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LOS FILÓSOFOS ALEMANES, EL NAZISMO Y DESPUÉS
La suerte de los filósofos y su influencia
Por Fernando Britos V.
¿Qué sucedió con los filósofos alemanes que contribuyeron a desarrollar la ideología criminal del Tercer Reich? ¿Qué sucedió con los filósofos que debieron emigrar y después regresaron a Alemania? Esto es clave para comprender lo que sucedió en el ámbito académico a nivel mundial hasta la actualidad. Cuestiones interesantes para la epistemología y la historiografía de los últimos cien años.
La efímera desnazificación de los filósofos
Después de concluidos los Juicios de Núremberg a los grandes criminales de guerra, llevados a cabo por el Tribunal Militar Internacional, el 1º de octubre de 1946 se procedió a ejecutar las condenas capitales. En la mañana del 16 de octubre fue ahorcado Alfred Rosenberg, el exministro del Reich para los Territorios Ocupados del Este, por los crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra que cometió. Rosenberg había escrito “El mito del siglo XX”, una obra farragosa que, junto con “Mi lucha” de Hitler, fue fundamental para el adoctrinamiento de una generación de alemanes.
Mientras se desarrollaban los juicios a los dirigentes nazis, se llevó a cabo el proceso de desnazificación que pretendía erradicar la influencia nazi de los medios de comunicación, las instituciones culturales, el sistema judicial, el sistema educativo, las universidades y los demás ámbitos del Estado.[1] La desnazificación fue encomendada a tribunales civiles alemanes, las Spruchkammer. La cantidad de nombres a ser considerados era tan enorme que se resolvió clasificar el grado de complicidad en cuatro categorías: Hauptschuldiger (criminales mayores); Belastet (activistas); Minderbelastet (criminales menores); y Mitlaufer (compañeros de camino).
Un buen número de filósofos fue sometido al proceso de desnazificación. Se estudió especialmente el caso de dos de los más activos cómplices de Rosenberg: los teóricos nazis Alfred Baumler y Ernst Krieck. Baumler había sido clasificado como criminal mayor y fue encarcelado durante tres años, al cabo de los cuales se retiró a vivir y escribir en Einiger unter Achalm, un pueblito cerca de Stuttgart, donde murió en 1968. Krieck, por su parte, permaneció escondido una temporada y, mientras estaba detenido esperando ser juzgado, murió por causas naturales en marzo de 1947.
Excepto Ernst Bergmann, profesor de filosofía de la Universidad de Leipzig, que sufrió un infarto o se suicidó en abril de 1945, otros como Max Hildebert Boehm (profesor de filosofía, sociología y ciencias jurídicas de la Universidad de Jena) y Hans Heyse (Rector de la Universidad de Koenigsberg) fueron apartados de sus cátedras, pero poco tiempo después reanudaron su carrera profesional en otros sitios.
Otros filósofos se dedicaron a ocultar sus antecedentes y maniobrar para evitar ser juzgados, como por ejemplo lo hizo Eugen Fehrle, el tirano de la Universidad de Heidelberg durante el Tercer Reich, que huyó pero fue internado durante dos años en un hospital. Fue calificado como un criminal mayor, pero maniobró obteniendo testimonios de sus colegas y, con un gran equipo de abogados, consiguió ser reclasificado como “compañero de camino”. En octubre de 1950, fue designado como Profesor Emérito de Heidelberg.
Como en el caso de los juicios a grandes criminales, todos los abogados defensores habían sido invariablemente miembros de la Asociación de Abogados Nacionalsocialistas. Los jueces habían integrado los tribunales del Tercer Reich y siguieron en sus puestos sin interrupción después de la desaparición de este. Por esta razón, los archivos, los expedientes judiciales y los antecedentes de los nazis fueron destruidos o alterados sistemáticamente desde 1945. Los filósofos nazis y sus colaboradores -con el apoyo de Adenauer, que ya había negociado la impunidad de los criminales- ocultaron su participación en las persecuciones, los robos y chantajes que habían desarrollado. Huyeron siempre que pudieron, se escondieron, falsificaron sus antecedentes, reescribieron sus publicaciones, destruyeron evidencias.
