Carlos Musso
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VADENUEVO DE COLECCIÓN: DEL NÚM. 93 (JUNIO DE 2016). REALIDADES EXÓTICAS DEL PASADO NO REMOTO
El Montevideo cosmopolita
Por Nicolás Grab
En el tiempo de mi infancia había personas que podían evocar un Uruguay del siglo XIX. Un Uruguay de guerras civiles, de diligencias y tranvías a caballo, con lavanderas en Pocitos, anterior al Bulevar Artigas y a toda la rambla. Cuando conocí a la bisabuela de unos amigos, saqué la cuenta de que esa señora había nacido en vida de Artigas. (La cuenta estaba mal y no era cierto; pero por muy poco.)
Hoy me encuentro con que yo mismo guardo imágenes que más bien pertenecen a los libros de Historia. Imágenes y vivencias de un Uruguay anterior a la televisión y también al semáforo, con tranvías, con tránsito por la izquierda, anterior al aeropuerto de Carrasco y al Cilindro Municipal, con casas y jardines en toda la rambla de Pocitos. Un Uruguay en el que yo tuve el privilegio de veranear una semana, una felicísima semana, en un hotelito del balneario de Malvín.
Pero, a pesar de tantas mutaciones inverosímiles, no puedo dejar de pensar que el cambio más espectacular que me ha tocado ver está en otra cosa. No en el patrimonio material del país ni en su paisaje, sino en la composición de sus habitantes.
* * *
Yo llegué al Uruguay con mis padres -húngaros- antes de cumplir cuatro años, en 1940.
Ese Montevideo que conocí de niño era, ante todo, una sociedad cosmopolita. Mucho antes se había dado a la Villa del Cerro el nombre de “Cosmópolis” y sus calles recibieron nombres de países para destacarlo; pero en realidad todo Montevideo era un mosaico de nacionalidades. Más de la cuarta parte de sus habitantes estaba formada por extranjeros inmigrantes.
Me he referido de pasada, en otro artículo, a ese Montevideo caracterizado por la inmigración. Ese rasgo lo impregnaba todo en una medida profundísima cuyo recuerdo no se conserva con nitidez en la conciencia colectiva. La memoria común no guarda registro adecuado de ese carácter distintivo que daba a la vida cotidiana tonalidades que, para el uruguayo joven de hoy, es muy difícil imaginar.
En cualquier lugar en que se reuniera gente -el ómnibus o el tranvía, una sala de espera o el boliche- era natural que se conversara en varios idiomas y en cocoliches diversos de español mal aprendido o a medio aprender. A un polaco o un armenio no le sorprendía oír su lengua hablada por desconocidos. Yo detectaba que alguien estaba hablando en húngaro por ínfimos jirones de frase captados desde lejos, reconocidos por su fonética aunque no hubiera podido entenderlos. Y en el ómnibus, si uno quería decir algo en secreto, no servía decirlo en húngaro. La posibilidad de que algún otro pasajero lo entendiese era completamente real.
La convivencia de criollos e inmigrantes nunca fue problemática ni conflictiva. Ante todo, la gran mayoría de esos “criollos” también tenía padres o abuelos importados. Por otro lado, la actitud habitual del inmigrante era procurar la integración en el medio. Hacerse hincha de un cuadro de fútbol, ir a los tablados en Carnaval y aficionarse al mate era natural y más bien prestigioso, y en nada se contradecía con la frecuentación de los coterráneos y la preservación de sus hábitos, sus comidas, sus festividades, sus juegos y su idioma.
Para esto, las colonias de inmigrantes estaban organizadas en clubes y asociaciones, publicaban periódicos y mantenían audiciones radiales en su lengua y desarrollaban desde festejos y danzas folclóricas hasta cooperativas de consumo y hogares para ancianos. Las instituciones que hoy siguen existiendo, como el Club Libanés, el Centro Gallego o el Club Húngaro, son sobrevivientes de tiempos en que su profusión las hacía omnipresentes.
Pero esa presencia institucionalizada era lo de menos. La policromía del cosmopolitismo se manifestaba por todas partes en la vida cotidiana y se vivía con naturalidad tanto por los inmigrantes como por los “criollos”.
