo que se esperaba recibir del texto. Y he aquí que, no sin esfuerzo, advierto que yo también estoy atrapado por la sintaxis pesada y pegajosa de la narración, por el calor y la humedad que experimenta el narrador en ese cuartucho de pensión, por eso que parece exceder a la propia sintaxis, como si el texto tuviera una gramática a punto de desvanecerse por los efectos del ritmo y su textura.
En este contexto, podemos ir advirtiendo cómo la idea de “comprensión lectora”, además de parecernos reduccionista, cómplice de las formas más a la moda de hablar de la lectura y la escritura, es decir, de los textos, también se configura como una noción totalitaria por totalizante (esto es, policial, en oposición franca a la idea de política). Pero esta imposibilidad de avanzar, imposibilidad, repito, placentera, no tiene que ver con una cosa que esté ligada estrictamente a mi cuerpo, es decir, que sea una especie de conexión de placer gracias a la cual experimento ciertas sensaciones como si estuviera conectado a mi propio cuerpo mediante una vía por cuyo interior alguna especie de líquido me produjera esa sensación, esa satisfacción fuera de mi control. Pienso que el placer que me causa la lectura es, ante todo, de orden simbólico, en el sentido de que entiendo el recurso en juego y aprecio sus desbordes, sus efectos sobre la gramática que sostiene la estructura de las oraciones, pero que no puede captar eso otro que constituye la singularidad rítmica de la narración. Las pausas (ese rasgo apenas fonético-sintáctico) cortan el decir fluido de la narración, hacen que la escritura “se mimetice” con lo que cuenta, se “ritmetice”. El “maldito calor” está completamente derramado en la escritura y, por ello, es capaz de fascinar.
Pero también advierto que la descripción del cuarto produce un marcado efecto de ajenidad, como si el narrador no tuviera que ver con ese lugar, como si fuera, incluso, un objeto más. Todo este efecto se sostiene en la gramática del “Hay”, en su aspectos insoslayablemente material y, a la vez, abstracto: el narrador sencillamente da cuenta de lo que ve; enumera, pone una cosa al lado de la otra y, al mismo tiempo, muestra cómo él mismo desaparece como narrador, y cómo los objetos del cuarto poseen cierta vida: “sillas despatarradas” (el adjetivo se emplea fundamentalmente referido a personas, de ahí el notable efecto prosopopéyico de la hipálage) y “diarios tostados de sol” (los diarios no son mero papel frío que estuviera para rellenar lo que están rellenando). De este modo aprendo el lenguaje, entiendo que todo lenguaje lleva consigo una marca de uso, esto es, que todo lenguaje produce un sentido que acepto sin saber que lo he aceptado (esta es la condición primera del funcionamiento del lenguaje y es una condición de la que no se puede escapar porque, cuando llegamos al mundo, el lenguaje, sencillamente, nos “atrapa”. Así, afuera del lenguaje solo hay ruido).
3.
Un ejemplo más. Encuentro un extraño placer por la lectura en Vallejo, en su hermetismo a veces impenetrable. Allí están, más clara que en cualquier otro lugar, la promesa de la comprensión, la potencia de tener que volver a leer los versos muchas veces, buscar y rebuscar en el significado, en la posibilidad de que se revele alguna porción del mundo; la necesidad de leer en voz alta, es decir, mi necesidad de leer en voz alta para escuchar los matices carraspeados de la lectura.
Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé! Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, La resaca de todo lo sufrido Se empozara en el alma… Yo no sé!
Así dice la primera estrofa de “Los heraldos negros”. Así aprendí que Dios es un tipo jodido, jodidísimo, que puede llegar a odiar, que puede tomarse venganza. De este modo, por esta lectura, supe que Dios es una persona extremadamente frágil, que necesita golpear para imponerse, para que sus designios se cumplan, porque, de lo contrario, nadie le daría bola. También entendí que el alma es -¡cómo no me di cuenta antes!- un pozo (y entonces comprendí mejor a Onetti) y que en él no hay sino resaca, restos de sufrimiento, de dolor, de oscuridad y de barro.
Vallejo es, por qué no decirlo, difícil. Su lectura es una pura promesa de comprensión (tomemos por el camino de la interpretación, siempre más fértil, más fructífero) y, paradójicamente, un tratamiento contra el fracaso. ¿De dónde provienen los golpes de los que habla el poeta? Parecen, sencillamente, ocurrir. Las circunstancias no se especifican. Nada hay que nos permita saber si vienen de un hijo fallecido, de un abandono amoroso, de algún tipo de experiencia traumática. Solo están, se constatan: “Hay”. ¿Y qué es la vida sino los golpes, como propinados por el mismísimo Dios? Es que Dios los propina, y lo hace porque necesita hacerlo, ya que Dios debe obligarnos a creer en él. Dios es, ciertamente, autoritario.
4.
Para mí, esto es el lo que podemos llamar placer por la lectura, el placer del comentario, de la interpretación, del descubrimiento de que en las palabras de la literatura hay una potencia de pensamiento, el poema del pensamiento, diría Henri Meschonnic. Y si esa potencia de pensamiento no puede ser reconocida aún, es el énfasis puesto en el “aún” el que mantiene intacto el placer por la lectura. En definitiva, el placer por la lectura es, creo, ese “aún”, porque, de lo contrario, no hay placer ni literatura.
Justo leí Facsimil de Alejandro Zambra. Gran burla al concepto de “comprensión lectora”. Sintonías
Hola, Ivanna. No lo leí, tendré que buscarlo y entrarle en vacaciones. Un abrazo y gracias por la lectura.
Con éstos autores me a pasado, que si no me enganchó de un principio abandonado.En cambio otros han llevado mis horas y mis días.Lo bueno de la pandemia para mí, que retome lecturas inconclusas.revide mis libros,y sabía que tenían que encontrar otro lector y los regalé
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