No hay que creer que los filósofos y académicos nazis se limitaron a huir o travestirse. En la década de 1950, al amparo de la política de la Guerra Fría, personificada por el canciller Adenauer y su incorporación de criminales nazis a todos los niveles, empezó a producirse una masiva “rehabilitación” de estos personajes. De este modo, por ejemplo, a mediados de los 50, la Facultad de Filosofía de la Universidad de Heidelberg se había convertido en un verdadero bastión de antiguos nazis.
Durante veinte años, a partir de 1945, un muro de silencio y ocultamiento se erigió en torno a lo que había sucedido en la academia durante el Tercer Reich y naturalmente sobre los crímenes de lesa humanidad, sobre las posturas ideológicas que los habían acompañado. La generación de estudiantes cuya carrera dependía de los profesores nazis reciclados, se mostró mayoritariamente renuente a cuestionarlos sobre ese pasado. Algunos inclusive les defendieron. A los universitarios nazis más prominentes, como Fehrle, Krieck y Baumler, se los consideraba como demasiado entusiastas en época del Tercer Reich, pero la mayoría de sus secuaces evitaron ser expuestos.
Naturalmente, las concepciones que predominaron en aquel momento estaban teñidas de simpatía por el nazismo, antisemitismo y anticomunismo. En esos años, se crearon foros, seminarios y grupos de discusión para apoyar esas tesituras. Por ejemplo, el jurista Ernst Forsthoff (1902–1974) fue uno de los discípulos de Carl Schmitt y su trabajo de 1933 “Der totale Staat” (El Estado total) promovía el Fuhrerprinzip, es decir, el poder ilimitado para dirigir el Estado. Después de la guerra se afilió al Rechtsstaat, opuesto al Sozialstaat propuesto por la izquierda. Forsthoff no solamente seguía apoyando un Estado fuerte sujeto a limitaciones judiciales reducidísimas y rechazaba la noción de derechos constitucionales como marco normativo de la sociedad, sino que creó una red irónicamente denominada Academia Moralis para promover sus puntos de vista en Heidelberg.
Heidegger: el típico filósofo nazi
A principios de 1945, cuando los ejércitos aliados avanzaban sobre Freiburg, en el occidente de Alemania, Martin Heidegger (1889-1976), el filósofo nazi, se había trasladado a un castillo en el curso superior del Danubio,[2] acompañado por su ex discípula y amante Margot von Sachsen-Meininger (1911-1998; casada con el príncipe Bernhard von Sachsen-Meininger). Desde diciembre de 1944, el filósofo se había resentido en su salud porque aducía que había sido enviado a cavar zanjas antitanque en Alsacia y que sufría un gran desasosiego debido al esfuerzo para salvar sus manuscritos de la destrucción por la guerra. Los síntomas que decía presentar fueron insomnio, agotamiento físico y mental, ligeros desmayos, extrañas depresiones y dolores de cabeza.
En febrero de 1945, el doctor Kurt Ziegler le prescribió tres meses de licencia por incapacidad para impartir un seminario. Se quejaba de molestias como angina de pecho, alteraciones de la presión arterial, mareos, hasta llegar a desfallecimientos, cansancio general, dificultad en el discurrir de ideas. Empero, en marzo, Heidegger asegura “ya he superado la depresión; siento que mis fuerzas no han llegado a su fin”. Se suman dos hechos: sus dos hijos están desaparecidos en Rusia, sin saberse de ellos; una nueva relación -Margot von Sachsen-Meiningen, exalumna y casada-, se encuentra en su apogeo.