Había sectores de actividad que estaban poco menos que identificados con las colonias de determinadas nacionalidades. Los casos extremos se prestaban para la caricatura, que por cierto no faltó. Los almaceneros, salvo excepciones estadísticamente irrelevantes, o eran gallegos o eran armenios. El papá de Manolito, el amigo de la Mafalda de Quino, con su lápiz infaltable detrás de la oreja que ya luce también Manolito, es el almacenero gallego por antonomasia. [1] El quintero doblado en ángulo recto sobre la tierra (como en las quintas que se sucedían sobre Avenida Italia con solo ir más allá de Larrañaga) era, más que probablemente, un inmigrante italiano. Y que el guarda de ómnibus fuera gallego era algo que parecía implícito en la naturaleza de las cosas.
Los inmigrantes de otras nacionalidades, en cambio, estaban dispersos en actividades de toda clase sin que se los asociara con ninguna en particular. Así ocurría con los húngaros. La inmigración húngara en Uruguay fue enorme, sobre todo entre las dos guerras mundiales, en los años veinte y treinta.[2] Estaba nucleada en varias asociaciones divididas por diferencias políticas y religiosas que, forzosamente, se exacerbaron en los años de la guerra mundial.
Se encontraba a húngaros en cualquier ámbito de la vida, en cualquier oficio o actividad. En otras palabras, cualquier necesidad podía ser atendida por coterráneos. A mí me cortaba el pelo un señor húngaro que tenía instalada su peluquería en uno de los huecos exteriores de la Catedral, que entonces estaban todos ocupados hasta donde hoy está la reja sobre la Peatonal Sarandí. Nuestro receptor de radio fue traído e instalado por el señor Abrasits. No sé cuántos restaurantes húngaros había, de diversos niveles; en ocasiones memorables conocí varios. Los Schulhof tenían (en Buenos Aires casi Juan Carlos Gómez) una librería de alquiler en que mi madre se surtía de libros en húngaro, a vintén por semana cada uno. (Perdón, lector joven: el vintén era la moneda de dos centésimos.) Al lado estaba la relojería del señor Klein, que me impresionaba por la lupa que se incrustaba en el ojo para estudiar el reloj enfermo. Y en la misma cuadra, la casa a la que se iba por problemas sanitarios. Todo eso estaba muy cerca del Mercado Central, al que era forzoso hacer la excursión semanal de abastecimiento.
No hablo del mercado actual, que no existía, sino del que fue demolido en los años sesenta con tenaz oposición del arquitecto Julio Vilamajó. Estaba detrás del Teatro Solís, separado de su fondo por la calle Reconquista, donde ahora no hay nada.[3] Allí, en la planta alta, el húngaro podía pasar por idioma oficial y se encontraban todos los insumos indispensables para la vida, como la amapola, los kifli, el rábano picante, la cebada o el cerdo ahumado.
(Pueden verse en Internet blogs y páginas nostalgiosas que evocan ese viejo Mercado Central deplorando su demolición. Comparto el sentimiento y la nostalgia, pero no algunas añoranzas que me parecen embellecidas por las distorsiones benévolas de la memoria. Mi recuerdo del Mercado no está embebido de “deliciosos aromas a guisos” emanados de sus comederos, y digo esto con todo respeto por quien quien lo escribió. Me temo que impactaban mucho más el hedor perpetuo que nacía en las pescaderías y las pollerías y la mugre muy copiosa que reinaba en las escalinatas y corredores de todo el edificio.)
He mencionado a protagonistas de mi rutina habitual, pero conocí a húngaros en las actividades más diversas. Albañiles, profesores, mozos, dibujantes, peleteros, empresarios, empleados de tienda, costureras, criadores de hongos, lavanderas, ingenieros. También director de orquesta. También prostitutas.
Con otra perspectiva: inmigrantes dedicados a ejercer oficios que habían traído consigo, y otros que los adquirieron aquí. O, en unos cuantos casos, que se los inventaron y simularon en nombre de una experiencia anterior fantaseada, con grados diversos de desparpajo y de éxito (algunos, por cierto, bien notables).
* * *
De todo eso ha quedado un resabio: la descendencia de esos inmigrantes húngaros ha heredado muchas veces apellidos que no les facilitan la vida. Yo tengo suerte y puedo explicar el mío con solo precisar cuatro letras. No me tocó un apellido de los que parecen formados por letras que han pasado por una batidora descontrolada: no me llamo, por ejemplo, Gyurkovics o Szilágyi.