En mayo, la universidad le autoriza a reanudar sus seminarios a pesar de la desastrosa situación del país. La división de infantería colonial francesa que manejaba Freiburg tenía una lista de nazis y colaboradores, y Heidegger, conocido localmente como “el nazi típico”, figuraba en ella. La primer medida fue requisarle la residencia que le proporcionaba la universidad: Rotebuck N.º 47. Cuando la Facultad de Filosofía volvió a Freiburg, el filósofo protestó airadamente, “en los términos más fuertes, por este ataque contra mi persona y mi trabajo”. Se quejaba de que había sido castigado y difamado ante los ojos de todos -de la ciudad y del mundo- no solamente porque se le había requisado la vivienda, sino por haber sido despojado de su empleo. “Yo nunca ocupé un puesto de tipo alguno en el Partido y nunca estuve en actividad en el Partido o en sus organizaciones”, declaró.
El 11 diciembre de 1945, debió presentarse ante la comisión depuradora (Bereinigungsausschuss) de la universidad, donde sufrió un desmayo (Zusammenbruch) que Heidegger atribuye a que lo tomó “totalmente desprevenido el interrogatorio inquisitorial de 23 preguntas, y a causa de ello sufrí un colapso”. Protestó furioso y desarrolló una compleja defensa, reconstruyendo sus actividades entre 1933 y 1945 para “demostrar que su involucramiento con el Tercer Reich había sido mínimo”.
Cuando le preguntaron si había leído “Mi lucha” contestó que su contenido “le parecía repugnante”. También adujo simpatía por el anti nazi Kurt Huber y la Rosa Blanca. Las autoridades francesas de ocupación dieron por buenas todas sus mentiras y lo clasificaron como un simple “compañero de camino” del nazismo. Las nuevas autoridades de la Universidad protestaron por el tratamiento lenificado dado a un docente que había llevado por mal camino a tantos estudiantes.
De todos modos, el trato que recibió fue excepcionalmente benévolo. Se le apartó por un tiempo de la docencia, pero mantuvo su título de Profesor Emérito y su pensión. En cuanto a la vivienda, el único inconveniente, también transitorio, fue que tuvo que compartirla con otra familia. El hombre que no había vacilado ante la idea del exterminio masivo en nombre del Volk alemán y que se permitía aventuras amorosas mientras se quejaba de una sintomatología difusa, sufrió un colapso nervioso. Después que Karl Jaspers rechazara su solicitud de ayuda,[3] su antiguo protector, el arzobispo Conrad Groeber, quien esperaba de él “un giro espiritual” y que “se condujera de manera verdaderamente edificante”, apoyado por el Decano Beringer, consiguió trasladarlo al sanatorio Schloss Haus Baden en Badenweiler, a cargo del psiquiatra y filósofo católico Viktor Emil von Gebsattel (1883-1974), donde permaneció desde febrero hasta mayo de 1946. Se dice que, al principio, sentía que vegetaba, experimentaba un agotamiento generalizado, no mostraba interés por nada, estaba hipersensible al aspecto de los otros pacientes y al hablar de ciertos temas exhibía tendencia a sollozar.[4]
Heidegger declaró que von Gebsattel “subió conmigo las montañas a través del bosque nevado. Aparte de eso, no hizo nada. Me ayudó como hombre. Y al cabo de tres semanas volví curado”. Sin embargo, permaneció tres meses en el sanatorio y a su esposa le reconoció que su médico demostró humanidad, cercanía a su propio pensamiento, interés hacia su persona como tal y ayuda para que prosiguiera su obra filosófica “por cuanto la valora como trascendental para el pensamiento occidental”.[5]
El 1º de marzo de 1950, von Gebsattel redactó un informe sobre la situación de salud de Heidegger y señaló que lo trató durante tres meses, en 1946, por “una debilidad del músculo cardíaco”, y debido a esta “persistente debilidad cardíaca” continuó su tratamiento “con interrupciones”. Esto le condujo, en aquel momento, a no poder estar a la altura de los requerimientos laborales, por lo que médicamente se lo declaró como no apto para efectuar “todas las obligaciones de un profesor ordinario”.
Heidegger presentó el documento al Ministerio de Cultura y se modificó favorablemente su situación académica y económica; pasó de la condición de jubilación a la de pensión completa, mejoró sus ingresos y dictó nuevamente clases en la universidad, después de la breve prohibición (Lehrverbot) por las fuerzas de ocupación.
Heidegger y Arendt: las almas gemelas
El 8 de mayo de 1945, Hannah Arendt descorchó una botella de champaña y brindó por una nueva vida para Alemania. En aquellos momentos estaba escribiendo la obra en que analizaba los orígenes del holocausto: “Los orígenes del totalitarismo”.[6] Había vivido y trabajado apasionada e incansablemente, desde el apartamento neoyorquino donde vivía con su madre y su esposo, en pro de los judíos europeos, sobre todo alemanes, para quienes pretendía constituirse en su vocera y representante intelectual. Cuando el Tercer Reich fue finalmente derrotado, Arendt no se apresuró a retornar. Se quedó trabajando en Estados Unidos, que para ella era semejante a la sociedad ideal. Se mantenía en contacto con su maestro Karl Jaspers (quien a pesar de todas las amenazas y vicisitudes había permanecido en Alemania) y, por intermedio de este, conocía la situación del país. Si “el aire era tan malo que a gatas se podía respirar”, no quería arriesgarse a volver, sobre todo porque ella era, en aquella época, la representante más elocuente de la emigración judía. Por ende, mantuvo su exilio en los Estados Unidos durante un lustro y finalmente obtuvo la ciudadanía estadounidense.
En febrero de 1950, Hannah Arendt, la ex alumna y amante de Heidegger, viajó a Alemania por primera vez desde el fin de la guerra. La gran influencia que Heidegger había ejercido sobre Arendt hacía que, cuando ella llegó a Freiburg, el 7 de febrero de 1950, hubiera tensiones encontradas. Arendt había dicho que cuando Heidegger, en 1934, expulsó de la universidad a su maestro y amigo Edmund Husserl, por ser judío, y se quedó con su cátedra, debería haber renunciado en lugar de firmar aquella orden de expulsión. “No puedo sino considerar a Heidegger como un asesino potencial”, había escrito. De hecho, no mencionó el nombre de su adorado Martin durante más de una década, más exactamente hasta 1946.
Cuando llegó a Freiburg, Hannah Arendt se fue directamente al hotel y le mandó una esquela sin firma a Heidegger que simplemente decía “Estoy aquí”. Después lo esperó largo rato en la recepción, hasta que al fin él apareció. Luego de este encuentro, Arendt le envió una carta que decía: “Wiesbaden, Alexanderstrasse 6-8, 9 de febrero de 1950. Escribo esta carta desde que salí de la casa y me subí al coche. Y, sin embargo, no puedo escribirla ahora, ya entrada la noche. (Escribo a máquina, porque mi pluma se ha roto y mi letra ya es ilegible). Esta velada y esta mañana son la confirmación de toda una vida. Una confirmación en el fondo nunca esperada. Cuando el camarero pronunció tu nombre (de hecho, no te esperaba, pues no había recibido la carta), fue como si de pronto se detuviera el tiempo. […] Hannah”.
Heidegger inmediatamente le envió a ella una serie de poemas, titulados “Martin Heidegger para Hannah Arendt”. Uno de los poemas, titulado “Tú” dice que ella es “montaña de alegría, mar de dolor, desierto de deseos y amanecer de la llegada”. Después de este reencuentro se produjo un abrupto cambio de rumbo en la actitud de la Arendt. En lugar del “monstruo asesino”, Heidegger se transformó en el genio que no debía ser perturbado por ridículas críticas acerca de su pasado. Hannah Arendt se embarcó entonces en un proyecto que pretendía cambiar la faz de la filosofía, mediante un restablecimiento de Heidegger en el escenario mundial. Para alcanzar este objetivo utilizó, sobre todo, sus contactos con los grandes editores judíos para que publicaran sus trabajos por todo el mundo.[7]
En junio de 1950, después de una conferencia, Martin se había sentido mal, aparecieron molestias que, según el médico, eran pasajeras y bastaba con un descanso breve para recuperarse. Al día siguiente estaba repuesto. La actividad le había requerido un esfuerzo intelectual importante y había sido precedida por contramanifestaciones estudiantiles. Las conferencias de quien se consideraba como el más destacado intelectual del pensamiento alemán le significaban, junto al autocompasivo reconocimiento de las humillaciones que decía haber sufrido, un particular compromiso personal.
Poco después, empezó una nueva época en la carrera de Heidegger. Se retiró a las montañas de Todtnauberg y se dedicó a escribir sobre poesía y lenguaje. “No somos nosotros los que hablamos en un lenguaje, sino el lenguaje el que nos habla a nosotros”, sostenía crípticamente. En palabras de Sartre, Heidegger, como el ave fénix, había resurgido de las cenizas. Después de haber manipulado su vinculación con el régimen nazi, ocultando su colaboración y suprimiendo los pasajes más incriminatorios de sus trabajos y declaraciones, adoptó el papel de filósofo inocente y abstracto. Muchos intelectuales compraron sus excusas y mentiras. Le ungieron como el genio del siglo XX.
Sin embargo, el filósofo nazi nunca se disculpó por el mal que había causado, no manifestó arrepentimiento por su apoyo a los crímenes del nazismo, no mostró la más mínima solidaridad con las víctimas. Siempre que se vio obligado a opinar sobre el holocausto y el asesinato de millones de seres, recurrió al tropo miserable de compararlos con las pérdidas que habían sufrido los alemanes durante la guerra. En una conversación con el intelectual ultra conservador y nacionalista Ernst Junger,[8] le dijo que Hitler lo había abandonado y que, por lo tanto, no iba a disculparse por él.
Arendt, por su parte, nunca volvió a vivir a Alemania y cuando murió, en 1975, sus cenizas fueron exhumadas en el Bard College, donde su esposo Hermann Blucher había enseñado. La mayoría de los judíos exiliados nunca regresó: los horrores habían sido inmensos y la desnazificación efímera y superficial. Hubo excepciones. Solamente un cuatro por ciento de los que habían sido expulsados resolvió retornar para confrontarse con el pasado.
Los que quedaron y los que volvieron
Uno de los filósofos judeoalemanes que retornó fue Karl Lowith (1897-1973),[9] que había sido discípulo de Husserl y de Heidegger y uno de los críticos más tenaces de este último. Lowith había abandonado Alemania en 1936, trabajó en Japón durante varios años y después en los Estados Unidos. En 1952 volvió a la Universidad de Heidelberg y aludió a la gran cantidad de pro nazis que le rodeaban. Nunca se supo cómo pudo tolerar la desagradable situación de trabajar codo a codo con elementos que habían colaborado con Hitler, pero jamás se reconcilió con Heidegger.
Otro de los retornados fue Max Horkheimer (1895-1973),[10] que volvió a Frankfurt en 1949 donde, con gran optimismo, reanudó las actividades del Instituto de Investigación Social. Horkheimer se transformó en Rector de la Universidad de Frankfurt, hizo importantes contribuciones a la filosofía y ejerció la docencia ininterrumpidamente hasta su muerte.
Tal vez el más destacado de los que volvieron fue Theodor Adorno (1903-1969),[11] el gran amigo de Max Horkheimer. Adorno volvió por barco, desde los EE.UU., en 1949, después de 15 años de exilio. Era el principal integrante de la Escuela de Frankfurt de la teoría crítica y su pensamiento no solamente estaba asociado con el de Max Horkheimer, sino con el de Ernst Bloch, Walter Benjamin, Erich Fromm y Herbert Marcuse, para quienes las obras de Freud, Marx y Hegel resultaban fundamentales como insumos para el análisis de la sociedad moderna.
En el invierno de 1949, Adorno llegó a reconocer las ruinas de la que había sido su casa en Frankfurt. La ciudad todavía mostraba los efectos de los bombardeos aéreos; particularmente la ciudad vieja era una ruina, y la mayoría de los puentes sobre el río Main no habían sido reparados.
Adorno contaba que, a su regreso, había evitado ir a ver su casa durante bastante tiempo pero que, a pesar de todo, Frankfurt seguía siendo Frankfurt y que aunque las tres cuartas partes de la ciudad hubieran sido destruidas trasmitía una sensación de normalidad: “la comida excelente, los ambientes bien calefaccionados, como el mío en la Universidad, solamente las ropas de la gente no son buenas y ya no hay mujeres elegantes”.
Durante el Tercer Reich, la casa familiar de Adorno había sido comprada a precio vil (por una fracción de su valor) y confrontó a su propietario (“fue la única vez que perdí los estribos”, dijo, “lo llamé nazi y asesino”). La casa había sido alcanzada por una bomba incendiaria y la única parte habitable era la planta baja; en el piso de parqué Adorno pudo ver las marcas de las patas del piano de su madre. Eran las sombras de los años perdidos.
El deseo del retorno no era suficiente. Adorno debía conseguir empleo. Habiendo sido expulsado por los nazis en 1933, esperaba ser restituido. En 1950, casi un año después de haber vuelto, no tenía un trabajo seguro y experimentó lo que era una tendencia general: ni las universidades ni el gobierno de la República Federal de Alemania (RFA), encabezado por Adenauer, hicieron esfuerzo alguno para reincorporar a las víctimas del nazismo o repararlas.
Sin perspectivas, Adorno debió regresar a los Estados Unidos, mientras las universidades alemanas volvían a recibir a los nazis que habían sido temporalmente marginados. El olvido y el frío desprecio era lo que encontró el antiguo catedrático. Recién en 1957 pudo ser reincorporado como profesor titular a la Universidad de Frankfurt. El ex nazi Helmuth Ritter manifestó en una asamblea universitaria, en aquel momento, que para hacer carrera en Frankfurt había que ser judío y amigo de Max Horkheimer. Ante el antisemitismo rampante, Horkheimer se retiró, en protesta, al año siguiente.
A pesar de todo, Adorno publicó en esos años varias de sus obras fundamentales, que contribuyeron directamente al restablecimiento de la vida intelectual en la RFA. Polemizó con Karl Popper, desnudando las limitaciones del positivismo. Criticó a Heidegger por su “lenguaje de autenticidad”. Escribió sobre la responsabilidad alemana en el holocausto.
En 1955, había aludido a las actitudes residualmente nazis (el antisemitismo corriente y el conformismo irreflexivo) entre los flamantes demócratas germanos. Un psicólogo social con un pasado nazi inocultable, el austríaco Peter R. Hofstatter (1913-1994),[12] acusó a Adorno de querer echar una carga de culpa sobre el pueblo alemán. Adorno le contestó que eran las víctimas las que habían debido cargar con los horrores de Auschwitz y no la gente que no había querido enterarse de lo que sucedía.
Adorno también criticó a Heidegger por sus ideas nazis, a las que calificó como “una jerga de la autenticidad”. Estos conceptos le valieron la ira de Hannah Arendt, quien salió en defensa del filósofo nazi y le atacó, enfocándose en la relación entre Adorno y Benjamin. A Adorno, por su parte, le resultaba intolerable la adhesión de Arendt a Heidegger y su “nueva filosofía”, que consideraba como perpetuadora del nazismo.
Con la perspectiva del tiempo, Arendt -que hizo aportes muy valiosos al estudio del siglo XX- también mostró que la influencia perdurable de Heidegger sobre ella desnudaría el elitismo y la estrechez de sus miras, lo que la hicieron una autora preferida por buena parte de la intelectualidad conservadora y de sectores liberales y progresistas, hasta la actualidad. No solamente se trataba de sus opiniones acerca del carácter liberador y extraordinario de la sociedad estadounidense, sino de las bases filosóficas de su pensamiento, en última instancia conservador.
Como dice Robert Paxton,[13] Arendt ha sido acerbamente criticada por hacer de la atomización social uno de los requisitos previos del éxito nazi, pero su obra “Los orígenes del totalitarismo”, aunque expuesta en términos históricos, es más una meditación filosófica sobre la radicalización final del fascismo que una historia de sus orígenes. Ahí precisamente se asientan las bases de la ambigüedad arendtiana que termina exculpando y glorificando a Heidegger, el filósofo nazi.